Perlas negras
Algo raro pasó con la violencia en el cine a partir de los años 90: podríamos decir que se cargó de erotismo. Lo que antes era puro mandato moral, testosterona y sed de venganza, desde John Wayne hasta Clint Eastwood, hoy adquirió un cariz de sensualidad que resulta llamativo e invita a explorar. Una primera ráfaga de este fenómeno puede detectarse en Terminator II, de James Cameron. Acá Arnold Schwarzenegger ya no es el cyborg asesino que viene a matar a Sarah Connor antes de que su hijo, en el futuro, logre vencer al gobierno de las máquinas que devastó a la humanidad. Ahora él es bueno y protege al joven John de otro androide más poderoso que él mismo: el T-1000. En una escena inolvidable, Schwarzenegger rescata a John de las garras del enemigo montado en una enorme motocicleta. Con una sola mano, entonces, sin apuro, saca su arma de la funda y en el mismo movimiento dibuja un círculo perfecto que en su giro acciona el cargador y culmina con el brazo extendido y listo para disparar. Lo repite una y otra vez. Ni un solo músculo se mueve de su cara, no vacila un ápice el andar de la motocicleta; son el brazo y el arma como un único organismo de exquisita comunión. Es un movimiento aceitado y firme. Diferente. Distante. Lento. Sensual.
Un par de años más tarde, Quentin Tarantino declara su amor al género violento con su película Pulp Fiction, pero, ya entrada la década del 2000, con las dos partes de Kill Bill introduce a la mujer (Uma Thurman y sus adversarias) con estilo propio en el arte de matar. Las escenas de violencia son extremas hasta la caricatura, pero ahora tienen belleza coreográfica, ligereza, misterio y, otra vez, sensualidad.
Tarantino juega fuerte con esta idea en A prueba de muerte, donde cuatro mujeres infartantes son las peores villanas y las más peligrosas predadoras sexuales. El vínculo entre violencia y erotismo, sin embargo, alcanza una dimensión especial en la reciente película de Robert Rodriguez, Machete. Surgida casi como un chiste, un avance que aparece en su film anterior Planet Terror, Rodriguez la filmó por entero, más tarde, siempre con el humor lapidario que lo caracteriza.
Nuevamente en el borde de la caricatura, el protagonista va por la vida matando gente de todas las formas posibles y algunas inimaginables, con armas de variado tamaño y condición, que incluyen desde gigantescas ametralladoras hasta utensilios de cocina y herramientas de jardín. El hombre está lejos de ser un galán: entrado en años, lleno de cicatrices y tatuajes, el pelo largo y desmañado y la expresión hosca. Con todo, se las arregla para conquistar (hablamos de sexo) a todas las mujeres que aparecen en la película, que son bellísimas. Sólo podemos concluir, entonces, que es su fuerza asesina lo que las seduce, y la voluptuosidad de las armas lo que las excita. Porque en este género se las muestra con un amor acariciante, como si fueran las perlas de Silvana Mangano en una película de Visconti.
La entrada de la mujer en el juego resulta particularmente perturbadora. Cuando aparece Michelle Rodriguez con un parche en el ojo, poca ropa, mirada fiera, y una ametralladora automática en cada mano, se produce en la platea una especie de gemido ancestral. Atrás quedaron los tiempos en que los chicos malos recibían su castigo y las chicas buenas cultivaban margaritas como Doris Day. Hoy las armas pasaron a formar parte del equipaje erótico más sofisticado del cine, y de hecho corrieron de lugar la definición del héroe.
La autora es periodista
lanacionar