Un ejército invasor de hormigas se oculta en un carguero español con destino al puerto de Cádiz. Escondidas en los cajones de madera húmeda, logran infiltrarse entre la mercadería que espera del otro lado del Atlántico, en la España de Alfonso XIII. Son miles y serán aún más cuando toquen tierra firme. Agresivas, organizadas, prácticas. De tácticas implacables, estas colonizadoras pondrán en marcha la primera invasión americana al continente europeo. Su nombre científico sería Linepithema humile, pero la bautizarán “la hormiga argentina”.
La hormiga argentina es considerada una de las especies invasoras más dañinas para buena parte de la fauna autóctona del lugar al que arriban: tocan tierra y avanzan. Destruyen las cosechas y arrasan con otros insectos. Sus colonias, formadas por miles de hormigueros interconectados, pueden crecer hasta 200 metros por año, una verdadera proeza para las obreras, que no suelen medir más de tres milímetros de largo. La colonia más grande que se conoce se llama “La Europea”. Se extiende desde el norte de Italia hasta Portugal: casi 6.000 kilómetros.
Este ejército no tiene desertores. No hay heroísmo, no hay cobardía. Todas las decisiones individuales serán en pos del bien de la colonia. La función de procrear está descentralizada en miles de reinas. Para esto, no necesitan un riesgoso vuelo nupcial como muchas otras especies, a ellas les basta con el calor del hormiguero. Su pragmatismo les da una ventaja competitiva frente a otras hormigas. Mientras que en la mayoría de las especies un hormiguero significa una colonia, ellas tienen miles de nidos distintos, incluso pueden improvisar uno cerca de una fuente de alimento y luego abandonarlo. Comparten la comida, las ramas y las hojas. Todos los bienes que la colonia consiga se administrarán de forma colectiva. La hormiga argentina es socialista.
“Han juntado hormigas argentinas pertenecientes a hormigueros que estaban a miles de kilómetros de distancia uno del otro y no se peleaban. Que no se peleen nos indica que son de la misma colonia”, explica Roxana Josens, quien dirige las investigaciones sobre hormigas en el Laboratorio de Insectos Sociales de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de Buenos Aires, en Ciudad Universitaria, la segunda casa de estudios más importante de Latinoamérica luego de la Universidad de San Pablo. En un laboratorio que está a 25 grados todo el año, investigan varias especies de hormigas, entre ellas la argentina. Roxy –así la llaman– es bióloga, tiene 50 años y hace más de 25 que estudia el comportamiento de recolección de soluciones azucaradas. Apasionada, teatraliza una charla entre hormigas para explicar con sencillez cómo funcionan sus canales de comunicación y la forma en la que toman decisiones. Mientras tanto Alina, una becaria, pesa una hormiga: “7,4 miligramos. Estamos ante un individuo de muy buen tamaño”.
En las estanterías que tapizan las paredes del laboratorio, reposan decenas de recipientes sin tapa. En los recipientes, miles de hormigas insisten en trepar las paredes que frustran su sueño de libertad con pintura antiadherente o caminan entre las tapitas de gaseosas y ramitas que adornan su monoambiente. Roxy genera un clima cálido entre sus estudiantes. Es respetada por colegas de todo el mundo y en aquella habitación de Ciudad Universitaria, suelen dilucidar todo tipo de cuestiones sobre los llamados insectos sociales, muchas, dignas de ser contadas en un simposio. “Nosotros somos el único laboratorio que estudia Camponotus mus”, dice y hace una pausa a modo de suspenso antes de explicar que no está hablando de un postre ni de una pócima medieval, sino de una especie de hormiga a la que se la llama carpintera por vivir entre la madera. Supera en tamaño a la hormiga argentina y en sus mandíbulas puede levantar hasta 50 veces su peso, el equivalente a que una persona de 80 kg cargue sobre sus hombros dos camionetas todoterreno.
Sus alumnos, que aspiran al doctorado, muchas veces llegan casi sin experiencia en investigación y de a poco se contagian de su pasión por el conocimiento. “La idea es ir capacitándolos durante cuatro o cinco años en todos los aspectos que hacen al método científico y a la investigación científica. En el caso de la investigación con hormigas empiezan familiarizándose con el insecto y su manipulación. Luego comienzan con ensayos simples. Cuando avanzan en la tesis, los diseños experimentales se hacen más complejos; muchas veces, realizan alguna pasantía en algún laboratorio del exterior para aprender nuevas técnicas y realizar experimentos que complementen su trabajo”, cuenta Roxy, que con genuina modestia, prefiere hablar de las hormigas o de sus alumnos antes que de ella.
“Cuando tenía 7 años me compré mi primer terrario. La diversión consistía en recrear un hormiguero y poder espiar las hormigas en la intimidad. Quería saber qué es lo que hacían cuando se les acababa el caminito y entraban en su mundo subterráneo. La experiencia fracasaba una y otra vez. Las hormigas morían a las dos o tres semanas: ese es su ciclo de vida. Necesitaban una reina para que la colonia creciera. Ahora todo es más sencillo. Existen criadores de hormigas que venden colonias consolidadas con sus respectivas reinas junto con hormigueros, a precios disparatados, que simulan su hábitat natural.
Veinte años después decidí repetir la experiencia. Entré a internet y seguí las instrucciones para armar un terrario casero. El primer paso fue agarrar dos tarros de distinto tamaño y meter uno dentro del otro para que quedara una pared fina de tierra entre ambos frascos. Le puse la tapa y con un alfiler hice unos agujeritos para que entrara oxígeno. Fui al parque, junté hormigas y tres semanas después, solo cuatro de ellas seguían con vida. Tal vez, la reina no era tal o quizás no se sintió a gusto en mi terrario. La experiencia voyeurista volvió a fallar”.
Roxy fue armando el laboratorio a pulmón junto con sus colegas. Trabajan ahí desde 1994 y de a poco fueron llevando sillas, monitores, computadoras, ventiladores, ente otras cosas. “Nuestro laboratorio es un caso extremadamente particular, ya que no está situado dentro de los pabellones de Ciudad Universitaria como todos los demás, sino que se encuentra en el Campo Experimental. Este es un predio verde donde muchos investigadores de la facultad realizamos experimentos. Cuando arrancamos era una construcción poco habitable. Recuerdo que al principio tenía que ir los fines de semana para limpiar todas las instalaciones”. En ese entonces no había gente que criara hormigas y esto también fue una traba: “No había nadie que me mostrara cómo criar hormigas, así que tuve que aprender sola a capturar nidos y ver cómo criarlos en el laboratorio. Pero poco a poco todo empezó a encaminarse. Obviamente, quiero a este lugar y forma parte de mi vida desde entonces”.
Detrás de Roxy, entre todos los frascos sin tapa de las estanterías, se distingue uno que sí tiene. “Ahí hay cucarachas vivas. Se las damos a las hormigas para que se alimenten, cortadas en pedazos”, dice Roxy ante la mirada de curiosidad. “Vení, acaricialas. Son tranquilas, casi no se mueven. No tienen nada que ver con las que vemos en la calle, esas sí son feas”.
Quizá lo que separa el universo de Roxy con el del resto de los mortales sea el amor con el que se puede acariciar una cucaracha. Quien meta la mano en ese frasco encontrará una masa de bichitos marrones perezosos, amontonados uno arriba del otro, con aroma a cartón mojado, entre húmedo y podrido. “Vení, acaricialas. Estas son divinas”.
Junté valor y lo hice. Metí la mano en esa masa oscura, movediza. Elegí una de tamaño moderado, la apoyé en mi mano y la acaricié con el pulgar. De su parte, no recibí respuesta, pero pude conservar la calma como para mirar a Roxy a los ojos y mentirle sin pestañear. “Tenés razón, no son tan feas”.
Dentro de un sombrero de mimbre abandonado en alguna parte del desierto de Nuevo México celebraban Hopper y su grupo de saltamontes. Había suficiente comida y bebida para pasar un invierno lleno de excesos, explotando otros insectos y sin necesidad de exigirles a las hormigas que juntaran más semillas. Todos querían quedarse en la comodidad del desierto durante meses, excepto Hopper, quien enfureció. Se acercó al bar y sacó un grano del dispenser.
–Simulemos que esta es una hormiga chiquitita. Si te golpea, ¿duele?
Borrachos y soberbios, se burlaban de la insignificancia de una hormiga, hasta que Hopper sacó la tapa. Un aluvión de granos y semillas aplastó a los tres saltamontes que reían en la barra.
–Si una hormiga se rebela contra nosotros, les aseguro que todas lo harán. Esas hormigas ridículas nos superan en número de 100 a 1. Si llegaran a averiguarlo, adiós a nuestro estilo de vida. No tenemos que volver por la comida, tenemos que volver para mantenerlas alineadas.
La escena pertenece a la película Bichos, una aventura en miniatura. Un guiño a la lógica marxista que muestra el poder potencial de los obreros sobre los dueños del capital.
En la tierra se estima que hay entre 10.000 y 15.000 tipos de hormigas. Se han encontrado restos fósiles que datan de hace 150 millones de años. Se calcula que hoy representan un 14% de la biomasa terrestre, con 168.000 individuos por cada ser humano que habita en el planeta. Edward O. Wilson –“el hombre hormiga”– es considerado el mayor especialista del mundo en el estudio de estos insectos. En la actualidad, es profesor honorario y conservador del Museo de Zoología Comparada en Harvard. Estima que todas las hormigas pesan más que todos los animales africanos y las ballenas juntas y realza la importancia de los insectos en la tierra: “Hay cerca de 1,2 millones de especies de invertebrados. Si los seres humanos desaparecieran mañana, el mundo continuaría, pero si desaparecieran los invertebrados, dudo que la especie humana durara más de dos o tres meses”.
Roxy comulga con esta idea. Si bien entiende que este es un escenario “hipotético y extremo”, explica la importancia de los insectos para las personas y para el planeta: “Los invertebrados, en general, se han adaptado a un sinnúmero de ecosistemas y ambientes, además de cumplir muchas y variadas funciones en cualquier ecosistema. Forman parte de cadenas alimentarias, intervienen en los ciclos de la materia, en la formación de suelos, en la polinización, entre muchas otras funciones. La polinización, en particular, no solo implica la reproducción de gran parte de los vegetales, sino también es imprescindible para la producción de alimentos”. Agrega que en la actualidad hay más conciencia del papel fundamental de los invertebrados, como, por ejemplo, el de las abejas: “Son frecuentes las notas sobre los problemas que hubo con la desaparición de colmenas. Ese tipo de información de gran llegada al público genera una toma de conciencia. En el caso de otros insectos, probablemente sea menor la importancia que la gente pueda darles. Respecto de las hormigas –que es mi modelo de estudio–, no sé si es tan conocida, por ejemplo, su gran capacidad de modificar el suelo donde anidan, tanto en ambientes disturbados como naturales. Mejoran la aireación y la infiltración al mover enormes cantidades de tierra al construir sus nidos”.
Más de 100 años pasaron del desembarco. Europa perdió una batalla que libró durante un siglo sin tener la más mínima oportunidad de ganar. El ejército invasor utilizó su arma letal: el practicismo. Miles de reinas tocaron tierra, deseosas de aparearse con los machos que conocieron en el viaje, y los obreros llegaron dispuestos a hacer y deshacer según lo impusieran las circunstancias. Las especies nativas chocaron contra otra superior. El desenlace llegó a los medios de comunicación de todo el mundo. El 1 de mayo de 2002 el diario El País de Madrid tituló: “Las hormigas argentinas firman la paz en Europa”. El autor del artículo se maravillaba por un descubrimiento reciente: si bien las obreras de diferentes colonias en la Argentina son muy agresivas, incluso con las de su propia especie, cuando llegaron a Europa se unieron y formaron supercolonias, como la que va desde el litoral genovés hasta Galicia. ¿Por qué? No se sabe. Lo curioso es que hay solo una colonia de hormiga argentina que no respeta esta regla de hospitalidad entre exiliadas: las que pertenecen a la supercolonia catalana. ¿Cualquier imitación de la realidad es mera coincidencia?
Luces y sombras en el hormiguero
Las hormigas en nuestra cultura son un ejemplo de lucha y trabajo. “Ve, mira la hormiga, perezoso, observa sus caminos, y sé sabio”, dice el Libro de los proverbios del Viejo Testamento. Esopo, fabulista de la Antigua Grecia, también destaca su trabajo en “La cigarra y la hormiga” y el Corán las honra con el capítulo “Sura de las hormigas”.
En el campo argentino, los gauchos predicen el clima en base a su comportamiento. Si hay movimientos de tierra en el hormiguero o están cargando hojas de hasta 10 veces su tamaño, significa que se viene la lluvia y necesitan protegerse. Cuando se acerca una ola de frío llevan cereales para que fermenten dentro del nido, suba la temperatura y, además, crezcan los hongos que ellas comen. En cambio, si están próximas a los primeros días de verano, suelen construir nuevos túneles que alcancen la superficie para lograr una óptima ventilación.
Si bien son dignas de admiración, no todas las referencias son positivas. En la película Cuando ruge la marabunta, dirigida por Byron Haskin, de 1954, son representadas como una ola asesina que arrasa con los pobladores y las cosechas: los aborígenes que trabajan las tierras intentan frenarlas a palazos o con armas rudimentarias hechas con hoja del palma, pero solo consiguen detenerlas cuando un hombre blanco, terrateniente, decide combatirlas con fuego. Marabunta se llama a una legión de hormigas guerreras. Hay cerca de 200 especies de este tipo. Una marabunta puede llegar a tener dos millones de soldados, ocupar 20 metros de ancho y 200 metros de largo. Son imparables. Para cruzar un río arman balsas entrecruzando sus cuerpos y colocan a la reina en el centro de la masa. Cuando están activas devoran cerca de 100.000 presas por día y avanzan escoltadas por cientos de pájaros que se alimentan de los insectos que logran evadirlas.
El entomólogo Justin O. Schmidt desarrolló el índice Schmidt para determinar el dolor que produce una picadura. El investigador norteamericano asegura que fue picado por la mayoría de las especies de insectos y, en base a su experiencia, les pone un puntaje que va del 0 al 4. Según este gurú del dolor, la llamada hormiga Bala se lleva el puesto número uno. Se ganó el nombre por la similitud entre su picadura y un balazo. En la selva amazónica, la tribu Sateré-Mawé las usa como ritual de iniciación para los hombres que quieren convertirse en guerreros. Fabrican guantes con hojas y los llenan con estas hormigas. El futuro guerrero tiene que meter sus manos hasta 20 veces mientras baila al ritmo de los tambores.
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