Diego Peretti acaba de interrumpir provisoriamente sus vacaciones en el Uruguay. Le toca, de este lado del Río de la Plata, ponerle el pecho y la mejor sonrisa a la promoción de su último opus, El robo del siglo, una película con pinta de tanque en la que comparte marquesina con otro paladín de la taquilla, Guillermo Francella. Tal tarea, cuando despunta el verano, podría resultar más fatigosa que el propio rodaje. Pero el hombre, dice, la aborda con entusiasmo, porque él está más que satisfecho con el resultado. Y el entusiasmo deriva en una locuacidad arborescente, dispuesta a la digresión –a ahondar en el detalle–, pero que siempre vuelve al cine. No solo al inminente estreno del film dirigido por Ariel Winograd, con quien Peretti convive por tercera vez en el set luego de Sin hijos y Mamá se fue de casa. A menudo mentará un deslumbramiento reciente: The Irishman, la última y exuberante indagación de Martin Scorsese en los entresijos de la mafia. Aunque es larga como una peregrinación a Luján, ya la vio dos veces y va por más. Entre el deleite y la obsesión, la lógica misma del deseo.
El robo del siglo recrea, con algunas licencias poéticas, el magistral atraco al Banco Río de la localidad de Acassuso ocurrido en 2006, apegada al libro Sin armas ni rencores, de Rodolfo Palacios, un erudito narrador de sagas policiales. Por sus características, el golpe tiene tanto de performance contestataria –de gesto político– como de delito. Los ladrones portaban réplicas de armas (una burla a los estrategas de la superseguridad), se comportaron de manera gentil con los rehenes, huyeron en gomones por canales pluviales (¡la película estaba servida!) y, magnífica decoración del postre, dejaron un breve manifiesto en papel: "En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es solo plata y no amores". Cuando la policía entró al banco, la banda ya estaba en su escondite, contando los dólares y examinando las joyas arrebatadas de las cajas de seguridad, mientras observaban por televisión el grandioso operativo –policial y mediático– montado en torno a la sucursal.
El ideólogo de esta sinfonía perfecta en la que nadie salió lastimado fue Fernando Araujo, un librepensador de indudable talento, que no pertenecía al gremio de los ladrones, sino al de la plástica y al de las artes marciales combinadas, y a quien le importaba mucho menos el dinero que su altar doméstico de cannabis. Peretti interpreta a este singular ladrón con modos de intelectual que en algún momento participó en el tratamiento del guion. Y en las entrevistas con él, para darle forma verosímil al personaje, encontró más similitudes que diferencias. Físicas y de las otras.
Araujo –el Araujo de la película, por lo menos– tiene un aire a Walter White, el héroe de la serie Breaking Bad, que pasa de ser un oscuro, aunque muy competente, profesor de Química en una secundaria a un experto cocinero –el mejor– de metanfetaminas. Una vez neutralizado el lastre moral –después de todo, su derrotero de acumulación se atiene a la normativa básica del capitalismo–, White entiende y celebra su destino como la realización más excelsa de un saber. Virtuosismo. No estar del lado de la ley es una minucia que no ensombrece su genio.
La percepción que tengo de Araujo es que se planteó el robo como la construcción de algo artístico. Creo que vio algo, vio una posibilidad y se obsesionó.
"Yo diferenciaría entre valores morales, que son los de la sociedad, los más convencionales, y los valores éticos, que son personales", dice Peretti como introducción necesaria. "Algo puede ser ilegal, pero, de acuerdo con una ética personal, ser algo con ganas de afectar al sistema. La percepción que tengo de Araujo es que se planteó el robo como la construcción de algo artístico. Creo que vio algo, vio una posibilidad y se obsesionó. Él tenía 3000 páginas escritas sobre los beneficios de la marihuana, tenía un laboratorio… Deja de lado esos años de escritura e investigación y se dedica al golpe al Banco Río. Y tiene la capacidad no solo de verlo y de idear la logística, sino también de gestionar un grupo de personas que son más densas y pesadas que él. Su idea más brillante es que el boquete que habían hecho no les iba a servir para entrar, sino para salir, mientras la policía esperaba en la calle a que se entregaran. Eso es lo que pone este robo entre los cinco más importantes del mundo".
–También es una gesta romántica. Llevarse de esa forma el botín de los ricos, en el templo del poder económico, se puede ver como un acto reparador. Una rectificación. Creo que Araujo quiere que se vea así.
–Sería romántico del todo si la plata luego se la hubieran dado a los pobres. Pero es cierto que se trata de un robo que no solo tiene en cuenta el botín, sino que se toman el tiempo de analizar los efectos secundarios de la operación. Consideran que en un barrio acomodado como ese, la gente damnificada por el robo no iba a pasar hambre hasta cobrar el seguro. Usan réplicas de armas, lo que quiere decir que no iba a volar un solo tiro, por lo menos de parte de los ladrones. Además, aprovecharon la opinión favorable de la gente que, pos-2001, estaba en contra de los bancos. Se da un cúmulo de cosas por las que caen simpáticos.
Luis Luque, Pablo Rago, Rafael Ferro y Mariano Argento son los nombres más importantes que rodean a Peretti y a Francella y que consolidan el espesor narrativo en el que predomina el nervio del policial. La acción, el suspenso, ese tipo de atributos para los que Winograd demuestra muñeca. Pero, acaso por peso propio de los actores, campea la levedad de la comedia, el juego que tan bien juega Francella, incluso en su interpretación de Luis Mario Vitette Sellanes, el hampón estelar del asalto. Peretti explica el equilibrio de géneros: "Es una película de aventuras, peligrosa. Pero con personajes que no tienen la angustia existencial del que roba para que el hijo tenga un tratamiento contra el cáncer. Yo hago un personaje descontracturado; no estoy presionado, estoy liviano". Tanto Araujo como Vitette –los reales– hacen cameos, discreto ademán de las celebridades. "Pagaron sus culpas, ya están libres y son ciudadanos como nosotros. Son complementarios: Araujo es cerebral y Vitette, pura simpatía", los describe Peretti. Aunque en el film suena algo extravagante, a la medida del lucimiento de Francella, Vitette estudió teatro para el asalto. Había que estar preparado para el protocolo de negociación que maneja la policía, ese toma y daca de impostada cordialidad que se produce cuando hay rehenes.
–Hay actores que son más importantes que las películas. ¿Llegaste a ese lugar? ¿La gente dice vamos a ver la de Peretti?
–No lo veo como mi lugar. Estoy donde las coordenadas indican que esté en este momento. Sí sé que, tanto en cine como en teatro, que es lo que más hice últimamente, las cosas me van bien. Tienen repercusión, la gente viene a verlas. Pero no solo por mí, sino por el proyecto, la producción, los actores que están conmigo, el director. También es cierto que yo puedo elegir los trabajos en los que me comprometo.
–Supongo que es peligroso para un actor cuando lo empiezan a convocar para hacer de sí mismo.
–Un director que llama a De Niro es porque lo quiere a él, sí, pero haciendo determinado personaje. Es 50 y 50. Querés que ese actor le dé su energía al personaje. En algunos casos, esto se dice peyorativamente: "Eh, Darín hace siempre lo mismo". O cualquier otro actor. Mientras la actuación te va llevando, funciona. En el momento en que se te hace increíble, entonces no va. Si me dan un guión en el que dice que el personaje tiene 52 años, trabaja como CEO de una empresa y le gusta el deporte, no puedo caracterizar nada. Dicen "acción" y aparece Peretti con el maletín, el peinado que elijamos y el vestuario que elijamos. Con mi chuequera y con mi alma. Otra caso es si el personaje es rengo, habla polaco y tiene 92 años. Ahí vemos. No sabés cuántos, por el mito del actor camaleónico, que desaparecen detrás del personaje, sobreactúan hasta cuando dicen buen día. Es una inexperiencia absoluta. Lo mejor que puede pasar es que, en el encuadre, el actor esté metido emocionalmente en el personaje. Después te podés distraer porque es De Niro o Joe Pesci.
Salir de la clínica
Entre la fantasía paterna del hijo dotor –sí, en los años 70 aún perduraba– y la inercia juvenil, se dejó llevar hacia el Nacional de Buenos Aires –colegio de futuros dirigentes, de tipos y tipas importantes cuando menos– y luego a la Facultad de Medicina, donde logró recibirse y especializarse en psiquiatría. El dilema vocacional estalló en su conciencia, lo recuerda bien, justo en una clase de obstetricia en el hospital Aráoz Alfaro. "Me di cuenta de que la carrera no me gustaba. Y además estaba muy amargado porque me había dejado mi primera novia. Y eso, después de la muerte, es el dolor más grande. Estaba en el fondo del sótano". En su fanatismo por el cine –y su manera fanática de verlo– advirtió un cambio de rumbo posible. "Yo veía las películas siete veces para poder olvidarme de los cartelitos del subtitulado y concentrarme en la actuación. Así que me propuse meterme en la actuación a ver qué pasaba. Tuve la suerte de que me sugirieran la escuela de Raúl Serrano, un profesor que, al igual que Alberto Ure, me marcó tanto en mi profesión como en la vida".
A la distancia, su profesión trunca, la psiquiatría, le parece "el hijo tonto" de la medicina. "Toda la visión de la medicina organicista se complementa bien con la cirugía y con la clínica. Pero es una mirada muy materialista y mecanicista de la enfermedad. Cuando la medicina trata la esquizofrenia como una úlcera, se equivoca. Entonces se tiene que unir con un discurso más dinámico como el psicoanálisis". La flexibilidad actual de la psicofarmacología ("antes era un chaleco químico"), más afín a su perfil, digamos, humanista, un poco hippie, lo hizo amigarse con los antiguos colegas. "Gracias a su selectividad, los fármacos han dejado de tener efectos colaterales y van derecho a la angustia, al delirio o a la excitación. Y, con eso calmado, podés pensar mejor para una terapia verbal. Así se van complementando dos discursos que tienen el mismo objeto de estudio".
Yo veía las películas siete veces para poder olvidarme de los cartelitos del subtitulado y concentrarme en la actuación.
Y, enseguida, apareció la televisión. El portal de la fama. Se filtraba una cara atípica para los estándares tolerados por el gendarme catódico. Jorge Maestro, pluma de enorme popularidad en los 90 junto a Sergio Vainman, lo descubrió en el teatro. "Yo hacía una obra con Alejandra Rubio, que era la esposa de Maestro. Me ve y me convoca para una Zona de riesgo, el programa que él escribía entonces. Así me metí en la tele. Sin casting, sin nada. Y no paré". El espaldarazo, sin embargo, llegaría de la mano de Adrián Suar, su padrino artístico, y el personaje del Tarta en Poliladron. Peretti da precisiones: "En el 94 estaba haciendo El enemigo de la clase en teatro, con Fernán Mirás. Al estreno vinieron Ricardo Darín y Adrián Suar. Entonces el Chueco me dice que me quiere para un personaje en un piloto que estaba por hacer. Hago el piloto y, al año siguiente, me informa que habíamos quedado en Canal 13 y que quería que yo estuviera. Pero yo trabajaba en el hospital, en San Martín, hasta las 3 de la tarde". En esas condiciones, no había contrato. "Adrián habló con los productores y consiguió que un auto me esperara todos los días en la puerta del hospital y me llevara hasta Ciudadela, que era donde se filmaba, hasta las 3 de la mañana. Y de ahí, de vuelta al hospital. El Chueco fue el que me dio el empujón".
La historia del fin del mundo
Cuenta Peretti que cuando leía en un bar de la avenida Cabildo el guión de Tiempo de valientes, la buddy comedy que hizo a las órdenes de Damián Szifron junto al inspirado Luis Luque, rompió en carcajadas con la escena en que su personaje descubre una de las tantas estafas a la infancia: la música de "El payaso Plin Plin" es la misma que la del "Cumpleaños feliz". También celebró en voz alta y en público la lectura de Mamá se fue de viaje, que protagonizó junto a Carla Peterson. Cuando evoca con orgullo un film en el que participó, suele anteponer que "estaba bien escrito".
Los actores, más atentos al motor interno –la emoción, la improvisación–, suelen mirar los textos como un arte menor. Peretti, en cambio, escribe. No solo dramaturgia. También una novela rara, apocalíptica, que tal vez nunca acabe. Desde la editorial Planeta lo llamaron, por las dudas. Por si está pensando en un lanzamiento comercial. "La vengo escribiendo hace cinco años. Estoy atrapado por el esquema que le di, que es el que me permite hablar de todo lo que me surge naturalmente. Lo definiría como ciencia ficción existencial y son textos cortos que tienen cierto clima de fin del mundo. Creo que hay que cambiar todos los paradigmas, empezando por los mitos científicos. El camino, más que tecnológico y materialista, tiene que ser invisible, espiritualista. Hay una visión darwiniana de que gana el más fuerte. Y si la bandera de la raza humana la va a llevar el más fuerte y la historia de la raza humana la va a escribir el más fuerte, o sea, el hombre blanco, vamos a obtener paz a través de quien tiene la bomba más grande. ¡Es tan claro que no es por ese lado! Lennon decía: «Si realmente la gente creyera que la guerra no es la solución, no habría guerra». Así como vamos, el fin del mundo no está lejos".
–En El robo del siglo son una banda de varones. En Los simuladores lo mismo. ¿Los aires feministas de la época no te hicieron reflexionar sobre esto? ¿O la aventura es eminentemente masculina?
–Los simuladores es de 2003. No hay peor cosa que meter una nueva percepción del mundo y censurarte retroactivamente. Es como si hacés una película de la época victoriana y decís ¡qué reprimidos que son! Primero cambia la ley, como cuando se promulgó el matrimonio igualitario. Pero la cultura va más despacio y llega más tarde. A Scorsese también lo acusan de no incluir mujeres. Hay que hacer las cosas que uno va sintiendo. Seguro que van a brotar las series con bandas de mujeres. Nunca fui machista desde ningún punto de vista. Sí tuve siempre un chip de responsabilidad sobre la plata. Un chip que me obliga a ser el proveedor.
–¿Cine, teatro o televisión?
–Últimamente, el teatro me está gustando mucho porque tengo una experiencia que me permite estar en el escenario pensando el partido. Y le estoy encontrando un sabor especial. Hace cinco años te podría haber dicho el cine, porque te resguarda más. Cuando una escena llega a una cumbre emocional, en teatro, te deja patitieso y no te olvidás más. Claro que el cine es más realista: en El robo del siglo hicimos escenas en el túnel mismo que usaron los ladrones. Y la bóveda era una bóveda de un banco de verdad. Lo mismo que el "cañón power" con el que abrimos las cajas de seguridad. Todo eso te ayuda, te mete mucho en la historia. En el teatro, en cambio, se ve la parrilla de luces, el telón de atrás… Es todo cartón.
Los libros del robo
Sin armas ni rencores, del periodista especialista en policiales Rodolfo Palacios, es el libro en el que se basa la película. En él se reconstruye con lujo de detalles la trama oculta de cómo se formó la banda y de cómo se pensó el atraco más ingenioso de la Argentina. Publicado originalmente en 2014, se acaba de reeditar y lleva prólogo de Andrés Calamaro. Ahora, además, se suma El ladrón del siglo, el flamante libro de Luis Mario Vitette, mejor conocido como "el hombre de traje gris", partícipe necesario de aquel ilícito. Con una mirada más autobiográfica y una historia de amor que sirve como sostén narrativo, Vitette explica el trasfondo ideológico que implicaba su manera de delinquir. El prólogo, en este caso, es de Víctor Hugo Morales.