Un avión que se retrasa. Una fila de 20 personas en el banco. Un embotellamiento. Las situaciones en las cuales el tiempo parece detenerse son muchas y las vivimos con más frecuencia de lo que querríamos. Es algo que, desde la infancia, intentamos esquivar por todos los medios: el aburrimiento.
El antídoto para esto ha sido, durante los últimos años, el teléfono móvil. Instagram, Twitter, Snapchat, el ahora golpeado Facebook y el muy demandante WhatsApp. Todo bajo la forma de las notificaciones. Una suerte de tiranía de la micronovedad que llena nuestros tiempos muertos. El aburrimiento se encuentra amenazado. Y esto parecería ser algo positivo. ¿Quién quiere aburrirse?
El aburrimiento ha sido tematizado bastante por la psicología, algo por la filosofía y no tanto por otras disciplinas. Pero si se indaga un poco, podemos llegar a entender qué puede tener de bueno aburrirse. Sí. Aburrirse puede ser algo positivo. Pero primero habría que definir de qué hablamos cuando hablamos de aburrimiento.
Es uno de esos conceptos que todos manejamos, pero no pensamos demasiado. Se puede decir que el aburrimiento es un desacople entre lo que estamos haciendo y lo que querríamos estar haciendo. Un desajuste entre lo que el mundo nos ofrece y lo que queremos que nos ofrezca.
La definición, desde la psicología, suele acordar en algo. Es un estado en el que uno está incapacitado de interactuar con el mundo de una manera satisfactoria. Con esta idea en mente, se puede dar un paso más y pensar qué sentimientos provoca el aburrimiento. La insatisfacción es lo primero que aparece. Estar aburrido de algo (o peor, de alguien) implica una pérdida de interés instantánea. Luego adviene la incomodidad con la situación, el deseo de querer estar haciendo cualquier otra cosa menos eso que se está haciendo. Y, por último, aparece el cansancio, esa fatiga mental de un estado de sopor que nunca termina. Lo que corona toda esta experiencia horrorosa es un cambio en la percepción temporal, una idea de que el tiempo no pasa.
Todo esto produce, como dice Sartre, una "transformación mágica del mundo" en la cual la mente comienza a vagar, buscando otras situaciones, para escapar. ¿Qué persona más o menos racional querría pasar por estos horribles estadios? ¿Por qué, entonces, pensar que puede haber algo positivo en aburrirse?
Porque las incomodidades del aburrimiento pueden empujar la mente hacia la creatividad.A cambiar una satisfacción de corto plazo por una de mayor alcance. O sea: nos puede llevar a buscar algo más significativo o interesante que esa pequeña cuota de satisfacción inmediata que aporta una notificación en el celular.
Aunque Søren Kierkegaard, filósofo danés del siglo XIX, veía en el aburrimiento "la raíz de todos los males" –basta pensar en una travesura de la infancia, cuyo combustible es el aburrimiento–, reconocía que tenía una "impresionante capacidad para iniciar el movimiento". Russell, matemático y filósofo del siglo XX, en cambio, veía en el aburrirse algo muy positivo: la habilidad para superarlo era una de las claves para una vida feliz. Tenía un "potencial motivacional", según el Nobel de Literatura (1950).
Desde las letras, David Foster Wallace no pudo terminar El rey pálido (2011, póstuma), una novela en la que la estética del aburrimiento aparece para contrarrestar las distracciones que traen las últimas modas del consumo. Aunque incompleto, el libro divaga por 50 capítulos y 500 páginas en torno a temáticas que, incluso, están puestas allí un poco para aburrir al lector.
El problema es que si interrumpimos constantemente este proceso por el cual nos aburrimos con scrolleos eternos, quizás le estemos cerrando la puerta a una capacidad que ni nosotros conozcamos.
¿Qué sucede con este exceso de estímulos en la mente? ¿Cómo interpreta el cerebro un flujo constante de información? Pablo Polosecki, neurocientífico y físico argentino que hace su posdoctorado en Nueva York, aclara un poco cómo funciona el sistema de atención en nuestras cabezas.
"La paradoja de la atención es que tiene que ser sostenida en lo que es importante, pero al mismo tiempo tiene que ser flexible para que uno pueda reaccionar ante el mundo que se presenta", dice, y refuerza: "Hay distintos tipos de atención. Una es la endógena, que es la que surge a partir de los objetivos y las prioridades que uno tiene, por ejemplo, cuando está leyendo. Enfocás toda tu atención porque te interesa esto que estás leyendo, sin que el libro sea en sí mismo un objeto llamativo. Pero hay otro aspecto de la organización del cerebro que la gente estudia mucho, que se llama red default. Es el conjunto de áreas que se activan cuando uno no está haciendo nada en particular. La idea es que esta especie de atención y capacidad de orientarse permite cambiar desde una orientación hacia el exterior versus otra hacia el interior", explica.
Es decir, la cabeza está preparada para estos saltos entre una actividad que nos mantiene concentrados y otra que la interrumpe. "El cerebro está diseñado para detectar diferencias: si abrís un cajón lleno de tenedores y encontrás un pulpo, va a ser difícil que te enfoques en los tenedores", grafica.
Con esta imagen en mente, nuestro pulpo son las notificaciones. Y el problema es que abusar de ese mecanismo de alternancia tiene un costo. La novedad produce una suerte de dopamina digital, esto es, una pequeña recompensa que puede venir en forma de like, de fav, o de retuit. "Las adicciones digitales son una especie de perversión del aprendizaje. Porque es como si te secuestraran un circuito y abusaran de sus puntos débiles para llevar a un lugar de recompensa, pero que a largo plazo no lleva a un lugar concreto", advierte.
El uso de internet en todo y tan al alcance de la mano puede ser como un lenguaje, que aún no hemos aprendido a usar de la mejor manera o, al menos, sin permitir que altere nuestros mecanismos de aprendizaje o de capacidad para ser creativos.
Abrazar el aburrimiento puede ser, de vez en cuando, una buena idea.
Juan Brodersen
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