Pertenecer o no, esa es la cuestión
Nunca el cartel de "Atención especial al gremio" fue tan explícito.
Es jueves por la mañana, y antes de ir a trabajar me dispuse a comprar los últimos materiales eléctricos que faltan para terminar la instalación en mi casa. Térmicas, caños de doblado en frío, teclas combinadas y cajas aptas para la intemperie. Llevo todo anotado en un mensaje de WhatsApp que me envió el electricista, pero después de casi dos meses de obra creo que manejo al menos una veintena de conceptos nuevos. Ya sé algo -un poquito al menos- sobre impermeabilizantes, materiales de construcción, cableados, griferías, aberturas y placas de yeso. Las marcas premium, las mejores en relación calidad/precio y las que sirven para salir del paso. Lo sé porque lo aprendí, pero todavía me falta mucho.
Sigo mirando. De las seis personas que tengo adelante, cinco llevan ropa identificada con alguna marca de materiales eléctricos. Hace frío, por lo que la mayoría son chalecos de tela polar o camperas inflables con logos bordados, los mismos que se ven en el cartel gigante de la entrada. El otro, que es diferente pero es igual, lleva la inconfundible ropa que cualquiera usa para trabajar y que se rompe sin demasiados lamentos. Un trabajador, pero sin esponsoreos. Son ellos y yo, que también soy un trabajador, pero que como portador de una camisa y una campera de falso cuero (aunque bastante linda) quedo en evidencia: no pertenezco al gremio. Saber hacer un empalme, arreglar un enchufe o reconocer el vivo, el neutro y el cable a tierra no me acreditan como parte. Lo acepto cada vez que pido un cosito, un pituto o una chapita en lugar de utilizar el verdadero nombre. Soy periodista, tengo mis limitaciones.
Es mi turno, y así como antes fui yo el que jugó a observar, el vendedor me escanea con su mirada. Sabe (o cree saber) que la va a tener difícil, que tendrá que adivinar qué es lo que necesito. Que no voy a utilizar el léxico adecuado. Que no tengo fueros. Lo mismo pasó en la casa de sanitarios y pasa cada tanto en la ferretería. O en la casa de computación. Pero lo dicho, después de casi dos meses de obra algo aprendí. Y aún con la ayuda del mensajito de WhatsApp para no olvidarme, pido lo que hay que pedir. Sin titubear.
Necesito una térmica de 20 amperes, dos caños para doblado en frío, dos cajas bipolares exteriores aptas para la intemperie, cuatro módulos combinación de la línea Roda, tres bastidores para exterior de la misma línea y seis lámparas LED de luz fría que sean equivalentes a 40 watts.
¿Sabés que la compra mínima para consumidor final es de $1500, no?
Ni hola me dijo. A los malos vendedores -a los que atienden sin ganas, a los que no tienen paciencia o a los que de tan insistentes salen a la vereda a buscarte- se les gana con templanza. Y después de todo este tiempo de tratar con albañiles, herreros, pintores, electricistas y plomeros; después de estarles encima para que hagan lo que se les pide y no lo que ellos quieren y después de tener que salir corriendo porque los materiales los necesitan para aquí y ahora; digo, después de todo eso, lo que más me sobra es la templanza. Entonces respondo que sí, que leí en el cartel que la compra mínima es de $1500, y que necesito que la térmica sea de una marca y no de otra, y que no me gustaban las cajas que me ofrecía porque tenían problemas para cerrar (además me había traído para embutir, y yo le pedí exteriores) y que las lámparas LED no las iba a llevar porque las tenía más caras que en el negocio de la otra cuadra. Con templanza, pero firme, para que se escuche.
Parece tonto decirlo de tan básico que es, pero no cuesta tanto atender bien. Somos muchos los que volvemos a un negocio por la atención y no sólo por el precio. Después de hablarle de igual a igual, casi mágicamente, el vendedor empezó a explicarme, me ofreció opciones, me agradeció por la compra y me saludó al salir. Casi como si fuera del gremio.