Con la experiencia de lo vivido, su madre le dijo esas palabras cuando llegó a Buenos Aires. Pero el corazón no sabe de razones...
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“No te enamores, vas a sufrir”, le dijo su mamá con tono firme en una charla telefónica que tuvieron a los pocos días de que su hija se instalara en la ciudad de Buenos Aires. Pero Andrea (52) hizo oídos sordos a la recomendación. Hacía menos de un mes había llegado en busca de una estabilidad económica que su Mar del Plata natal no le daba. Pero también porque extrañaba a su hermana mayor, que estudiaba medicina en la Universidad de Buenos Aires y estaba contenta con la experiencia en la capital. “Buscaba ganar más dinero. Pasé de trabajar en un local minorista en Mar del Plata a vender por mayor en Floresta dentro de la misma empresa. Con mi sueldo, y después de cuatro meses y medio de compartir departamento en Belgrano con mi hermana y tres compañeras de facultad, logré mudarme a un espacio propio en el barrio de Boedo”.
Andrea tenía tan solo 17 años, pero su juventud no era un impedimento para que cumpliera con sus tareas y realizara responsablemente su labor. Y fue en ese contexto que una tarde su vida cambió para siempre. “Trabajaba sobre la calle Cuenca y, al lado del local, estaba la administración de la empresa. Un día, al llevar la recaudación, lo vi pasar en una camioneta blanca. Sus ojos me impactaron. Al parecer a él le pasó algo parecido. A los pocos días pasó por el local y me invitó a salir. Le dije que no. No sé bien el motivo. O sí: quizás fue porque sabía muy dentro mío que iba a sufrir. Y así fue”.
El joven no bajó los brazos ante la negativa de la marplatense. Insistió y persistió. Pasaba por el local donde trabajaba Andrea y le dejaba su tarjeta, “algo que me llamaba la atención. Qué loco ¿tan joven y ya tiene tarjetas personales?, pensaba. Y ante mi negativa sostenida, un viernes se plantó en la puerta de mi trabajo. Fue imposible negarme. Era muy guapo. Me gustaban sus ojos verdes, únicos, claros, curiosos. Era alto, flaco, elegante, su pelo de un color marrón raro, claroscuro. Su piel siempre bronceada naturalmente. Era amable, caballero, atento. Ya no tenía escapatoria. Fuimos a un café que se llama Tobago por avenida San Juan, me llevó en taxi. Hablamos un montón y cuando nos despedimos me dio un beso”.
Sospecha confirmada
Comenzaron una relación con buen pronóstico. Salían al cine y al teatro y a bailar a Pinar de Rocha. Pero la felicidad no duró demasiado. Al cabo de un año Andrea supo que él formaba parte de la colectividad judía. “Y ahí empezó la tristeza: su familia no me aceptaba. E hicieron todo lo posible por separarnos. Entre otras cosas espantosas que tuve que tolerar que ejercieran sus influencias para que me despidieran del trabajo y luego supimos que un detective nos estaba siguiendo, día y noche, a sol y sombra para documentar cada uno de nuestros pasos”.
Fue una tarde, al regreso de un paseo que él encontró un mensaje y advertencia de su madre junto a un cuaderno donde estaba registrado, día a día, cada actividad que hacía con Andrea. “Las salidas, los lugares donde íbamos hasta la ropa que yo tenía puesta, todo estaba en ese cuaderno. Y ahí fue que él confirmó que habían puesto un detective para seguirnos. Nos mantuvimos en contacto de todos modos. Nos queríamos, no le estábamos haciendo mal a nadie. Pero su familia no me quería”.
La situación empeoró. La familia de él decidió que lo mejor era desheredarlo y lo despidieron del negocio familiar. Entonces un primo le dio trabajo de cajero en un local por avenida Avellaneda. Se mudaron juntos al departamento de Andrea en Boedo, pero la mala suerte los perseguía.
Casa vacía
Andrea quedó embarazada, el contexto no era el mejor pero siguió adelante. El nacimiento fue un momento de alegría que pronto se vio opacado por un hecho inesperado. Quince días después de la cesárea una noche tocaron el timbre de su departamento. Era el hermano de él, necesitaba hablar sobre un tema importante, le anunció por el portero eléctrico. “A los cinco minutos, mi instinto me hizo sospechar. Levanté el portero y escuché gritos. Llamé a mi hermana para avisarle que algo andaba mal y bajé por la escalera con mi bebé en brazos. La escena que vi a continuación me heló la sangre: estaba toda su familia en la puerta del edificio. Fueron los minutos más largos de mi vida”.
El tiempo quedó suspendido, Andrea estaba rodeada de gente que no conocía. Algunos hombres forcejeaban con el papá de su hijo, le pegaban e intentaban subirlo al auto que estratégicamente estaba estacionado a pocos metros. Alguien la sostenía de un brazo mientras que, con el otro, ella protegía a su bebé. “Yo gritaba, se lo estaban llevando y yo ahí parada sola con un bebé, dolida, desesperada porque sabía el final. Andrea yo los amo fueron las últimas palabras que escuché de su boca”.
No había consuelo. Pasaron los días, los meses y los años. Jamás lo volvió a ver. Solo recibía mensualmente la cuota de alimentos para su pequeño hijo. Supo más adelante que él había formado una familia. “Hoy tengo 52 años, fabrico ropa, soy comerciante. Sigo soltera pero construí una familia y fui mamá otra vez. Creo que la vida me dio la oportunidad de tener una vida estable y sin más sobresaltos. A veces me pregunto si él se acordará del día en que nació nuestro hijo y si sabe que fue un niño bueno, criado por su abuela y su mamá soltera y que hoy es un hombre maravilloso, buen amigo buen hijo, buen marido. De lo que estoy segura es de que a mí me tocó lo mejor: mi hijo. Y estoy orgullosa de la persona en la que se convirtió”.
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