Polacos: antes y después de la guerra
Entre los inmigrantes europeos que llegaron a la Argentina, los polacos ocupan el tercer lugar, con una cifra superior a los 300 mil. Muchos de ellos vinieron buscando lo que su país, arrasado por los conflictos bélicos, no ofrecía: paz. Estas son algunas de aquellas historias
Setenta años después, ella todavía lo recuerda: en los baúles que cruzaron el mar vino lo poco que trajeron –la ropa, los zapatos–, pero nunca vino su muñeca.
–Marysia. Mi Marysia.
Teófila Chuchla Kaluzyñski nació el 26 de abril de 1928 en una pequeña aldea polaca, Blazowa, hija de Anna y de Józef, un hombre que cuando ella tenía un año emigró a la Argentina para probar suerte. En la Galitzia polaca, la región donde la familia vivía del cultivo y el ganado, las tierras eran escasas. La Argentina era un país exótico y lejano, pero prometía hectáreas fértiles para los que estuvieran dispuestos a trabajar. En 1897, cientos de polacos habían llegado al país para instalarse en Apóstoles –Misiones– y después de la Primera Guerra Mundial otros, igual de empecinados, fundaron en esa provincia las colonias de Wanda y Polana. Los demás llegarían después de la Segunda Guerra, en un último desembarco que terminó en 1950. Es que Polonia, país que tuvo la primera Constitución escrita de Europa (en 1793), nunca fue tierra tranquila, y la emigración ya era una costumbre arraigada, a tal punto que se calcula que doce millones de polacos viven fuera de sus fronteras. En 1772 sus tierras se repartieron entre Prusia, Rusia y Austria, y ya no volvió a ser Estado independiente hasta finalizada la Primera Guerra. Pero la bonanza duró poco. En 1939 Hitler invadió el país, menos de un mes después lo hizo Rusia, y hasta el fin de la Segunda Guerra (aun con tentativas de liberación, como la formación de un ejército polaco en el extranjero que apoyaba a los Aliados y el Levantamiento de Varsovia, un intento de la resistencia polaca por recuperar la ciudad capital, del que se cumplieron 60 años en 2004), Polonia fue tierra de otros. La Segunda Guerra dejó seis millones de muertos –la mitad de ellos judíos– y los guetos y Auschwitz inscribieron al país en las páginas más oscuras de la historia y dejaron, hasta hoy, un tendal de acusaciones cruzadas entre polacos judíos y polacos católicos; "delatores, colaboracionistas", dicen unos; "nosotros también sufrimos", arguyen los otros.
Terminada la guerra, el país quedó bajo la égida comunista. Recién en 1990 Lech Walesa, el líder del sindicato Solidaridad, fue elegido presidente por voto popular y en 2004 se incorporó a la Unión Europea, con cuarenta millones de habitantes en su territorio.
Pero en 1929, cuando el padre de Teófila vino a la Argentina, nada de eso había sucedido, y lo único que ese hombre llamado Józef quería era ganar dinero y volver a Polonia con ahorros.
–Había una publicidad que decía que en la Argentina había campos y que si se trabajaba se podía progresar –recuerda Teófila–. La publicidad ésa la hacían los judíos que eran dueños de comercios importantes. Papá era muy buen carpintero, pero en la Argentina lo agarró la crisis del 30, y tuvo que empezar a trabajar en la cosecha.
Cosechó maíz, trigo y papa en la provincia de Buenos Aires. Mientras tanto, pasaban los años y enviaba cartas a Polonia, a esa mujer cuyo rostro empezaba a desdibujarse, y a esa hija, que apenas conocía.
–En Polonia nosotras vivíamos a dos cuadras de un río precioso. Cuando venía del deshielo salían las prímulas, íbamos a casa de mi abuela, cruzando el bosque, juntando flores. Cada año le mejorábamos el nidito a la cigüeña. Pero yo quería ver a mi papá.
De modo que en 1936, cuando su madre, Anna, le anunció que se iban a la Argentina, Teófila ya no pensó en los primos ni en la casa que no vería nunca más: pensó en su padre.
–Yo tenía 9 años. Cuando subimos al barco mamá lloraba y yo pensaba por qué llora, si vamos con papá. Ella se llevó su bolsita con tierra para que la enterraran con su tierra en los zapatos. Murió a los 96 años, con su tierra.
Cuando llegaron a Buenos Aires, Teófila no cabía en sí de la alegría. Allí, en el puerto oscuro y tan de noche, estaba esperando Józef, ese desconocido que era su padre.
–Y nos llevó a la pieza que había alquilado a una familia de turcos en Lavalle y Pueyrredón. La ciudad era tan linda, tan limpia. En la calle French había baños públicos, y una vez por semana íbamos los tres a darnos baños en la bañera. Pero, claro, a veces la convivencia entre mamá y papá no era fácil. Ella había pasado siete años sola y acá volvía a estar bajo la dependencia de un hombre.
Teófila se hizo adolescente, después adulta, y conoció al que sería su marido, Enrique Kaluzyñski, un polaco que había llegado al país como polizón después de haber sido prisionero de los alemanes, primero, y de los rusos, después. Pero aún hoy, después de tanta vida, Teófila no puede olvidar a su Marysia.
–Era una muñeca que me había hecho mamá. Nos estábamos por venir a la Argentina, y escucho a una amiga de mi mamá que le pregunta: "¿No me vendés la muñeca de tu hija?". La mañana en que nos fuimos de casa busqué mi Marysia, y no la encontré. Y me dijo mi mamá: "La puse en el baúl". Llegamos a la Argentina, empezamos a sacar cosas y mi muñeca no estaba. Me puse a llorar. Mi papá dice: "Pero qué le pasa". Y digo: "Mi Marysia, mi muñeca, no está". Mi mamá se la había dado a la amiga.
En la penumbra de su departamento de Belgrano la voz de esta mujer de casi ochenta padece por la niña que fue: sin casa, sin abuela, sin campo de Polonia y sin muñeca.
–Mi mamá me dijo: "Bueno, después de todo, te voy a hacer otra acá". Y yo le dije: "No, yo quiero a mi Marysia". Al otro día mi papá me compró una Marilú.
Pero nunca fue lo mismo y hasta ahora el recuerdo le clava las garras, cada tanto.
Ese raro país donde todos hablan polaco
Teófila Chuchla es presidenta de la Asociación El Hogar Polaco (Ognisko Polskie; Gorriti 3972, 4862-9993, viernes, desde las 17), una asociación independiente que tiene cariz cultural, y una de las pocas que no está federada dentro de la Unión de los Polacos, que agrupa a varias instituciones y en cuyo edificio funcionan también un grupo de ex combatientes, uno de graduados universitarios, un ballet típico, un periódico en lengua polaca (La Voz de Polonia, que se publica desde 1922), un restaurante de comida polaca y una biblioteca. Allí, en la biblioteca, trabaja Irene Nawrot, que llegó al país el 17 de octubre de 1948.
–Partimos de Southampton, Inglaterra, y llegamos aquí dos semanas después, el 17 de octubre. Pero como era el Día de la Lealtad, y luego fin de semana, no pudimos descender del barco hasta el día 20.
El 3 de septiembre de 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, ella tenía 13 años. Se despidió de su padre, un militar de carrera que marchó al frente, y quedó sola con su madre y una hermana, hasta que después del Levantamiento de Varsovia (desde el 1° de agosto hasta el 2 de octubre de 1944, cuando la resistencia polaca intentó liberar, infructuosamente, la ciudad del dominio nazi) los alemanes evacuaron a todos los sobrevivientes.
–Nos llevamos lo que podíamos cargar. Pero a esa edad... éramos conscientes de lo terrible que era esto para Polonia, pero también teníamos un espíritu de aventura.
Vagaron por Polonia y después emprendieron un viaje hasta Italia, para reencontrarse con su padre que estaba allí como parte del ejército polaco que, desde el extranjero, se había reorganizado y apoyaba a los aliados contra Alemania.
–De allí pasamos a Inglaterra, y de allí a la Argentina. Vine con mi madre, mi hermana y mi marido, a quien había conocido en Inglaterra. Buenos Aires tenía fama de tener mucha prostitución, pero no exigían venir con dinero. Canadá pedía dinero y la Argentina no, y nosotros no teníamos un centavo.
El marido de Irene murió en 1973, golpeado por los fantasmas de la guerra, y ella quedó sola, trabajando durante 26 años en una fundición de Villa Martelli que quebró y la dejó sin empleo.
–Volví cinco veces a Polonia. La primera vez, después de treinta y tres años. Cuando a un amigo le preguntaron qué había sentido al volver a Polonia dijo: "Sentí que estaba en un país desconocido, donde todo el mundo hablaba polaco". Yo sentí lo mismo.
Los amigos de Gombrowicz
Cuando estalló la Segunda Guerra, el médico patólogo Leonardo Wanke, hoy de 95 años, quiso salir de Polonia para unirse al ejército polaco que se reorganizaba en Francia.
–Hasta hoy escucho la voz de mi madre cuando le dije que me iba. Me dijo: "No, no te vayas". Y nunca más la volví a ver.
El hombre que debía llevarlo a Francia lo entregó a los rusos, que lo enviaron a los campos de trabajo forzado en Siberia, donde hacía 60 grados bajo cero. Recién en 1941, cuando Hitler atacó Moscú y los rusos mutaron en enemigos de los alemanes, Leonardo fue liberado. "Leonardo Wanke, hijo de Leonardo –reza la cédula de libre circulación que le dieron el 19 de septiembre de 1941–, nacido en 1912 en la ciudad de Lvow, de acuerdo con la disposición del Soviet Supremo de la URSS goza de la amnistía como ciudadano polaco y tiene derecho a vivir libremente en el territorio de la Unión Soviética, con excepción de las áreas prohibidas." Cuando lo soltaron, pesaba 36 kilos: atravesó Europa, llegó a Persia y de allí pasó a Irak, siempre como médico entre fuerzas aliadas, y conoció a una mujer llamada María, con la que decidió casarse y con la que vendría a la Argentina.
–Ella murió hace doce años –dice Leonardo, que hace diez se casó en segundas nupcias con otra María, esta vez Swieczewska, también viuda, también polaca.
–Yo nací en Lodz –dice María Swieczewska–, pero me fui a Francia, donde estudié licenciatura en química industrial y biológica.
María pasó casi toda la guerra fuera de Polonia, aunque había conocido a quien sería su primer marido, Karol, en su país de origen. Varios encuentros y desencuentros más tarde, María y Karol se reencontraron en París, después de la guerra, donde se casaron.
–Mi beca de estudio en Francia se acababa y a Polonia no se podía volver. Las posibilidades eran Australia, que era demasiado lejos; Venezuela, que no era atractivo, y la Argentina, que era más simpático. Llegamos en diciembre de 1948. Todo era esplendor, árboles en flor, calor. Yo decía esto es una bendición de Dios, esto es El Dorado. La leche caía de las botellas y uno podía comprar tanto pan como quisiera. Y los pollos asados y la comida en la basura... Me parecía todo tan pecaminoso: cómo puede ser, decía yo. Era casi como una tierra santa. Libertad y sol y calor, y abundancia.
Tres semanas más tarde les dijeron que tenían que irse del Hotel de Inmigrantes y el hechizo empezó a resquebrajarse. María y Karol encontraron un pequeño local en alquiler en San Isidro y allá fueron.
–No teníamos nada; entonces armamos modulares. Sillón, banquito, mesa.. Todos cajones que decían Río Negro, Río Negro, Río Negro.
Si los primeros colonos llegados al país desde Polonia habían sido trabajadores de la tierra, los inmigrantes de posguerra eran ingenieros, técnicos y licenciados de buenas instituciones europeas, con conocimientos de vanguardia. María recordó que en la universidad se hacía hincapié en que aquél sería el siglo del plástico, y compró una máquina modesta con la que empezó hacer moldes, collares, camafeos, anillos. Las cosas empezaron a ir bien.
–Me hice vendedora de plástico. Salía a vender en bicicleta; después, en Siambretta. Vino mi mamá de Polonia, vinieron los hijos. Pero mi esposo se deterioró mucho. El estaba golpeado por la guerra. Era un gran humanista, amigo de Witold Gombrowicz.
Gombrowicz, el escritor polaco autor de Ferdydurke, era asiduo visitante de la casa de María. Allí dio algunos cursos de filosofía para escritores y señoras del barrio, que acudían encantadas a ver al polaco tan excéntrico.
–En 1971 mi marido murió, y quedé sola con la pyme del plástico. Compré mi primera Estanciera y empecé a viajar buscando algo que me recordara a mi país: un bosque con nieve.
Y entonces, dice María, encontró Bariloche.
–No era igual, pero era parecido. Nada es igual a la tierra de uno.
Anysja y su recuerdo de la nieve
A Anysja Stankiewicz nadie nunca la llama por su nombre polaco. Todos le dicen Anita, quizás porque llegó tan de chica –dos años– desde una tierra que no recuerda. Polonia, su Polonia.
–Vinimos en el año 38, porque se venía la Segunda Guerra. La Primera había sido muy cruel, y mis padres no querían pasar por eso otra vez. Yo nací en Duvno, pero no recuerdo nada. Bueno, algo recuerdo: las manzanas, aquellas manzanas. Y la nieve. La nieve.
Es raro verlos ahí, tan parados en la foto: Anita y sus hermanos –Sofía, Bruno, Miguel, Andrés–, su madre, Luba; su padre y algunos tíos de gorros altos. Cosas como ésas suelen ser pasar en el celuloide, no en la vida real. Pero ahí están: familia en pleno, minutos antes de subir a un barco que los llevaría hasta el confín, pisando por última vez, y sin saberlo, aquella tierra.
–No me acuerdo del puerto, pero del barco sí. Pasamos por algún lugar donde los chicos se tiraban al agua a rescatar las monedas que les arrojaban del barco. Mamá era tan joven. Tenía 32 años. Y siempre llevaba sus collares.
Recién llegados a la Argentina, los Stankiewicz marcharon a General Pinedo, Chaco, a trabajar un campo que les había entregado el fisco. Durante todos esos años no hubo una sola noche en que el padre de Anita no los reuniera a todos para rezar, Biblia en mano. Y no hubo un solo día en que ese hombre no quisiera regresar a Polonia. Su Polonia.
–Se juntaban los vecinos polacos a festejar la cosecha, y lloraban. Cantaban y lloraban. Mis padres querían volver a Polonia. Pero mi papá, un día de 1946, se sintió mal, fueron a buscar a un médico y cuando llegó ya había muerto. Las últimas palabras fueron: "Qué difícil es vivir". Quedamos solitos; nos mudamos cerca de Resistencia. Mamá era partera, lavaba ropa. Yo aprendí corte y confección. Ella siempre quería volver a Polonia y lloraba mucho. Me decía que en Polonia estábamos bien, que no éramos pobres. Yo junté un dinero y me mudé a Buenos Aires, me hice peinadora. Me compré un departamentito para traer a mi mamá. Con toda la ilusión. Y ahí fue que la mataron.
Luba venía del Chaco y estaba en la estación de trenes de Santa Fe, esperando para hacer trasbordo, cuando alguien, por sacarle la cartera, la tiró a las vías.
–El tren le pasó por arriba. Yo tenía 23 años. Estábamos con mi hermana en Retiro y escuchamos una voz: "Los familiares de Lucba Stankiewciz que se presenten". Nos dijeron que teníamos que ir a Santa Fe porque había tenido un pequeño accidente. Nos dieron un cajón cerrado en el que se veía el rostro nomás.
Después del velatorio y el entierro, ella se compró una petaca de whisky y la tomó entera, pero fue peor: la vida seguía y la petaca no servía para olvidar. A los 29 años, después de un noviazgo muy sui generis, se casó con su novio de diez años, José Carlos Rizzo.
–El me pidió que nos casáramos, pero yo era muy independiente. Cuando me propuso matrimonio le dije que lo pensara: "Te doy un mes y pensalo, porque yo no quiero marido para un año; quiero un marido para toda la vida".
El dijo sí, y ella aceptó que él aceptara. Tuvieron dos hijos –César, Jesica–, se mudaron a Luis Guillón, y el mismo año en que su hija cumplía 15 años José Carlos falleció.
–Se enfermó. Fue terrible. Yo igual traté de que los chicos no me vieran llorar. Pero fue duro. Traté de estudiar, de hacer buenos peinados. Por ahí, si mi mamá vivía un año más, iba a Polonia. Pero no sé. Ya te digo. De allá no me acuerdo casi nada. Sólo de las manzanas. Y de la nieve. Ay, sí. De la nieve. Cuando me fui de luna de miel, llegamos a Bariloche y... la nieve. Yo tocaba la nieve y decía Dios mío, estoy en Polonia.
Estoy en Polonia, decía.
Placa
Apenas llegó, en el año 1948, a Hania Fuglewicz la Argentina le pareció un lugar horrible.
–Espantoso, sucio.
En el departamento donde vive hay fotos suyas y de su marido: una mujer bella, un hombre a lo James Dean, pero mejor.
–Mi marido no quería venir así que cuando llegamos y vi lo que era, no podía dejar de sentirme culpable. En Polonia nosotros estábamos muy bien. Mi padre era ingeniero y tenía varias oficinas, pero fue arrestado en el año 40 y llevado a un campo de concentración.
–¿Ustedes son judíos?
–Noooo. No. Pero a nosotros también nos llevaron al campo. Yo tenía 11 años en 1939. Después, en 1943, se llevaron a mi hermano, porque él formaba parte de la resistencia polaca, un grupo organizado que luchaba contra los nazis. El estuvo en prisión y finalmente lo fusilaron. Y la única hija que quedó con mi madre fui yo, que me uní a la resistencia polaca cuando tenía 15 años y participé del Levantamiento de Varsovia. Daba primeros auxilios, llevaba municiones, hacía de correo a pie. Cuando Varsovia cayó, nos llevaron prisioneros con rango de prisioneros de guerra. Estuve siete meses prisionera. No me voy a hacer la heroína: tenía miedo, pero también nos sentíamos muy importantes; sin nosotros el mundo se venía abajo, pensábamos.
El 11 de abril de 1945 un escuadrón polaco entró en el campo de prisioneros y Hania recuperó su libertad. Marchó a reunirse con el ejército polaco que estaba en Italia y allí conoció a Zygmund, un mayor del ejército polaco que sería su marido.
–De Italia pasamos a Inglaterra, y ahí nos casamos el 23 de noviembre de 1946. Mi madre no quería que yo volviera a Polonia. Ya parecía que iba a estallar la tercera guerra mundial. En 1947 nació mi primera hija y Perón hacía publicidad con hermosas revistas que decían Nueva Argentina. Mi marido no quería, pero yo quedé embarazada y nos fuimos. Yo tenía miedo de la guerra en Europa. El viaje hasta acá fue precioso, yo embarazada de 5 meses. Y cuando llegamos, la primera impresión de la ciudad fue horrible. Era sábado a la tarde, y el puerto estaba sucio, vacío. Mi marido me abrazó y me dijo: "¿Qué nos espera acá?" Y yo le dije "No te preocupes, va a andar bien".
Y tuvo razón. Su marido se sumó al auge del plástico.
–De a poco fuimos creciendo hasta que tuvimos la fábrica en San Martín: Vinisol. Fabricamos unas muñecas que tuvieron mucho éxito, y los primeros adornos de arbolitos de Navidad de plástico metalizado.
–¿Y volvió a Polonia?
–Sí. Y es raro, porque cuando llego a Polonia es como si nunca hubiera salido, y cuando llego a Ezeiza siento que estoy en casa. Acá hubo momentos buenos y malos, pero fue una buena vida. Lo peor fue cuando murió mi marido. Porque cuando uno ama mucho es peor. Después es todo más difícil. Es mentira que se olvida. Cada día que pasa es peor.
–¿Usted vivió en Varsovia durante el Gueto?
–Sí. Yo pasaba por el Gueto, con el tranvía, y levantaba la ventanilla para mirar. Era dramático. Se veían los cuerpos muertos, y lo más dramático era que los mismos judíos pasaban como si tal cosa. Hay tanta mentira con eso del antisemitismo de los polacos. Es absolutamente falso. Mire: yo traje esto del campo de prisioneros.
Hania extiende una placa de metal que tiene un número: 224176. Después dice, como quien advierte.
–A nosotros no nos tatuaban, eh. No.
La tarde se pone dura como una plancha de metal. Lo ha dicho con cierto orgullo.
Polaca no
–Vivíamos diez personas en una piecita más chica que este comedor. Nos dieron cinco kilos de carbón para un mes. Colgaron a cinco muchachos en la calle, y nos dijeron: "Estos muchachos no dijeron la verdad; si uno de ustedes hace eso, todos van a estar colgados acá". Esa fue la bienvenida que nos dieron los nazis en el Gueto de Varsovia.
Etka Ursztein llegó a la Argentina apenas después de la guerra. Judía, nacida en la ciudad de Lodz, Polonia, en 1923, el día en que empezó la guerra tenía 15 años, dos hermanos, un padre empresario textil y una vida feliz. Iba al club, patinaba sobre hielo, y pasaban los fines de semana rodeada de primas y tíos en las afueras.
–En el Gueto, mi hermanito de once años tenía que recoger cadáveres con una carretilla. Y yo tenía que trenzar paja seca para que los alemanes se pusieran en las botas para caminar sobre la nieve. Tenía los dedos en carne viva. Pero, así y todo, el Gueto era una gloria. Cuando nos llevaron a Auschwitz yo tenía 19 años. Estuve un año con mi mamá y mi hermana. Mi hermanito y una nena a la que habíamos criado murieron en el campo. Cuando llegamos, nos llevaron a una sala, nos hicieron sacar la ropa y nos raparon. A mí me arrancaron dientes con una pinza porque creían que debajo tenía diamantes. Al final de la guerra, los nazis nos metieron a todos en un barco, seis días sin tomar y sin comer, hasta que nos dimos cuenta de que se estaba hundiendo. De 4500 personas que llevaba el barco nos salvamos 50. El barco se hundió a 70 kilómetros de Hamburgo, y nos llevaron a un hospital de la Cruz Roja.
Allí se reencontró con su madre y con su hermana, y algunas semanas después conoció al que sería su marido, otro sobreviviente.
–El estaba buscando datos de su mujer y sus dos hijos, que habían muerto en el campo. Como la mujer no quiso dar a los dos chicos, la llevaron al crematorio. Nos casamos y vinimos a la Argentina porque nos llamó mi cuñado, hermano de mi marido, que estaba acá. Nos dijo que en este país íbamos a ser ricos. Que en paz descanse; nos arruinó la vida. Porque mi hermana se fue a Estados Unidos, y allí estuvo muy bien. Acá fue toda la vida luchar como bestias.
–¿Usted se siente polaca?
–No. Nunca. En la cédula no dice polaca. Dice judía. Yo nací en Polonia, y mis padres también, pero no me junté con chicas polacas. No querían. Había un antisemitismo tremendo. Un día, un vecino polaco que tenía un hijo que jugaba con mi hermanita, le dijo: "Vos no sos judía; sos demasiado linda para ser judía". Eso son los polacos.
–Usted, ¿de dónde siente que es?
–De acá. De Argentina. Como mi marido.
Un veterano de la Ford
En el año 1948, cuando tenía 11 años y ya era todo un veterano de guerra, Jorge Lagocki estaba en una comisaría de Buenos Aires librando otra batalla: intentaba hacerle entender a un comisario de la Federal que su apellido era Lagocki, y no Lagocka, que Lagocka era su madre, pero que en polaco los apellidos indican sexo y ponerle Lagocka, con a, en vez de Lagocki, con i, hubiera sido lo mismo que decir que se trataba de la señora Jorge.
–Finalmente gané, y me pusieron Lagocki. Pero me cambiaron el nombre, Jerzy, por Jorge. Yo vine aquí sólo con mi madre. Mi padre murió en la guerra. Yo nací en Sierpc, pero desde 1942 más o menos vivíamos con mi madre en casa de una tía, en Varsovia, en un barrio que estaba en manos de la resistencia. Allí, la resistencia decidió volar un edificio donde había armamento de los alemanes. Yo recibí esquirlas en la espalda. Fui atendido en un puesto de la resistencia y siempre me sentí en deuda por no haber devuelto aquel favor.
Más tarde, Jorge y su madre se trasladaron a un pueblo de provincias –Strzegocin–, donde estuvieron hasta el final de la guerra con pasaportes falsos, alemanes.
–Una hermana de mi mamá ya vivía en la Argentina, y mi mamá gestionó la salida de Polonia. De este país yo no sabía nada. Se comentaban dos cosas: una, que en la Argentina los hombres se pintaban las uñas. La otra, que la Argentina era refugio de los nazis. Pensé que el combate que no había dado allá a lo mejor lo podía dar en las calles de Buenos Aires.
Jorge no combatió, pero estudió ingeniería mientras trabajaba en la empresa Ford. Cruzaba la ciudad todos los días a las seis de la mañana –vivía en Villa Devoto, trabajaba en La Boca– y a las cinco de la tarde entraba en la facultad. Se recibió, y llegó a ser gerente de ingeniería de planta de Ford, en Pacheco. Regresó por primera vez a Polonia en 1981, cuando todavía imperaba el régimen comunista.
–Estuve 24 horas. Yo iba por trabajo a Viena y me llegué hasta Varsovia. Era sábado por la tarde. Estaba todo cerrado. No se podía comprar ni un escudito. Pero sentí que era mi tierra. Que esa gente hablaba igual que yo.
De bombas a luciérnagas
Józef Poplawski es militar de carrera. Llegó a la Argentina en 1950 con su mujer, también polaca.
–Cuando estalló la guerra yo tenía 22 años. Era una cosa dantesca. Los muertos no impresionaban tanto como los heridos. Los caballos sin patas, y no se podía hacer nada por esos pobres animales.
Cuando, el 27 de septiembre de 1939, Varsovia capituló ante los alemanes, Józef fue tomado prisionero. Pero se escapó y caminó 300 kilómetros para llegar a Zbaraza, la ciudad donde vivía su familia. Allí, con su hermano mayor, tomó la decisión de ir por tierra hasta Francia, donde se organizaba el ejército polaco para luchar contra los nazis. A eso le siguió un periplo bélico que parece arrancado del corazón de los libros de historia: la batalla de Monte Cassino, las trincheras amigas y enemigas, los bombardeos, los desembarcos, los Stukas.
–Al final de la guerra, yo quería elegir un país rico, con espacio, sin problema racial ni religioso. Acá me gustó lo que hacía Perón. Un hombre enérgico. Y no nos equivocamos. Cuando llegamos había trabajo. La vida no era tan moderna, pero se podía vivir.
Aquí trabajó en una empresa que fabricaba y colocaba techos, y hasta 2001, cuando la catástrofe financiera de este año hizo que cerrara, fue vendedor en una empresa de globos de plástico: Global.
–Volví a Polonia tres veces, pero acá lo pasamos bien. Con mi auto Renault 6 recorrimos todo el Norte. Mi primer viaje lo hice a Misiones, porque quería llegar a una colonia polaca que estaba en medio de la selva. Llegué en tren a Posadas y luego en colectivo, 16 horas a Puerto Iguazú, que se llamaba Puerto Evita. Había que cruzar los ríos en balsa, y los hombres tirábamos de la cuerda para arrastrarla. Fue muy romántico.
Dice que los árboles unían sus copas en el cielo, que la selva era un plumón verde, espeso. Dice que al final del viaje, cuando desembarcó y quedó solo en la ribera, y era de noche, y la jungla estalló en luciérnagas heladas, fue feliz pero tuvo miedo.
–Pensé que si veía dos luciérnagas grandes juntas tenía que correr. Eso era un jaguar. Pero entonces sentí un ladrido de perros, y eran mis paisanos.
Sus paisanos. Polacos desconocidos que, al otro lado del mundo, en esa tierra ignota, brava, colorada, que se hacía llamar Misiones, eran sus hermanos. Siempre lo serían.
lguerriero@lanacion.com.ar
Para saber más
www.polonia.es
Judíos y/o polacos
Muchos de los judíos que tuvieron que salir de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial reniegan de su nacionalidad y no se sienten identificados con la cultura de su país natal. Según Abraham Huberman, profesor de historia judía en el Museo del Holocausto, esta situación no es consecuencia directa de esa emigración forzada, sino que las diferencias entre ambas culturas vienen desde mucho antes.
"La posibilidad de integrarse en el ambiente polaco pasaba por una dificultad insuperable: la conversión y el bautismo. Ser polaco era sinónimo de ser católico. Esto no estaba en la leyes, pero sí en la costumbre, que era mucho más fuerte", explica Huberman. "Los judíos desarrollaron una extraordinaria cultura, sobre todo en yiddish. Se consideraban y eran considerados una minoría nacional, junto con otras minorías, como los ucranianos, los bielorrusos, los lituanos y los alemanes, pero esta gente tenía a la mayoría de su pueblo del otro lado de la frontera; los judíos no." Huberman explica que estas diferencias se profundizaron luego de la Primera Guerra Mundial: "Entre las dos guerras hubo una profusa legislación antijudía. Por ejemplo, en Varsovia había un millón de habitantes, de los cuales 300.000 eran judíos. Sin embargo, en el municipio de Varsovia sólo trabajaban 300 de ellos. Eran discriminados también en las universidades: había un numerus clausus (o sea, un porcentaje tope) y ya hacia el final de los años 30 en muchas universidades se implementaron filas para alumnos judíos". Para revertir esta situación Polonia impulsa actualmente políticas de integración y repseto por las diferentes culturas y religiones.
Cultura / El baile
El Nasz Balet, que se traduce del polaco como Nuestro Ballet, es un cuerpo de baile amateur que funciona en la Unión de los Polacos y que se presenta en eventos especiales, fiestas y funciones benéficas. Empezó sus actividades en 1949; más de medio siglo de vida. En este momento lo integran veinte personas, casi todas descendientes de polacos, aunque está abierto a quien quiera participar. Andrea Verónica Rackevicius, su directora artística, explica que lo usual es que los integrantes sean descendientes de polacos ya que el ballet no es un sitio en el que simplemente se aprende a bailar: es un elemento de transmisión cultural. Vestidos con trajes típicos, los integrantes interpretan la infinita variedad de bailes y cantos de Polonia, diferentes en cada región. El Nasz Balet interpreta polonesas, mazurcas, valses, polcas y el krakoviak, un baile marcial que es el más representativo del país y en el que los hombres van vestidos con un pantalón rayado en rojo y blanco, una casaca azul y un gorro de plumas de pavo real, mientras que las mujeres usan coronas de flores con cintas, polleras floreadas, un chaleco bordado con lentejuelas y botas rojas o negras.
Cifras
- Las fiestas importantes para la colectividad polaca en la Argentina son el 3 de mayo, cuando se festeja el Día de la Constitución, y el 11 de noviembre, Día de la Independencia.
- Entre otras costumbres que se mantienen, como la de pintar huevos frescos para las Pascuas, está la de recibir la hostia en casa, de manos del sacerdote, antes de Nochebuena. El 95% de la población de Polonia es católica practicante.
- Se calcula que unos 300.000 polacos llegaron a la Argentina en las tres distintas oleadas migratorias: de 1897 a 1914, de 1920 a 1939 y de 1946 a 1950.
- La Unión de los Polacos queda en la calle Jorge Luis Borges 2076 y sus teléfonos son 4774-7621 y 4774-3679.
Comida polaca
Entre los platos típicos de la cocina polaca (además de los conocidos pierogi) figura una buena cantidad de potajes.
Uno de los más característicos es la sopa de remolacha, o barszcz, que aparece en la foto.