Pesebre. El belén que nació del monte
Era día sagrado, y el Padre Antonio estaba dispuesto a consagrarlo. Levantó una choza sobre la paja dura, y en el improvisado altar depositó con amor la figura tallada, ante la mirada curiosa de un puñado de guaraníes.
- -Éste es el Niño –les dijo con solemnidad-, el que hoy nacerá para redimirnos.
No hacían falta lenguaraces para que entre ellos se entendiesen. Los jesuitas ya dominaban la lengua nativa, y los ojos oblicuos miraban la escena con admiración, confiados en que pronto sucedería algo maravilloso.
- -A la derecha la Conquistadora y a la izquierda San José. Dadme una vela, para alumbrar el Nacimiento.
Así diciendo, el Padre Antonio incrustaba el cirio en la mano tendida de José hacia su hijo. Eran tallas que el artista había sabido arrancar del corazón de la madera. Del monte penumbroso brotaban la leña para los hornos, los instrumentos y los retablos; hojas y flores para machacar medicina o perfumar el nicho de la Virgen; y semillas para las sementeras.
El monte, con su oscuro latido, daba la vida a todos.
Los indios se acercaron adonde la figura del sacerdote destacaba por su sayo y sus sandalias, pero más que nada, por sus ademanes y su voz de barítono.
- -Aquí el buey, allá el asno…
Las testas crinudas se agolparon para contemplar la escena que desplegaba el misionero ante todos.
- -Al llegar la noche, Jesús nacerá –prometió el Padre.
Las horas pasaron, y en cada alto de la jornada desfilaron hombres y mujeres por el altar, dejando a los pies del que iba a nacer mazorcas, sonajeros de pezuñas, panales de miel, calabazas y melones. Los niños atiborraban sus bracitos de todo cuanto pudiera agradar a aquella imagen que reflejaba sus rostros también de madera, tan niño como ellos y sin duda más bueno, ya que merecía velas y oraciones. El padre Antonio anotaba los detalles en su cuaderno, recitando en su mente las palabras con que describir aquel día señalado.
Un niño tiró de su hábito con brusquedad.
- -Simón –lo reconoció el Padre, por haberlo bautizado en su momento-. ¿Qué ocurre?
Con su dedo sucio de tierra señaló el montón de paja, y el sacerdote comprendió de inmediato. Descendió al Niño Jesús de su altura reverencial y lo colocó en el suelo apisonado, para que Simón pudiese besarle los piecitos a su antojo. El niño ofreció una sonrisa desdentada y corrió a llamar a sus amigos. El padre Antonio sacudió la cabeza con resignación. Así lo hubiese querido Cristo.
Las estrellas encendieron sus propios cirios y los nativos ejecutaron sus flautas de caña y sus arpas; voces pastoriles se elevaron en el aire de azahar, entonando villancicos alemanes en dulce guaraní. Tras los rezos del rosario, saltaron al ruedo los danzarines con sus caras pintadas y cascabeles en los tobillos. El padre Antonio pensó que no había en el mundo un Belén más celebrado que aquel, ni fieles más sinceros que los que mostraban su alegría ante un milagro que no conocían.
(Nota de la autora: las Cartas del Padre Antonio Sepp fueron una valiosa fuente de información de la vida en las misiones jesuíticas. La descripción del primer pesebre que armó entre los guaraníes proviene del primer tomo de esas cartas, entre 1691 y 1733).
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