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Por qué miramos reality shows
Sus héroes son los Ulises populares de hoy
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Tengo 25 años y mi novio filósofo me mira decepcionado con una tijera en la mano. Me dice que lo tiene que hacer, que no estoy leyendo, que no estoy estudiando, que así nunca voy a escribir nada bueno. Le juro que en un rato retomo a los griegos, pero que ahora me deje terminar. Se niega, rotundo. Yo le prometí no hacerlo nunca más y no cumplí, así que estira la mano y corta el cable en dos. Tac. Unos segundos después el televisor es ruido gris y yo soy puro enojo: no pude ver la final de El aprendiz. Cuatro meses mirando a Donald Trump despedir participantes y nunca voy a saber quién se queda con el ansiado premio: manejar una de sus corporaciones de Real Estate.
Durante los diez años siguientes no vuelvo a tener televisión. Leo sesudamente a todos los griegos, escribo seis horas diarias tal como me pide el filósofo (que para entonces ya habla cinco idiomas y es mi marido), pero mantengo una relación secreta con los reality shows de talento que bajo a escondidas de Internet. Aprovecho que él se va a dar clases y me atraganto. Veo trece temporadas de Top Chef, doce Masterchef común y dos de niños, catorce de Project Runway, diez de El aprendiz, siete u ocho de Hell's Kitchen, nueve de American Idol, dos de RuPaul's Drag Race, algunas de Kitchen Nightmares, un par de The Voice, British got talent y las dos temporadas de The Taste.
Ahora, además, tengo Twitter y me siento menos sola porque puedo comentar los realities con otros televidentes en vivo. Los miércoles trato de mirar Masterchef y opino sobre los platos que cocinan, vitoreo cuando gana uno que me gusta, grito para que echen a los que odio, hago chistes sobre los que pierden y, por supuesto, tengo un preferido, un candidato que es mío, un caballo ganador que quiero que llegue a la final para pisotear al resto.
Como mi marido de entonces, mis amigos intelectuales se escandalizan con mi fanatismo. Se preguntan cómo puede ser que una persona que lee poesía devotamente y sabe de historia antigua pierda tiempo mirando a desconocidos hacer monerías en televisión. ¡Ni siquiera te gusta cocinar o el diseño de modas!, acotan indignados. Yo me abstengo de explicarles porque jamás entenderían. Músicos. Diseñadores de ropa. Drag queens. Cocineros. Empresarios o reposteros. El tema del reality me da lo mismo. Qué importa si cocinan o si cosen trapos, nadie mira reality shows por lo que hacen, sino por la sensación que provocan en el espectador.
La estructura del reality show es casi siempre la misma. Miles de personas se presentan a un casting y hacen una prueba de talento ante un jurado que elige entre 15 y 50 participantes. Luego pasan a una primera prueba (serán muchas, una por capítulo) en la que además aprovechan para presentar a cada participante y contar de dónde viene, cuáles son sus sueños y frustraciones, y por qué se juega la vida en este programa de televisión. A veces ponen música, muestran su casa humilde, a su madre con los ojos llenos de lágrimas ante la promesa de un futuro lleno de bonanza y alivio. Si hace las cosas bien, su hijo (un empleado de un local de fast food, un vendedor de celulares, un contador rutinario) tiene la oportunidad de ser un chef famoso, un diseñador de moda de renombre o una estrella de rock. Algunos tildan esos clips de efectistas, los acusan de estar llenos de golpes bajos. Yo no suscribo el reclamo. Subrayar que el candidato tiene un trabajo extraordinariamente común o que tuvo una vida difícil es lo que construye la épica. Estamos ante un héroe arrasado por el enemigo, mirando su castillo en llamas, al frente de un pueblo hambriento que le suplica que sea valiente y que vaya a luchar, que haga algo por ellos.
Luego de ese clip ya no hay retorno. El participante se transforma automáticamente en héroe. Una suerte de Ulises popular que debe afilar su ingenio para sortear las pruebas necesarias que lo llevarán al igual que al héroe griego en la Odisea, a su Itaca personal. Digo Ulises y no Aquiles porque el reality show no es acerca del destino o de la suerte, sino sobre el talento. Aquiles, el héroe clásico de la Ilíada, era hijo de la diosa Tetis y como tal, ya estaba destinado a salvar Troya. Era valiente, sí, pero no tenía que esforzarse, sino esperar el favor de los dioses para ser el hombre que estaba destinado a ser. Era el lugar que le había tocado en suerte, el de héroe perfecto. Mientras que la Ilíada es la tragedia de un acomodado, la Odisea es el viaje de un hombre que únicamente se tiene a sí mismo. Sólo cuenta con su ingenio, su astucia, su inteligencia y un par de trucos. La Odisea es –si me perdonan los intelectuales– el American Idol de los griegos.
Como en la épica moderna, el reality show construye sobre la meritocracia. Gana el mejor. Por eso no importa si cocinan o si hacen música, porque lo que conmueve es el talento. Cantan, bailan, cosen y nos arrasa la hazaña, ese instante de belleza, ese momento perfecto. No importa que hayan nacido pobres. No importa que no hayan podido estudiar. No importa que nunca hayan tenido la oportunidad de pararse frente a los ejecutivos de la discográfica o a los gurúes de la moda. Iban a morirse limpiando mesas en un local de comida rápida, aplastados bajo las facturas de luz, sin que nadie supiera de su talento descomunal, pero ya no. Están acá, ganando, ocupando el lugar que siempre merecieron ocupar en el mundo.
Podría explicarles a mis amigos intelectuales, pero no les interesa. Ellos no ven que cuando Fantasia Barrino –una chica del Bronx que no terminó la secundaria porque fue violada a los 16 años y tuvo a ese hijo– canta I believe y conmueve a cien millones de norteamericanos, el mundo se vuelve inesperadamente hermoso. ¿Qué puede haber más épico que ver cómo una empleada de fast food que gana el salario mínimo y vive en una casa sin luz se transforma en una estrella del pop? ¿O a una solterona escocesa como Susan Boyle que nunca tuvo novio sorprender a todos con una voz alucinante? ¿O a un gordito bizco como Paul Potts que vende celulares transformarse en un cantante de ópera? Nunca recibieron una clase de canto ni una familia que los alentara. Ni siquiera tuvieron tiempo de practicar entre turno y turno de trabajo. Y ahí están, haciéndonos sentir por un ratito que no importan los impedimentos y las injusticias, que sólo importa ser bueno. El reality cumple un rol social. Viene a reparar una injusticia previa. Por eso alivia, cura, emociona. Porque mientras dura, vivimos en un mundo de mérito y de esfuerzo. Un mundo en el que los lugares son para los talentosos y no para los que pudieron llegar. Un mundo para los justos y los buenos.
Pasaron doce años desde el día del cable. No puse televisión, seguí bajando los programas por Internet y me distraje menos. Por eso hoy sé quiénes son Ulises y Aquiles además de quién ganó la temporada 4 de Masterchef y la 6a de American Idol. Por suerte, también pude ver la final de El aprendiz en YouTube. Como hace doce años, me sigue conmoviendo el talento, me sigo babeando ante la ilusión de meritocracia, me reconforta como el primer día esa sensación. Sé que es mentira. Sé que mañana abro el diario y que vivo en un mundo doloroso y arbitrario. Tonta no soy. Pero por un momento, por una hora, por un mínimo ratito, viví en un mundo de Ulises y no de Aquiles. Que me perdonen los intelectuales si no entienden. Pero por eso, y sólo por eso, miro reality shows.