En mayo de 1982, un grupo de comandos SAS del ejército británico quiso infiltrarse en suelo continental argentino para destruir la flota de aviones Super Étendard; los detalles de la misión recién se conocieron en 2014
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En mayo de 1982, el Escuadrón B del Regimiento 22 del Special Air Service (SAS) del Ejército Británico recibió la orden de realizar una operación de reconocimiento que fue catalogada como “imposible”: debían acceder al suelo continental argentino, ingresar a la Base Aeronaval de Río Grande en Tierra del Fuego y, de ser posible, atacarla. Ese lugar albergaba a la 2.º Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, más famosa por los aviones Dassault-Breguet Super Étendard, y tres misiles AM-39 Exocet, una de las mayores preocupaciones de los británicos en la guerra.
Los Exocet se habían convertido en el principal blanco de Margaret Thatcher, quien al comienzo del conflicto, y gracias a tareas de inteligencia imprecisas, desconocía el verdadero poder de destrucción que los aviones argentinos podrían generar con ellos. De hecho François Mitterand, presidente de Francia, país que le vendió los misiles a la Argentina y donde se entrenaron los pilotos aeronavales que los usarían, le dijo que los aviadores argentinos no contaban con las suficientes horas de vuelo para operar con éxito los misiles. Y, en parte, era cierto. Lo que no sabía el servicio secreto británico es que durante las semanas previas a la guerra la Armada Argentina pudo desentrañar los secretos del misil y aprendió a operarlo de manera efectiva. El 4 de mayo de 1982, Thatcher y el mundo confirmaron la letalidad del misil (el primer Exocet disparado en combate) con el ataque al HMS Sheffield.
Tatcher entonces ordenó de inmediato la “misión imposible”, que se llamó Operation Mikado (japonés para las puertas de los palacios). Designó al brigadier Peter de la Billière, el soldado británico más condecorado hasta ese momento, a cargo de la planificación del asalto. Dos años antes, Billière había sido quien destrabó el asedio e la Embajada de Irán en Londres, salvando la vida de 26 rehenes.
El militar tenía comunicación directa con John “Sandy” Woodward, comandante de la Task Force. Lo llamó y le presentó una idea. Para que Mikado tuviera mayo probabilidad de éxito, quería infiltrar, previamente, otro equipo de SAS en la base de Río Grande, para recabar información sobre la ubicación de los objetivos y los puntos más peligrosos. Esa operación recibió otro nombre, Plum Duff, y hoy es recordada como un “desastre” por expertos británicos.
El 13 de mayo, el Jefe del Estado Mayor británico, Almirante Sir Terence Lewin, dio luz verde a la idea de Billière y le ordenó planificar las dos etapas. Para la primera, Plum Duff, la patrulla iría en helicóptero, sin información sobre la topografía del lugar, ni tampoco sobre las ubicaciones de los puntos en donde podrían ser descubiertos por las tropas argentinas. Billière designó como jefe de la expedición al capitán Andrew Legg.
La misión inició el 16 de mayo, en la isla Ascensión. Los comandos, 8 en total, llevaban un equipamiento individual de 2 kilogramos de explosivo C4, fusiles M-15 Armalite y pistolas Browning, además de una pistola silenciosa Welrod. También cargaban carpas, bolsas de dormir y raciones para cuatro días. Después de 13 horas de vuelo, los miembros del equipo se lanzaron en paracaídas y fueron recogidos por el buque auxiliar Fort Austin. Y desde allí fueron trasladados al portaviones HMS Hermes en un Sea King. Y luego, al HMS Invincible.
La mañana siguiente, el comandante de la escuadrilla aeronaval de helicópteros 846, Bill Pollock, reunió a todos los pilotos que tuvieran el adiestramiento necesario para trasladar a los comandos al lugar. Sabía que no sería un vuelo de rutina: iban a atravesar un área desconocida, con mapas desactualizados y en un aparato que hace tanto ruido, que para hablarle al de al lado, hay que gritar. Solo tenían fotos satelitales de escaso valor para el reconocimiento y dos mapas del pueblo de Río Grande. Uno era un atlas escolar de 1930. El otro, fechado en 1942, había sido creado por el Instituto Geográfico Militar Argentino. Lo encontraron en la Universidad de Cambridge. Estaba guardado en una biblioteca desde 1947.
Todos se ofrecieron como voluntarios, pero Pullock tenía que elegir a tres. Seleccionó a Richard Hutchins, Alan “Wiggy” Bennett y Pete Imrie.
Era, sin exagerar, una misión suicida. No se habían previsto muchas cosas, entre ellas, un plan factible de extracción para los ocho hombres que llevarían a cabo la misión.
Los tres pilotos, junto a 8 miembros del SAS, partieron hacia la costa argentina el 17 de mayo, en helicóptero, desde 325 millas náuticas de distancia (unos 600 kilómetros) y en un acto improvisado, con órdenes incompletas y muchas dudas. Y para colmo, el mal clima.
El helicóptero partió en la primera hora del día. El clima dentro de la cabina era frío y silencioso. Pero por sobre todas las cosas, tenso. Todos sabían que el Sea King no podía flotar, porque había sido desmantelado por cuestiones prácticas. Además, no llevaban balsas salvavidas. Cualquier inconveniente que tuvieran arriba del agua podía ser una despedida.
“Es difícil describir la situación en la que nos encontrábamos. Habíamos estado volando entre tres y tres horas y cuarto, y al menos dos horas de ese tiempo en el espacio aéreo enemigo. La niebla le daba una mirada irreal a todo lo que podíamos ver, y de mirar alrededor, nos parecía que esta parte de la costa no estaba tan deshabitada como se nos había hecho creer. Nuestros mapas y cartas no mostraban ningún objeto hecho por el hombre, solo una ruta solitaria que serpenteaba el lugar de norte a sur, una milla tierra adentro desde la costa. Sin embargo, había misteriosos destellos de luz que nos rodeaban y evidencia de edificios y de habitantes. La impresión general era que no estábamos solos. Estábamos bien dentro de territorio enemigo en una máquina que hace tanto ruido que tenés que gritar para ser oído, a menos que hables por el intercomunicador. No podíamos darnos el lujo de permanecer allí por mucho tiempo”, recordó Bennet, años después.
Minutos después aterrizaron en la estancia La Sara, a poco más de 40 kilómetros de la base. El capitán Legg tuvo que decidir. Los comandos estaban peligrosamente cerca de la ruta nacional 3 y envueltos en una espesa niebla. Entonces les informó a Hutchins y a Bennet que, en su opinión, la zona de helidesembarco no era segura y que debían dirigirse la frontera con Chile, donde tenían previsto otro punto de aterrizaje, para un caso de emergencia. Pero los pilotos no estaban de acuerdo. Sin embargo, tras unos minutos de debate, decidieron ir hacia la frontera.
El tiempo le terminaría dando la razón a Legg. Esa madrugada, la Central de Información de Combate (CIC) del buque ARA Bouchard había detectado al helicóptero, aunque lo perdió una vez que éste ingresó a Tierra del Fuego. En estado de alarma, los Batallones de Infantería de Marina Nº 1 y Nº 2 al mando del capitán de fragata Miguel Pita, se despacharon hacia todos lados en busca de los ingleses. Muchos años después, un miembro del SAS describió las dimensiones de esta cacería: 3000 hombres contra 8.
El Sea King despegó y, a los 6 metros de altura, perdió todo contacto visual con el suelo. No se veía nada. Se dirigió a toda marcha rumbo oeste, atravesando la espesa niebla y sin tener la menor referencia del terreno que sobrevolaba. Estuvo a punto de ser descubierto. Fue iluminado por un reflector. Pero siguió camino. Diez minutos luego, cruzaron la frontera; el peligro había pasado, por el momento. En ese momento la tripulación arrojó todas sus armas al agua.
Decidieron volar un poco más, a lo largo de la costa chilena, para asegurarse de aterrizar en un lugar desierto. Los comandos estaban solos, perdidos y a más de 100 kilómetros del objetivo.
La mañana del día siguiente, 18 de mayo, inspeccionaron el terreno. Seguían sin poder precisar dónde estaban. Llamaron a sus superiores por teléfono satelital para informar su situación y solicitaron reabastecimiento de agua y comida. Por su lado, Hutchings, Bennet e Imrie continuaron vuelo, en búsqueda de un lugar donde pudieran destruir el Sea King.
Intentaron hundirlo en una caleta, al sur de Punta Arenas, pero no lo lograron. Entonces lo prendieron fuego. El ruido, sin embargo, delató su presencia, alertando a dos lugareños, Víctor Soto y Luis Arteaga. Estos encontraron los restos y avisaron a los carabineros. La noticia se difundió rápidamente y apareció en los medios de comunicación. Los tres tripulantes se alejaron del lugar.
Pocas horas después llegó la llamada a la embajada británica en Chile. Las autoridades chilenas informaron que un helicóptero Sea King de la Royal Navy había sido incendiado deliberadamente cerca de Punta Arenas. Y le pidieron que explicara qué hacía ese helicóptero en Chile. La respuesta fue que no sabían nada al respecto, pero prometieron investigar y dar respuestas pronto. Explicaron el incidente con una excusa: el helicóptero estaba en una misión de reconocimiento de rutina, tuvo problemas de navegación y comunicación, y debido a las malas condiciones meteorológicas, se desorientó. Al quedarse sin combustible, aterrizó en el primer lugar posible, creyendo que estaban en Argentina. Siguiendo el protocolo, destruyeron el helicóptero para evitar ser capturados por el enemigo. Los chilenos entendieron.
Mientras tanto, Hutchings, Imrie y Bennett y el resto de los SAS subsistían en los fríos bosques patagónicos.
Finalmente, el 25 de mayo, la tripulación se entregó en el poblado de Parrillar: Hutchings, Imrie y Bennett donde fueron detenidos por carabineros y trasladados a Punta Arenas. Legg y sus 8 hombres siguieron sobreviviendo en la naturaleza, a la espera de que les dijeran si debían proceder con la misión o no.
Los tripulantes fueron transportados por aire a Santiago de Chile, donde esperaban poder sacarlos del país lo más discretamente posible. Se les proveyó alojamiento en un domicilio particular para evitar el contacto con la prensa. Pero este sería inevitable.
La incómoda e inesperada presencia de la tripulación británica en Chile generó mucho ruido. Al final, todas las partes coincidieron en que sería mejor blanquear la situación a la opinión pública en una conferencia de prensa. Y luego sacar a los comandos del país abierta y legalmente.
La conferencia se llevó a cabo en la recepción de la Embajada Británica. Hutchings y la tripulación aparecieron sentados detrás de un escritorio, vestidos de civil. El único en hablar ante los periodistas fue Hutchings. Leyó, en inglés, una declaración previamente preparada. Esta repetía la historia que se les había transmitido a los chilenos. En nombre de sus camaradas, Hutchings se disculpó por haber ingresado ilegalmente en el país y aclaró que habían sido muy bien tratados por las autoridades chilenas y que estaban muy agradecidos por la ayuda recibida. Al día siguiente, volaron de regreso al Reino Unido.
Mientras tanto, los ocho hombres del SAS esperaban. Sin comida, sin equipo de comunicaciones. Su única opción era contactar al cónsul británico en Punta Arenas para recibir algún tipo de asistencia. El 26 de mayo dejaron atrás todo su armamento, iniciando una larga caminata hacia la localidad chilena de Porvenir.
Una vez allí, encontraron una pequeña casa prefabricada con un teléfono desde el cual lograron contactar al cónsul británico. Este los atendió de mala gana. Se estaba enterando de todo en ese mismo momento. Tras escucharlos, les sugirió que se entregaran. Los comandos, desconcertados por la falta de cooperación del cuerpo diplomático, alquilaron una habitación en el pueblo.
Esa noche, Legg salió a caminar. Mientras pasaba frente a un pequeño restaurante con las puertas abiertas, vio, para su sorpresa, los rostros familiares de Pete Hogg, Brummie Stokes y Bronco Lane, los miembros del SAS que supuestamente estarían a cargo de extraerlos. Rápidamente, reunieron al resto y los alojaron en una precaria vivienda de la localidad. Todo parecía encaminarse hasta que Hogg les anunció: “Cuando se recuperen, se les ordenará cruzar la frontera de regreso para completar la misión. La operación Mikado del Escuadrón B todavía sigue en pie”. Nadie podía creer lo que oían, pero esas eran las órdenes.
Pero eso no sucedió. En la mañana del 30 de mayo, los ocho SAS fueron llevados a Santiago, donde les tenían preparada una casa segura.
El 8 de junio, Legg y su equipo volaron de regreso al Reino Unido. Se les informó que ya no formarían parte de la campaña.
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