Placer sin agregados
Cuando nos dejamos sorprender por alguna chispita de alegría conquistamos auténticos momentos de bienestar que si bien son pasajeros dejan sus huellas
Tan efímeros como necesarios son los gestos que la singularizan. El buen humor, una sonrisa, un chiste bien situado, alguna carcajada cada tanto, un beso fuera de programa no son meros condimentos que acompañan un estado anímico. Son su materia prima.
Estar contento no es una herejía. Tampoco hace falta una gran ocasión para conquistar esa vivencia. Sin embargo, por estar asociada injustamente a la banalidad y a lo frívolo, la miramos con desconfianza. Como si el vivir en un mundo nebuloso y adverso nos quitara la posibilidad de experimentarla con libertad. Pero la alegría en sus múltiples manifestaciones no se empeña en darle la espalda a la realidad, sino simplemente la hace soportable.
Recientemente, escuchando una sonata de Mozart advertí que los compositores musicales juegan sútilmente en sus partituras con el allegro, como movimiento animado que no solamente cambia la velocidad en la ejecución sino que imprime un tono y un clima emocional ágil, liviano, sea este molto vivace o allegro ma non tropo.
Mozart escribía en una carta a su padre en julio de 1778: "La Sinfonía comenzó. Raff estaba de pie a mi lado, y ya en mitad del Primer allegro había un pasaje que yo sabía muy bien que tenía que gustar. Todos los oyentes se sintieron arrebatados y se produjo un gran aplauso, pero como sabía cuando lo compuse el efecto que haría, lo puse al final otra vez. Oír el forte y empezar a aplaudir fue una sola cosa. Así, lleno de alegría, me fui después de la Sinfonía al Palais Royale. Me comí un buen helado, recé el rosario que había prometido y me fui a casa..."
Cuando nos dejamos sorprender por alguna chispita de alegría conquistamos auténticos momentos de bienestar que si bien son pasajeros dejan sus huellas. Bien lo supo enfatizar Freud, quien además de casi portarla literalmente en su apellido (freude significa alegría en alemán), dio, desde el comienzo de su obra, un valor nodal al humor y al chiste en relación con el inconsciente. Reconoció en el humor un recurso subjetivo a tener en cuenta como indicador pronóstico.
El placer que nos depara la alegría genuina no necesita de aditamentos que la tornen posible. Se la vive al natural y no aspira a perpetuarse como estado vitalicio de felicidad.
Es la felicidad entendida como aspiración última la que con justa razón nos despierta sospecha. Montaigne lo expresó sabiamente. "Nunca vivimos: esperamos vivir y disponiéndonos siempre a ser felices resulta inevitable que no lo seamos nunca."
Desconfiamos de esa felicidad mayúscula que no solamente resulta inalcanzable como meta, sino que le resta a la alegría espontaneidad y, peor aún, genuinas oportunidades de experimentarla. Sencillamente aplasta su frescura.
Quizás no hemos transmitido lo suficiente a las nuevas generaciones este don natural de encuentro con la alegría. Hoy escuchamos a los más jóvenes sostener con convicción que para vivenciarla hay que proveerse de combustible adicional (alcohol u otras sustancias). Como si previamente hubiera que prepararse para ir a su encuentro. No conciben alegría sin embriaguez. ¿Por qué será?
Son los niños quienes viven la alegría sin pudor. No le temen, simplemente la habitan, la saltan, la ríen, la disfrutan. Y esto no quiere decir que la infancia sea indolora, ni sinónimo de satisfacción y puro placer. La frustración los enoja y mucho, sobre todo en esta sociedad consumista que los convence desde pequeños que lo feliz viene envasado en cajita. ¿A ellos también les estaremos enseñando, a pesar nuestro, que para estar contentos hay que consumir?
Experimentar alegría no es ni un imperativo ni una meta. Es un nutriente al que no hay que temer ni intentar eternizar. Eso sí, no tiene fórmula ni reglas que aseguren su logro. La alegría tampoco respeta los caprichos del calendario marcados en rojo. En los rincones menos previsibles de un día de semana, en un cruce de miradas, en un llamado o una buena idea se puede encontrar esa dosis de alegría, bálsamo capaz de devolvernos el buen ánimo.
André Comte-Sponville es claro y conclusivo en su libro La feliz desesperanza. Escribe allí: "La vida es lo que es, frágil, pasajera, mortal. Y no es esa una razón para renunciar a vivir. Es esa justamente una razón, y muy poderosa, para vivir más. Para vivir mejor".