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Reconocernos es lo primero que nos da identidad, lo que nos dice quiénes y qué somos, como cuando nos presentamos ante un desconocido, decir nuestro nombre es el primer paso para llegar a esa particularidad. En el caso de nuestro país, sin embargo, fue un territorio que como parte de su historia -y distintos intereses- fue llamado de varias maneras hasta llegar al nombre que hoy conocemos.
¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué Argentina se llama así?
La primera asociación de la zona con un nombre propio fue hecha por el navegante español Juan Díaz de Solís en 1516. Solís llamó a la región “Mar Dulce” (en referencia a su dimensión y a que el agua no era salada, ya que era un río) pero años más tarde, y por estas mismas condiciones, su apelativo cambiaría al ser bautizado nuevamente por el italiano Sebastián Gaboto como Río de la Plata.
Por el año 1554, la situación volvería a cambiar con su aparición en una de las piezas cartográficas del portugués Lopo Homen. En esta ocasión, fue suya la denominación “Terra Argentea”, que proviene del latín Argentum y que significa plata. Luego, en 1602, al publicarse en Lisboa un libro con estos mapas se habría de imponer el término “Argentina”, pero entonces no era algo oficial y menos aún conocido en la zona a la que hacía referencia.
Un poema que reveló más que el nombre
La latinización del nombre aparece en 1602, cuando el sacerdote español Martín del Barco Centenera, publicó un largo poema de la historia del Río de la Plata y de los reinos del Perú, Tucumán y del sur del actual Brasil, bajo el título La Argentina.
Centenera, que no se destacaba por sus cualidades ni comportamiento social, lo que le valió perder el “oficio inquisitorial’' cuando llegó a Lima, se presenta como una persona que acepta la verdad de lo que sucede, y que constantemente insta al lector a confiar en su narración. Cuando él, que llegó como miembro de la expedición de Juan Ortiz de Zárate, en su texto hace mención a lo monstruoso, se refiere al exceso y la escasez que aquejan al conquistador: el hambre, la antropofagia y la adversidad del clima. Pero también se detiene a describir los caudalosos afluentes fluviales. Y es en esa referencia donde utilizó el término “argentino” como un adjetivo para denominar al Río Paraná (río Argentino) y su región, mientras que Argentina resultó ser el nombre elegido para el poema.
En cuanto a “Virreinato del Río de la Plata”, este nació como una interpretación del camino al observar el paso de Potosí a Buenos Aires. Lo anecdótico es que pese a no encontrar las riquezas, esa fabulosa idea previa de las maravillas que esperaba descubrir, y nunca ocurre, Centenera termina definiendo a la expedición en la que llegó como intrusos en el territorio, y su legado final se convierte en una especie de denuncia sobre el verdadero objetivo del conquistador: no ser el de evangelizar sino el de enriquecerse.
El camino hacia el paraíso
Unos diez años más tarde, en 1612 el primer historiador nacido en el territorio, Ruy Díaz de Guzmán publicó el libro Historia del Descubrimiento, Población, y conquista del Río de la Plata, llamando el territorio como “Tierra Argentina, Tierra de Plata o Tierra plateada” .
La poesía y el mito se impusieron en este imaginario de creer que estas tierras eran un camino hacia el paraíso plateado, o dorado, de que en estas tierras se hallaban incontables tesoros esperando ser descubiertos, quizás estos tesoros no eran el oro y la plata sino la tierra misma.
Luego para organizar, controlar a sus colonias, poder contrarrestar el contrabando en el Atlántico Sur y aprovechando a la ocupada Inglaterra -la cual estaba en plena guerra de Independencia de sus colonias del Norte- el Rey Carlos III de España decidió mediante las llamadas “Reformas Borbónicas” crear en 1776 el Virreinato del Río de la Plata con capital en Buenos Aires. Pero no sería el topónimo final.
La denominación adoptada, desde 1810, fue Provincias Unidas del Río de la Plata, pero el dato curioso es que, tres años después, ya se denomina de la forma en que la conocemos hoy en la versión original del himno nacional presentada en la Asamblea del año 1813 por Vicente López y Planes:
“...A vosotros se atreve ¡Argentinos!
El orgullo del vil invasor,
Vuestros campos ya pisa contando
Tantas glorias hollar vencedor....”
Sin embargo, todavía no era el tiempo. En 1816, el Congreso proclamó la independencia, utilizando el nombre de “Provincias Unidas del Río de la Plata en Sudamérica”.
Desde Juan Manuel de Rosas a Santiago Derqui
En la guerra de emancipación no se utilizó con frecuencia el término “Argentina”, la razón aparente es que esta era asociada a la hegemónica Buenos Aires, y por lo tanto, no comprendía un factor de integración entre las provincias.
Con la Constitución de la República Argentina, del 24 de diciembre de 1826, se oficializa esta designación, aunque por su carácter unitario, la Constitución nunca entró en vigor pero sí sentó el precedente del término.
Tiempo después y debido al enfrentamiento entre federales y unitarios, de la mano de Juan M. de Rosas se adopta la utilización de la denominación “Confederación Argentina”, “República de la Confederación Argentina” y “Federación Argentina”.
Ya sin la figura del Caudillo bonaerense, la constitución de 1853 se sancionó en nombre del pueblo de la Confederación Argentina, pero la Convención Nacional de Santa Fe modificó el texto constitucional promulgándolo el 1 de octubre de 1860.
El 8 de octubre, en la ciudad de Paraná, el presidente Santiago Derqui decretó que “siendo conveniente a este respecto establecer la uniformidad en los actos administrativos, el Gobierno ha venido a acordar que para todos estos actos se use la denominación República Argentina” establecida en el artículo 35.
Argentum, Plata, este metal precioso que nos prestó su denominación indefinidamente es el que quizás nos marca con nuestra particular idiosincrasia, en la que -irónicamente a lo pensado desde la conquista-, la riqueza de estas tierras está, en realidad, en otras tantas cosas.
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