19 riders argentinos sobre sus Harley-Davidson. Dos semanas. Casi cinco mil kilómetros. Desde Los Angeles hasta Las Vegas y más allá del corazón americano, la cacería de un mito que desaparece.
Por Federico Fahsbender, sobre un relato de Henry von Wartenberg.
Fotos: cortesía Henry von Wartenberg. www.henryvonwartenberg.com
8 de septiembre en Monument Valley, estado de Utah, casi en la frontera de Arizona, sobre la planicie del Colorado, el rojo es la única paleta, y quizá, la fe de que el rider es el último cowboy, acá, en el desierto, en el territorio sagrado de los Navajo, en la nada, se vuelve posible. Y no hay nada precisamente, excepto piedra caliza, monolitos gigantes, lagartijas que van a desaparecer. La última estación de servicio está demasiado atrás. Me subo a los estribos de mi Street Glide, mi máquina para este viaje, que es como una chica pin-up furiosa de 300 kilos, con 1600 centímentros cúbicos de cilindrada y cilindros en V. Te tiembla entre las piernas. Rinde 182 kilómetros por hora si se lo pido. Una buena Harley. A los estribos: foto, foto, foto, en la Route 66. Esto es lo que vine a buscar: el mito inmenso, y la inmensidad misma. Es algo épico, si le andás por encima.
Estoy con Los Piyus. Somos 19 esta vez. No sé si un motoclub. Un club de amigos, precisamente. Acá se entra por amistad. El grupo comenzó hace unos años, eran solo 6. El 80 por ciento de Zona Norte, ningún mantenido o nene bien. Algunos trabajan con el campo, otros tienen comercios, su empresa, su profesión. Nadie de más de 50 de edad, un par de solteros. Gente sin horarios, o sin nadie ante quien responder, salvo tu mujer, o los hijos que tengas. Así se anda mejor."Piyu" viene de la Peashooter, un viejo modelo de Harley de los años 20, que hacía una especie de tá-ta-tá-tá en su escape, como escupir arvejas, lo que "peashooter" significa. O de hacerse el pillo, básicamente. Un viaje anual lejos es obligatorio. Llevamos más de 60 mil kilómetros juntos. Unimos Ushuaia con La Quiaca hace un tiempo, en Harleys de los años 40. Motos vintage, clásicas, que es lo que me fascina. Tengo mi modesta colección, unas ocho, entre Harleys, Norton, Indian, Sunbeam, Douglas. Machu Picchu fue otro viaje. Esta vez, algunos querían México. Sonaba lindo, pero la logística era un caos. Después, alguien dijo Route 66.
El 3 de septiembre, llegamos a Los Angeles. "Travel light, travel happy": un par de remeras, un par de zapatillas viejas, el cepillo de dientes. No lleves más que eso. La Nikon y batería de lentes en mi caso. Ningún tipo de itinerario. Día de llegada, día de vuelta. Un alto en Las Vegas. Hoteles, alojamiento, eso no existe. Nada por anticipado. Lo que encuentres. Retiramos nuestras máquinas en Eagle Riders, un shop de Los Angeles, tras meses de reserva con anticipación, el único plan sensato en todo esto. No llevamos las nuestras. Otra vez, la logística hubiese sido un caos. Harleys únicamente. Algunos de los chicos también llevaron una Street Glide, otros, las Sporter 883, y las Fat Boy, esas que usó Schwarzenegger para Terminator 2. No hubo preámbulos. Encendido y ya. No les miento: 19 Harleys encendiendo motor todas juntas no es un hecho menor. Algo se te sube a la garganta. El primer tramo fue Palm Springs, en California. Autopistas de seis carriles, todo enorme, clásico planeamiento americano. De ahí, a buscar la ruta.
Ok, Route 66 "get your kicks…", y todo eso ya no existe, al menos en su forma original. El tramo que unía Chicago con Los Angeles, a través de Missouri, Oklahoma, Texas, New Mexico y Arizona sufrió modificaciones varias, demasiadas para contar, y a mediados de los 80 fue reemplazado por el Interstate Highway System, mucho más grande y monstruoso. Su mapa comenzó a morir, esos pueblitos de 20 casas sin otra excusa para existir que la ruta misma, sus diners y barcitos con jukeboxes, las reservas indias y todo ese mundo midwest construido a madera de gente que muere para el camino. El polvo se lo come. El Cañón del Colorado fue el primer stop, y es gigante. Todas esas postales no andan sin veracidad. Algunos de los chicos se subieron a un helicóptero, miradores varios. Ahí cualquiera es turista. El Death Valley, o Valle de la Muerte, es desierto puro, cosa de lagartos. Antes de entrar, paramos en un pueblito mínimo, con bar. Un tipo para nada amistoso nos dijo que esto era un museo, que "el que quiera bebidas tiene una máquinita afuera". No fue muy turístico que digamos. Pero lo compro: es la América profunda. No hay New York o Miami que sirva. Te creés el personaje. El Parque Nacional Yosemite, en California: ríos, árboles altísimos, las montañas de la Sierra Nevada. Bryce Canyon, en Utah: anfiteatros de piedras rojas rarísimas, de 300 metros de alto.
Decir que hago más de 8 mil kilómetros para subirme a una moto, recorrer casi 5 mil más y cumplir un sueño de rider es un cliché casi cómico, pero me fascina decirlo. Me subo desde los 11, cuando mi mamá tenía una Honda chiquita, algo inexplicable, y yo se la robaba. Nunca lo dejé. Es algo entre hermanos. Boni Lastra es uno, un tipo con una energía inagotable, curioso y compañero de ruta genial. No le importa un carajo lo físico, pero energía le sobra. Ezequiel Huergo es otro, chiquito, físico laburado, ingeniero y cerebro colectivo de todos nosotros. Es el calculista. Distancias, nafta. No podés ganarle en eso. Tiene razón. Más todavía con el gps Zumo, todos teníamos uno, para perdernos y reencontrarnos. Varios que saben de mecánica, de los que resuelven cualquier cosa con pinza y destornillador. Y la cuestión grupo era un tema; este era el viaje más grande que habíamos hecho. Todos somos distintos, pero ni un roce, lo cual era algo preocupante. Uno se tragó una banquina, y todos a poner hombro. Es así. Y es así para cualquier rider. Nos cruzamos con cientos. Es respeto puro, a menos que venga un Hell’s Angels y no le guste tu cara. Y pasó. Días antes de nuestro tramo por San Francisco, habían matado en una pelea a Mark Guardado, alias "Papa", el presidente de la filial de esa ciudad, bastante alto en el rango mundial, por una banda rival. A un par de los chicos los confundieron, hubo un par de apuradas. Pero nadie te niega una pinza en el camino. Desert Doctor es uno de ellos. Lo conocí antes de entrar a Monument Valley. Bill, Ted, George, no importa. Desert Doctor a secas. Era un mecánico ambulante, barba, tattoos, chaleco de cuero. Un rider de diccionario. Yo había volado el control de crucero de mi moto, lo que me permite controlar la velocidad y subirme al estribo para sacar fotos y no terminar despedazado en el asfalto en el intento. Buscó entre sus alforjas. Lo tenía, y me lo regaló. En Moenkopi, Arizona, conocimos un indio, que venía en su caballo, un alazán, bajo un calor insoportable. No tenía un auto, me dijo que no podía mantenerlo, que no le servía de nada en ese mundo. Me mostró cómo lo enlazaba. Los indios viven en reservas mínimas, a veces sin agua corriente, en un país donde creés que todos tienen cualquier tipo de comodidad. Oatman, también en Arizona, era un pueblo de 300 habitantes, veinte casas, la nada misma. Puestitos de souvenirs, a la espera de que pase alguien, cuando hace un siglo tuvo una de las minas de oro más productivas de Estados Unidos. Ya lo dije: es un mundo que muere. Y son los últimos de su especie. Tipos como Desert Doctor, muchos ex militares, ex marines retirados, o retirados de cualquier cosa, que se dejaron la barba y se dieron al camino. Mi hija Mía tiene 9. El día que quiera andar, no los va a encontrar. La tecnología y la evolución son demasiado para el desierto. Viene la generación del scooter, del plástico.
Las Vegas fue el punto intermedio del viaje, un round-trip Los Angeles-Los Angeles. Les juro: entrar en Las Vegas con mi Street Glide temblando entre las piernas, tras 700 kilómetros de desierto, fue genial. Así de corta, entre luces gigantes y la ciudad más trash que vi en mi vida. Ahí, a portarse como nenes. El Caesar’s Palace, el Bellagio, donde filmaron Ocean’s Eleven. Nos sentamos seis en una mesa de blackjack, la copamos. Cuando perdí como cien dólares, me cansé y me fui. Pero nunca fui de jugar mucho. Algunos se fueron con un par de billetes. Ah, también me compré unas botas texanas. No rinde andar por la 66 con zapatillas viejas. Hay que creerse el personaje también. Después de Las Vegas, casi perdemos a Pablo Cartasso, el Primo. Salimos rumbo a Big Pine, pueblo donde, se supone, íbamos a dormir, y él se había quedado atrás. En Big Pine no encontramos alojamiento, y fuimos al pueblo próximo. Le llevábamos cuatro horas de ventaja al Primo, y caímos en este pueblo. Elegimos un motel al azar, dejamos nuestras motos en la vereda. A la mañana siguiente, desayunando, lo vemos venir. Se había hospedado en el motelito de enfrente. Siempre decimos que un Piyu nunca se pierde, sólo se demora al llegar.
17 fue el último día, otra vez en Los Angeles, devolvimos nuestras Harleys en Eagle Riders. Nos habíamos acostumbrado a ser nómades. Estar a pie por Venice Beach no estuvo bueno, sinceramente. No sirve ser peatón.
LA NACION