Ella llegó a Mar del Plata para acompañar a su hermana en un acontecimiento especial, sin sospechar que la aguardaba un evento extraordinario, con un comienzo en Playa Grande y un final en el mismo mar...
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1983 fue un año inolvidable. Allá, por enero, Patricia acompañó a su hermana a conocer a sus suegros, quienes vivían en Mar del Plata. En el viaje de La Plata -su lugar de procedencia- hasta “La Feliz”, Pato observaba a la novia, poseída por los nervios, sin imaginar que a ella misma la esperaban días que quedarían grabados en su memoria para siempre.
Una noche en Playa Grande
Roberto era un joven que pasaba sus días atareado con el trabajo y demás responsabilidades de una vida en pleno despegue. Las nochecitas, sin embargo, eran para sus amigos. Casi todos los días iba a la casa de uno en particular, donde escuchaban música, reían y conversaban animadamente en el marco de una ciudad como Mar del Plata, que exhalaba una energía atractiva.
“Roberto, hace tres días que no te veo por casa, ¿venís? Decidí festejar mi cumple hoy”, le dijo cierta vez su amigo al teléfono. No era usual que Roberto se ausentara tanto tiempo de las juntadas, y por supuesto fue, creyendo que estarían los de siempre.
Pero al ingresar al festejo, entre caras conocidas, distinguió rostros extraños. “Te presento a mi novia, es de La Plata”, lanzó de pronto su amigo. “Un gusto”, balbuceó Roberto, mientras su mirada se perdía por detrás, en la sonrisa de una joven desconocida. “Ella es Patricia, la hermana de mi novia”, escuchó decir.
Por un instante, el mundo pareció detenerse. Entre risas y charlas de cassettes, aquella noche de verano, Patricia y Roberto se hallaron casi sin darse cuenta solos, caminando por la costa a lo largo de toda la Avenida Colón hasta Playa Grande. Allí llegó el primer beso que le dio inicio a un amor de verano.
Dos anillos de plata y una pollera a lunares
Él tenía 23 y ella 22, y a pesar del inolvidable romance que habían vivido, Roberto no creyó que podría llevar adelante una relación a la distancia. Sin embargo, en febrero del 83, cuando Patricia ya había retornado a su hogar, un evento inspiró al joven a volver a ver a su amor de verano. “Soy amante del rock y viajé a Buenos Aires a ver a Van Halen”, revela. “Al día siguiente fui a La Plata a visitarla sin aviso”.
La sorpresa fue muy bien recibida y la magia de enero regresó a ellos con más fuerza que nunca. El panorama mejoró aún más cuando la hermana de Patricia se casó con el amigo de Roberto y se radicó en Mar del Plata: “Patricia comenzó a venir seguido y yo viajaba a La Plata los sábados a la noche y volvía los domingos”.
Para la pareja fueron tiempos de extrañarse y amarse con pasión. Entre el día que comenzaron su noviazgo hasta la boda, se escribieron sesenta cartas en puño y letra, que Roberto conserva y relee casi cada día: “La propuesta de casamiento fue en La Plata, cerca de su casa y con unos anillos de lata, recuerdo su pollera a lunares”, dice conmovido.
Escaleras al cielo
Tras el casamiento en octubre de 1984, nacieron sus dos hijos. De a cuatro, llevaron una vida en familia feliz, entre los quehaceres domésticos, las actividades de los chicos y los altibajos laborales. El año 2009 llegó como cualquier otro, hasta que en mayo la tragedia golpeó la puerta. Patricia tuvo un accidente doméstico y quedó cuadripléjica. A partir de entonces, los días transcurrieron en una lucha constante por abandonar la silla de ruedas y volver a caminar.
“Enfrentar el accidente fue duro”, cuenta Roberto. “Pero bueno, Dios dispuso que la más fuerte para estar en la silla de ruedas era ella, y no le quedó más remedio que elegirme a mí para acompañarla”.
Su amor profundo les permitió volver a sonreír. Adaptarse a la nueva vida fue un camino arduo, lleno de aprendizajes, y atravesado por dichas incomparables, como el nacimiento de sus dos nietos, hasta que enero de 2020 arribó para enfrentarlos con un desafío determinante: “Por una pérdida de sangre, Pato entró en el hospital, y luego de varios días, dijeron que tenía leucemia”, dice Roberto, pensativo.
El 9 de febrero de 2020, Roberto se sentó en el sillón, junto a la cama en la que yacía su amada. Se despertó sobresaltado, se acercó y comprobó que dormía. Al despertar, Patricia lo buscó. Una enfermera ingresó a la habitación en aquel instante, le quiso extraer sangre, pero no salió ni una gota.
Una vez solos, Roberto comenzó a mover el cuerpo de Patricia al ritmo de los ejercicios indicados, brazos, piernas… “¿Me sentarías en la silla?”, pidió ella. Él buscó ayuda y no la encontró, entonces decidió hacerlo solo. El cuerpo de Patricia se le resbaló, pero logró levantarla y sentarla con vistas a los paisajes de la ventana. Él se paró junto a ella, y Patricia se apoyó en él. Ahí permaneció, en paz.
“En ese instante del 9 de febrero de 2020, abandonó su silla de ruedas, y llamada por Dios, subió la escalera al cielo, caminando”.
Volver a Playa Grande
Patricia y Roberto se conocieron de manera inesperada un verano y, después de caminar 37 años juntos, en otro verano se despidieron con la promesa de volver a verse en su cielo. Desde aquella caminata nocturna marplatense, su amor estaba destinado a ser eterno.
Hoy, las cenizas de Patricia y las cartas que le escribió Roberto están en el mar, frente a Playa Grande, donde se dieron el primer beso. Las cartas de ella son el tesoro del protagonista de esta historia, quien mira al horizonte mientras lee las palabras del amor de su vida.
“Mi experiencia me dejó muchos aprendizajes, sin dudas. Cada ser humano tiene una historia… Te ejemplifico una gran enseñanza: ¿Viste la estación en Once en horas pico? Seguro tu descripción será “un montón de gente”. Ella me enseñó a distinguir una persona con discapacidad en medio de todos ellos”.
“Es muy duro andar por la vida empujando la silla de ruedas, pero no te imaginas lo duro que es empujarla vacía”, dice Roberto, conmovido, con la certeza de que el mayor aprendizaje es que, mientras haya vida, hay que agradecer el presente y jamás olvidarnos de demostrar nuestro cariño a los que amamos.
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