Los que creían que la tecnología en el fútbol iba a evitar injusticias tuvieron un par de partidos para comprobar lo contrario: el árbitro seguirá teniendo el poder.
Aunque la pelota es una de las industrias más prósperas del ancho mundo capitalista, hasta hace muy poco sus gerentes no se avenían a incorporar recursos modernos en auxilio del arbitraje. Finalmente, se rindieron ante el ejemplo de otros deportes y, en marzo de 2016, la FIFA aceptó el concurso de la tecnología para dirimir jugadas polémicas.
Desde entonces, está a prueba por un período de dos años el Video Assistant Referee (VAR), un sistema que les permite a los sufridos árbitros consultar videos cuando existen dudas sobre ciertas jugadas decisivas. A saber: goles y penales –es decir, todo lo que sucede en la zona caliente del área–, además de incidentes que merecen expulsión (el cabezazo subrepticio de Zidane en la final del Mundial de 2006). La normativa también contempla su uso para identificar futbolistas que, a la velocidad del juego y en acciones tumultuosas, el juez no reconoce a simple vista.
A diferencia del tenis, en el que los propios atletas están habilitados a pedir una revisión, en el fútbol solo el árbitro principal –por propia iniciativa o ante el aviso de algún colaborador– puede solicitar el video para repasar jugadas.
En todo el mundo, los chequeos ya están bastante aceitados. En Sudamérica, el VAR hizo su presentación oficial en octubre pasado, en el partido de ida entre River y Lanús por la Copa Libertadores, sin despertar mayores comentarios. Pero en la revancha, apenas una semana después, quedó demostrado que la asistencia tecnológica, el lapidario veredicto de la documentación visual, tampoco es arma suficiente para sofrenar la vocación argentina por la polémica.
Es que aun con el acompañamiento del referí electrónico, el arbitraje del colombiano Wilmar Barrios quedó en el centro de la escena. Entre otras acciones que levantaron polvareda, hubo una mano de Iván Marcone clara y distinta, como quería Descartes, que el juez dejó pasar sin inmutarse. Para él no había dudas, así que no acudió al VAR. Recordar: se accede a la instancia de verificación en video solo si el referí de carne y hueso tiene necesidad, pues no media obligación. Barrios no la tuvo, parece que nadie le sopló ningún consejo por el intercomunicador y la historia siguió su curso. Historia que terminó con la inesperada eliminación de River (dejó escapar un 3-0 a favor en el resultado global), aunque no por culpa de Wilmar Barrios.
De modo que los partidos seguirán a merced de las equivocaciones de los árbitros. Circunstancia que reconforta al sector romántico de la opinión pública y el periodismo especializado que todavía se queja por la intromisión autorizada de las cámaras en calidad de tribunal. Como acólitos remotos del filósofo Protágoras (“El hombre es la medida de todas las cosas”), los opositores a la tecnología aún abogan por tolerar las macanas del árbitro como parte del paisaje humano y falible que reivindican para el fútbol.
El argumento revela un fondo tierno, pero pasa por alto un sinfín de injusticias deportivas ocurridas en torneos de todos los niveles por torpezas mayúsculas de los encargados de soplar el silbato. La más reciente es la clasificación de Panamá al Mundial de Rusia merced a un gol que no cruzó la línea del arco y que el referí guatemalteco Walter López convalidó sin pestañear. El 2-1 que consagró a Panamá dejó automáticamente fuera del torneo a disputarse el año próximo a Estados Unidos.
Casi un espejo del gol trucho de Francia (Thierry Henry se la llevó con la mano) que privó a los sufridos irlandeses de viajar al Mundial de Sudáfrica en 2010. La FIFA, que se negó a repetir el partido como lo solicitó la federación de la República de Irlanda (adujo que las reglas lo impedían), optó por silenciar el escándalo con dinero, según los usos y costumbres del entonces titular, Joseph Blatter. Mediante el pago de 5 millones de euros (una bicoca), la FIFA se aseguró de que los damnificados no presentaran el caso ante los tribunales. “Sí, fue mano, pero yo no soy el árbitro”, se exculpó Henry.
Hasta marzo de 2016, por más que las decenas de cámaras con las que se transmite el fútbol revelaran al instante que el referí se había equivocado, la legislación prefería suscribir la iniquidad y someter a los pobres árbitros a tomar decisiones definitivas con la única ayuda de sus ojos y los de sus asistentes.
Claro que si el VAR se hubiera aplicado desde antiguo, la historia del fútbol mundial sería otra. Por ejemplo, ese hito llamado La mano de Dios, convertido en la más célebre de las trampas exitosas de las que el fútbol está plagado, acaso habría terminado en un intrascendente tiro libre para Inglaterra. Aunque también cabe pensar que la genialidad de Maradona era capaz de burlar hasta el minucioso escrutinio del ojo de halcón. Porque, en rigor de verdad, ninguna de las tomas que hemos visto hasta la náusea (registradas con mayores limitaciones técnicas que ahora, hay que decirlo) prueba de manera irrefutable que Diego la metió con la mano.
Los amantes de la pirotécnica discursiva no deben temer que se agoten los temas polémicos y mucho menos las discusiones ideológicas alrededor de la pelota. Tampoco se desnaturalizará la espontaneidad del juego ni su belleza. No se trata de un tentáculo robótico sepultando la huella poética. Simplemente habrá un auxilio muy necesario para los árbitros, hasta ahora sobrepasados por una exigencia absurda en un mundo convertido en reality show.
Sin embargo, como cualquiera puede prever, el VAR no bastará para garantizar transparencia. El célebre gol fantasma de Geoff Hurst en la final del Mundial de 1966 fue una estafa que no requería ningún dispositivo refinado para evitarse. El remate, luego de dar en el travesaño, picó claramente por delante de la línea de meta. Hasta en las filmaciones elementales de la época se observa que el gol fue una invención del árbitro suizo Gottfried Dienst para que el local, Inglaterra, convirtiera el 3-2 sobre Alemania y ganara en el tiempo extra una copa diseñada a medida de los súbditos de la reina Isabel II.