Pollitos de huevos verdes
Entre todas mis amigas, hay sólo una que lleva una vida bastante estable. Hace unos meses fui a cenar a su casa y sucedió algo que aún hoy me desconcierta
A veces me da la impresión de que todas mis amigas están un poco locas. Supongo que eso debe decir algo de mí también, pero no sé exactamente qué. A una de las que más quiero no se le ocurrió mejor idea que empezar a practicar boxeo el día después de que cumplió cuarenta y cinco. Semanas más tarde no cabía en sí de la alegría. "Es el mejor deporte que he hecho en mi vida", dijo, jadeando, mientras lanzaba un uppercut a la bolsa de boxeo que había colgado en su cuarto. Al principio entrenaba dos veces por semana, luego tres y, por último, todos los días. A los pocos meses, ya subía al ring a pelear con chicas veinte años más jóvenes que ella. No transcurrió mucho tiempo antes de que se fracturara la muñeca y la cabeza del húmero en una pelea. Me mandó un mensajito desde el hospital: "Ponsi... ¡novedades! Hoy no fue un buen día: estoy con collarín, cabestrillo, calmantes, inutilizada del brazo izquierdo y aporreada por todos lados. Mañana me operan".
Otra de mis amigas está perdidamente enamorada de Daniel Barenboim. Aunque no lo conoce, sueña con él todas las noches y planifica viajes a las ciudades donde él se presenta como pianista o director de orquesta. "¿Qué vestido te pondrás cuando me case?", me preguntó la última vez que la vi. "Uno de color verde limón", le contesté, y enseguida cambié de tema.
Entre todas mis amigas, hay sólo una que lleva una vida bastante estable. Hace quince años que está felizmente casada con el mismo señor, cocina riquísimo, es una madre ejemplar, y nada de eso le impide ser alegre y ocurrente. Acudo a ella cada vez que necesito algún consejo, porque, aunque apenas me lleva un par de años, siento que es mucho más sensata y madura que yo. Sin embargo, hace unos meses fui a cenar a su casa y sucedió algo que aún hoy me desconcierta.
Julia había puesto sobre la mesa una bandeja con tostadas, trocitos de queso, aceitunas y jamón crudo. Yo estiré el brazo para agarrar un quesito, pero no llegué a hacerlo porque, de pronto, haciendo pío-pío llegó revoloteando un pollito negro que se posó directamente sobre el jamón y, de lo más contento, empezó a picotear la picada.
Julia –que vive en un PH en San Telmo– me explicó que lo había comprado con la esperanza de que se convirtiera en gallina ponedora. "Es de las que ponen huevos verdes," me explicó. Yo, que no tengo nada en contra de los pollitos ni de los huevos, le pregunté si no podía sacarlo de arriba de la mesa porque ya había picoteado hasta las aceitunas y me impresionaba un poco pensar que en cualquier momento haría caquita sobre el roquefort.
–¡Claro! –dijo Julia. –¡Ya vas a ver qué rápido se duerme!
Agarró al pollo, lo metió en una caja de zapatos e inmediatamente le preguntó a su marido si sabía dónde estaba Superman.
–¿Superman? –me sorprendí.
–Aquí está –dijo él, mientras sacaba del bolsillo de su pantalón un pequeño muñeco de plástico azul con capa roja.
En la caja, el pollo piaba desconsoladamente, pero en cuanto Julia acostó a Superman a su lado, hizo silencio y, hecho un ovillito, se quedó dormido.
–¿Se duerme cuando le pones el Superman? –pregunté.
Julia me miró como si yo fuera una ignorante. Sin responderme, levantó la bandeja con la picadita, fue a la cocina, y regresó trayendo una pizza casera. No volvimos a hablar del pollito en toda la noche hasta que, justo cuando estaba por irme, Julia me hizo señas de que la siguiera.
–Mirá –dijo, inclinada sobre la caja. –¿Ves cómo las alas se le ponen coloradas y se le juntan como una capa?
Salí de ahí pensando en los buenos consejos que siempre me daba Julia. ¿Tendría que dejar de pedírselos? Probablemente, no. Probablemente, todos tengamos nuestros propios pollitos de huevos verdes o, incluso, muñecos voladores escondidos en el bolsillo de algún pantalón.