Por qué no amo ir de "glamping" en un festival británico
En agosto del año pasado, una de mis mejores amigas se casó en Gales con un galés al que todos adoramos porque se parece a Hugh Grant y es tan amoroso y correcto que dan ganas de irse a vivir con él. Adam, el novio, y Andy, la novia, celebraron su boda en un castillo muy británico con invitados muy Bridget Jones, y todos los amigos de Argentina movimos nuestras agendas y ajustamos nuestros presupuestos para estar ahí.
Pasada la fiesta tradicional, la celebración continuaba a la semana siguiente en un festival de música electrónica en las afueras de Londres. Al principio, dije que prefería obviar esa parte del viaje, que me quedaría solo en un hotel del Soho paseando y viendo qué onda (sí, todos sabemos lo que significa "ver qué onda" cuando estás solo en el barrio gay de Londres con los hombres más bellos y geniales del mundo tomando cerveza en la calle casi todo el día).
La idea de pasar tres días en medio de la nada durmiendo en carpas y rodeado de gente joven bailando deep house como si no hubiera mañana me aterrorizaba.
Después me arrepentí, sino no habría historia que contar. Como en las películas, cuando en los primeros diez minutos parece que todo va a estar en paz, sucede algo que genera la trama.
Lo que pasó acá es que todos empezaron a arengar el "glamping", contando lo espectaculares que eran esos festivales ingleses y aclarándome que en este caso el plan incluía carpas de cierto lujo con colchones y sábanas y hasta duchas en los baños químicos mágicamente instalados en medio de la nada. Insisto con esta situación de desolación geográfica, pues la gracia de estos festivales es instalarse en el campo sin que haya absolutamente nada cerca, sin señal de celular y sin infraestructura alguna. Eso que al principio me generaba espanto, terminó convirtiéndose en un desafío para mi situación de hipocondríaco en recuperación que solía visitar la guardia médica al menos una vez a la semana. "Tengo que ser valiente y confiar en el universo, tengo que animarme a saber que todo va a estar bien", me dije, y a último momento decidí sumarme a la (carísima) aventura.
Solo el tren que separaba Londres de la estación King's Lynn, a 160 kilómetros de la capital británica, costaba 40 pounds. La entrada al festival eran otras 150 libras y del acceso al glamping nunca supe el precio porque fue invitación de los novios. Para mí, con la libra a sesenta pesos, todo era como respirar oro en polvo. Tanto, que me dolió en el alma tener que comprar unas botas Hunter espectaculares que no he vuelto a usar, cuando me dijeron que era la única manera de caminar en medio del lodo eterno de la campiña inglesa.
El espectáculo comenzó cuando subimos a nuestro vagón en la London Liverpool Street, que de a poco se fue copando de gente ondera con carpas, heladeritas, canastas, bolsos y mochilas: todos íbamos al mismo lugar. El tren se llenó tanto que parecía un Retiro-Tigre del primer mundo, con la gente apretada y producida para una rave. Cuando comprobé que era un tren común y corriente, me pareció insólito haber pagado 2400 pesos argentinos por ese tramo de menos de dos horas. Pero dicen que cuando estás de viaje no hay que hacer el cambio de moneda porque te morís de la depresión, así que me percibí británico y dejé que todo fluyera.
Cuando llegamos a destino vino Timmy, un amigo de los novios, a buscarnos en su camioneta con volante derecho para llevarnos al evento. Luego, pasamos por un supermercado y compramos todo para sobrevivir tres días. Timmy había traído anafe, pava, ollita, platos y vasos: ahí comprobé que lo único que tenía de glamping el asunto era la carpa, pues para el resto de la existencia había que arreglárselas solito. Ya en el complejo nos registramos y nos asignaron una carpa para cuatro personas que tenía nuestros nombres en la parte de arriba. Adentro era genial: velas, almohadones, cortinas, colchonetas de algodón muy suavecitas y mantas de peluchito. Timmy armó una especie de bar ahí adentro, sacó unas copas de cristal y brindamos con rosé "por estar acá todos juntos", dijo él. Me emocioné un poco; acababa de conocerlo y ya lo quería.
El recibimiento fue hermoso, hasta que salí a dar una vuelta y me di cuenta de lo difícil que iba a ser sobrevivir 72 horas ahí adentro. Los baños químicos eran iguales a los de cualquier recital en Argentina, los especiales con ducha funcionaban con agua fría hasta nuevo aviso y el plan de todos los que estaban ahí era tomar alguna pastillita para bailar all night long (es un festival de música electrónica, ¿qué esperabas? ¿Chizitos y papas fritas?).
Como no tomo nada porque me da panic attack, estaba frito. Igual le puse onda y me entusiasmé con los lounges para hacer yoga, las salas de meditación, los food trucks temáticos (había uno de tacos mexicanos veganos donde cocinaban bailando música disco al palo y revoleaban las tortillas como masas de pizza) y los chongos divinos que bailoteaban en una carpa de house con luces ultravioletas. Todo era genial, pero solo para una noche.
¿Qué iba a hacer toda esa gente a la mañana siguiente cuando tuvieran ganas de ducharse, de ir al baño, de lavarse los dientes como seres civilizados? La sola idea de presenciar aquella escena me perturbaba. Volví a la carpa, me tomé algo para dormir y confié en el universo.
A la mañana siguiente Timmy estaba preparando el desayuno y mis dos amigas seguían durmiendo. Hubiera querido que desaparecieran y todo se convirtiera en una escena de Brokeback Mountain, pero nada que ver porque Timmy ni siquiera era gay, era solo un inglés bello y con tanto estilo que se prestaba a confusiones prejuiciosas. Nos quedamos charlando y me contó que su padre estaba enfermo y debía ir al pueblo de la estación a visitarlo un par de horas, y ahí se me encendió la lamparita. Le hablé un par de minutos de lo mucho que sentía lo de su padre (como para no quedar tan mal) y le pedí que me llevara a la estación porque no me sentía muy bien. Timmy se preocupó y quiso llevarme a una clínica o a la casa de sus padres, pero yo no sabía como explicarle que estaba harto de ese festival maldito y que lo único que quería era subirme al tren de vuelta a Londres.
I just need to go to the city, le dije cortante, y pareció entender el mensaje.
De vuelta en el Soho, me registré en un hotel boutique en medio de todos los bares, me tomé un capuchino en el Café Nero y fui al Muji de Oxford a comprar pantuflas japonesas.
Porque la vejez es un sentimiento, sin importar la edad que tengas.
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