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Cursos de verano e invierno, materias libres, fines de semanas y ratos libres dedicados puro y exclusivamente al estudio. Con ese antecedente, se recibió en tiempo récord de abogada -algo difícil de lograr en la Universidad de Buenos Aires-. Asistía a clases desde las 7.30 y hasta las 10 h. Luego entraba a trabajar hasta las 18 h. Salía de la oficina y cursaba nuevamente hasta las 23 h. “Los niveles de autoexigencia y perfeccionismo que manejaba eran altísimos, hasta el punto que muchas veces me angustiaba cuando las calificaciones eran menores a un ocho”, recuerda Valentina Payo (35).
A ese ritmo de vida, no tardaron en aparecer los síntomas que anunciaban que algo no estaba funcionando como debía. “La mayoría de las veces, la autoexigencia y el perfeccionismo son vistos como cualidades positivas de las personas. Sin embargo, no somos conscientes de todo el daño que pueden hacernos a nuestra salud cuando se transforman en algo obsesivo, como sucedió en mi caso”.
“Mis prioridades estaban puestas en el resto”
En realidad, a partir de los 18 años que había dejado Rauch para instalarse en la ciudad de Buenos Aires, ya había sentido el impacto del estrés en su cuerpo. Para Valentina se había vuelto algo normal estar resfriada, con tos, anginas o alergias de diferentes tipos. Luego empezaron los dolores de cabeza, de cervical, de hombros y espalda. “Fueron muchos años de muchísimo dolor físico. Todo ese malestar se fue transformando en angustia, depresión, ansiedad generalizada, inflamación abdominal, vértigo, vómitos, pérdida de la audición del oído izquierdo y del equilibrio y mucho más”.
Su infancia había sido feliz y pudo disfrutar de aquellas épocas con mucha libertad. Creció jugando en la calle, en la plaza del barrio y andando en bicicleta en un contexto en el que el teléfono celular, los dibujos animados o los dispositivos electrónicos no eran protagonistas. Desde temprana edad había soñado con ser abogada penalista. No había antecedentes en su familia de esa profesión hasta que su hermana y ella se embarcaron en la misma carrera.
“Cuando comencé la carrera de abogacía, lo único que pensaba era en recibirme, en que mis padres se sintieran orgullosos y en conseguir un trabajo que me permitiera tener un buen pasar. Vivía en conexión con el mundo material, me encontraba en estado de carencia, queja e insatisfacción. Era infeliz pese a que materialmente no me faltaba nada. Mis pensamientos eran muy rígidos, y detrás de todas mis decisiones intentaba satisfacer mandatos familiares, incluso de manera inconsciente. Quería demostrar que podía con todo. Mis prioridades siempre estaban puestas en el resto, en satisfacer expectativas que no tenían que ver conmigo. El deseo por agradar y por mostrarme suficiente escondía una baja autoestima que dependía de la validación del resto”.
“Fui adicta a las pastillas más fuertes que existen”
Ese estado de dolor físico e insatisfacción personal se fueron transformando en angustia, depresión y ansiedad generalizada. Fueron muchos años de consultar médicos de todas las especialidades. “Fui adicta a las pastillas más fuertes que existen: Tramadol, benzodiacepinas, metadona, etc. Llegó un momento en que el dolor era tan pero tan fuerte que tenía que darme inyecciones de betabloqueantes casi todos los días para poder ir a trabajar y cumplir con todas mis obligaciones. En mi mochila abundaban los blíster de analgésicos de todo tipo, llegaba a tomarme más de seis pastillas por día. Recurrí muchas veces al alcohol o a las drogas para poder opacar por un rato tanto dolor y me despertaba todos los días con la esperanza de que esa jornada doliera menos”.
En ese contexto, hubo dos momentos que fueron un punto de inflexión. En primer lugar, a los 21 años, cuando de un momento para otro, perdió la audición del oído izquierdo. Dejó de escuchar por completo, vivía con la sensación de tener el oído tapado, con acúfenos que eran insoportables, era como tener encendida una radio las 24 horas del día. “El pitido interfería en mi trabajo, en el sueño y en mi vida diaria, sumado a la desesperación de no escuchar a escasos centímetros de distancia”. Eso la desequilibró por completo. Zigzagueaba y vomitaba en las veredas como consecuencia de la pérdida de equilibrio y el vértigo.
En segundo lugar, luego de tres años de terapia, la psicóloga con la que entonces se atendía le dijo que la iba a derivar con un psiquiatra. “Yo no estuve de acuerdo y decidí terminar el tratamiento. No tengo nada en contra de los psiquiatras, pero ya me habían medicado con tantos analgésicos y me había automedicado tantos años que a partir de ahí, decidí dejar cualquier tipo de medicación, independientemente de que tan fuerte fuera el dolor”. También dejó de utilizar el cuello ortopédico y las bandas que le sostenían los hombros para mantener una postura erguida.
Tomar las riendas de la propia vida
Lo más duro de esa época según recuerda era no poder llevar una vida normal. No podía ir al gimnasio, le costaba mucho trabajar, ir a la facultad y estudiar. Lo único que quería era dormir y dejar de sentir dolor, al menos por un rato. “Recuerdo también la frustración de no poder. Pese a intentarlo con la ayuda de profesionales, no encontraba una solución a mis dolores. La realidad es que hasta ese entonces, la solución siempre la busqué afuera y el verdadero cambio empezó a suceder cuando empecé a mirar hacia adentro, hacia ese lugarcito donde nadie más que yo podía acceder. Aparecieron preguntas como ¿quién soy?, ¿cuál es mi misión en esta vida?, ¿qué debo aprender de todo esto?”.
Decidió cambiar de postura, de dejar de victimizarse y hacerse responsable de lo que le pasaba. Partió de la premisa de que estaba sana y tomó las riendas de su vida. Comenzó a trabajar en su cuerpo físico de manera autodidacta, leyendo libros, y poniendo en práctica aquello que le resonaba. Pasó de no poder hacer ejercicio físico ni levantar peso a comprometerse, progresivamente, con clases de acrobacia en tela, poledance, yoga y crossfit.
Cocinar, una forma de meditar activamente
También cambió su alimentación. Paradójicamente, descubrió una forma de meditación activa: cocinar era lo único que en ese momento frenaba su cabeza. “Mis años anteriores habían estado cargados de pensamientos negativos, relaciones tóxicas, niveles de estrés muy elevado y una ansiedad galopante que me hacia vivir en constante estado de alerta. La falta de consciencia era tan grande que no era consciente de que estaba llevando mi cuerpo al límite”.
La cocina le entusiasmaba tanto que entró en crisis con su profesión de abogada y quiso dar un vuelco en su vida. Se embarcó en un viaje para aprender un oficio completamente desconocido para ella. En el año 2018 se fue a España. Como no tenía la ciudadanía, se inscribió para hacer máster de Derecho Penal, que finalizó en la Universidad Autónoma de Madrid. Fue su puerta de entrada para concretar otros de sus sueños: vivir en el extranjero y dedicarse a la cocina.
En Madrid empezó con un emprendimiento de viandas saludables con una compañera de la facultad. Hizo catering de comida saludable para eventos, trabajó en la cocina de varios restaurantes españoles y de alimentación saludable; limpió baños, fue camarera y encargada de restaurante.
“En Madrid me rompí”
Fueron dos años intensos, atravesados por la incertidumbre, la soledad, el miedo. “Tuve que hacerme amiga de la incomodidad, salir de esa comodidad en la que vivía sola en mi casa y con un muy buen sueldo y vacaciones. En España pasé a vivir en una casa compartida, en alguna oportunidad con muchas personas; a tener un sueldo con el que me alcanzaba para vivir sin mayores gustos, a no tener fines de semana porque trabajaba y sentir la falta y contención de mi familia y de mis amigos”.
Valentina pasó la pandemia en España. En ese contexto, se quedó sin trabajo, se separó de su novio y se mudó tres veces. Cuando finalizó la cuarentena las condiciones laborales eran pésimas. Trabajaba de lunes a lunes y tenía dos trabajos. Pero eso no alcanzaba. “El trabajo me demandaba gran esfuerzo físico, bajé mucho de peso y llegó un día que apenas podía caminar del cansancio. Me vi de vuelta inmersa en una situación en la que no era feliz. Todos mis sueños, proyectos y expectativas se habían venido abajo en los últimos meses. En Madrid me rompí”.
Volver a los afectos y al dolor
Regresó a la Argentina, Quería estar cerca de la familia, de sus amigos y su antiguo trabajo. Pero la rueda volvió a girar y, a los pocos meses, el cigarrillo comenzó a tapar las emociones que no podía poner en palabras. “Un día me vi al espejo y no me reconocí, no me gustaba en lo que me estaba convirtiendo. Estaba tapando con comida y tabaco todo el sufrimiento que llevaba conmigo, todo lo que no había podido procesar de esos dos años tan intensos, todo lo que me había callado. Otra vez, para encajar, por no sentirme suficiente o merecedora de otro destino”.
Paralelamente, había comenzado a estudiar todas aquellas terapias holísticas que tanto le habían servido: Reiki, registros Akáshicos, Flores de Bach. Asimismo, inició la carrera de Naturópata Higienista en el Instituto de Higiene Vital de Madrid. Obtuvo los títulos intermedios de Experta en Nutrición Natural Holística y Experta en Nutrición Emocional y Consiente.
De repente su vida se vio atravesada por esa formación. “Fue entonces que comprendió la maravillosa conexión que habita entre el cuerpo físico, la mente y las emociones. Entendí que si alguno de ellos está en desarmonía necesariamente los otros dos se ven afectados. Entonces perdí el miedo que durante tantos años tuve: que el dolor reapareciera. La desintoxicación holística se convirtió en una herramienta que me permitió conectar con el cuerpo desde otro lugar, desde lo más profundo de mi ser; la alimentación natural y la correcta combinación de alimentos como un estilo de vida. El trabajo del cuerpo físico como la antesala de un cuerpo mental y emocionalmente sano”.
Actualmente Valentina se encuentra en India haciendo el profesorado de yoga (Yoga Teacher Training Course) en Kerala. Nuevamente está cumpliendo otro sueño que vibraba en su interior desde hace más de diez años. Sigue trabajando y haciéndose de herramientas de crecimiento personal que le recuerdan que siempre puede volver a su interior, y que la mantienen en conexión con el propósito de su espíritu.
Esta experiencia personal es el cimiento de “Healthy Lovers”, un espacio virtual que nació en 2017 y que es el fiel reflejo del proceso de transformación que atravesó todos estos años. Allí brinda diversas herramientas, que en lo personal le han servido, para que las personas puedan equilibrar su cuerpo físico, emocional y mental, y descubrir todo aquello que puede estar interfiriendo en su bienestar y felicidad.
“La vida me siguió poniendo obstáculos y desafíos. Y no puedo decir que luego de haber superado todos ellos encontré la iluminación o la eterna felicidad. Después de ese largo camino no llegué a ningún lugar mágico, ni mi vida se convirtió en cuento de hadas, quizás eso sea parte o no de mi destino en esta vida. No hay un ideal, no hay una forma de llevarlo acabo, el escenario va cambiando y no hay un lugar seguro a donde llegar, hay una vida para gozarla en movimiento”.
Reconoce que el dolor fue parte de su camino hacia el aprendizaje. “Todo lo que nos pasa es una oportunidad para deconstruirnos, para romper patrones, para sanar. Eso no quiere decir que a veces no sea doloroso, pero es ahí donde se crece, donde está la posibilidad de cambio y de desarrollar la capacidad de adaptación a la vida. Vivimos en piloto automático, completamente desconectados y no tomamos consciencia de cómo la frustración en la que permanentemente vivimos nos lleva a la angustia, a la depresión, a estar en un escenario en el cual no podemos conectar verdaderamente con nuestro interior. Y es justo allí donde anidan todas las certezas”.
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