En 1950, José Álvarez López arribó al puerto de Buenos Aires en busca de oportunidades. Lejos de la nostalgia y con la memoria al día, se reconoce más porteño que gallego: su acento nativo apenas se percibe. Durante siete años, fue uno de los 21 empleados de "La Valenciana", la mítica mercería porteña en donde compraban modistas, sastres y costureras. Aquel joven cadete que en poco tiempo dominó el español rioplatense, se hizo amigos locales, terminó la escuela de noche y conoció celebridades entregando pedidos o atendiendo detrás del mostrador. Años más tarde se convirtió en vendedor experto y fundó su propio negocio.
Pepe es de esos conversadores que sostienen la mirada. Su repertorio de temas es amplio y entretenido: historia, política, tango, fútbol y automovilismo, por repasar algunos. Cada tanto, agrega un gesto con las manos: un dedo marcando algo en el aire o una palmada fuerte. De chico jugaba a la pelota paleta; de grande adquirió el ritual de los asados y siempre le gustó hacer reparaciones en su casa. Remata todas las historias con frases del relicario criollo: "Es lo que hay", "Qué vas a hacer", "Es una lucha". Tiene voz de buen silbador de tangos. Y no es casualidad: es fiel al compás del 2x4. "Yo escucho tango de tango. Me gustan los que tienen un por qué, ¿viste?: "Uno", "Cambalache", "El Choclo". Por Gardel me saco el sombrero, pero a Piazzolla no lo entiendo, es demasiado vueltero, muy moderno. Alguno me va a decir que estoy loco, pero me gustan más los clásicos. ¿Qué va a hacer?".
Puerto de llegada
El sello de la Dirección Nacional de Migraciones se repite en las dos primeras páginas de su pasaporte: "Entrada. 15 de agosto de 1950". Pepe desembarcó en Buenos Aires durante la celebración de Santa María, junto a sus padres Benito Álvarez y Blandina López. "En aquella época, para entrar al país tenías que venir con una carta de llamada: una persona que se responsabilizara y te diera trabajo o casa. Mis papás conocían al cura Jesús Fernández de Rueto, que era el capellán de la cantante lírica Regina Pacini de Alvear, esposa de Marcelo T. de Alvear. El cura nos reclamó para que pudiéramos entrar". Dos días más tarde, Pepe y sus padres fueron invitados por Jesús a un asado en Don Torcuato, en donde vivían los Alvear. "Y ahí la vi, pero no hablé con ella. Ya era una señora mayor. Más tarde, cuando supe quién era, me reía solo: pensar que había conocido a la Pacini de Alvear". Durante los siete años siguientes, conocería a muchas otras personalidades notables gracias a su segundo trabajo.
La mítica "La Valenciana"
El primero lo consiguió a poco de instalarse en Once con su familia. Su tía, que ya vivía en Buenos Aires, supo de la vacante y mandó a Pepe a una librería cercana: la Cervantes. El lugar le gustaba, pero al mes le ofrecieron otro puesto: "En aquella época, salías de un trabajo, pegabas la vuelta a la esquina, y te ibas a otro. No era como ahora", recuerda. Así entró a "La Valenciana", la mercería fundada en 1912 por Domingo Alonso, cuya casa matriz se encontraba en Suipacha 158/160. Para mitad de siglo, Suipacha era identificada como la calle de las tiendas, de la clientela femenina y la relatividad comercial; Esmeralda, en cambio, como la ruta de las sastrerías, los hombres con intención de compra y la estrategia publicitaria.
El 23 de mayo de 1967, la revista Primera Plana publicó un artículo con pretensiones de estudio de campo, que contaba cómo circulaban y compraban las mujeres y los hombres en ambas calles: "(...) mientras 7 de cada 10 transeúntes de Suipacha son mujeres, la relación se invierte en Esmeralda". El lunes de la semana pasada, entre las 5 y las 6 de la tarde, dos redactores de Primera Plana computaron otros rasgos insólitos: en tanto las mujeres de Suipacha transitan sin apuro las ocho cuadras que van desde Rivadavia hasta la avenida Córdoba, los hombres de Esmeralda parecen espoleados por la urgencia. Diez señoras (a las que se persiguió discretamente) hicieron escalas en no menos de 25 de las trescientas vidrieras de Suipacha". Pepe da fe del ritmo agitado de aquellos días, porque dos veces por semana viajaba a la central para buscar mercadería y organizar pedidos: "Había más de 40 empleados, era un local inmenso. Después de que cerró, pusieron una sucursal de Casa Tía. Por ahí estaba la puntillería La Reina, la sastrería Thompson y Williams, Casa Muñoz y la tienda San Miguel".
"Hay muchos españoles que están hace más de 70 años y mantienen su acento. ¿Sabés por qué? Porque hablan siempre entre paisanos, dentro de la colectividad", cuenta Pepé
Pepe trabajaba en la sucursal de Belgrano (Av. Cabildo 2055), en donde conoció a Don Alonso: "Era un bon vivant, un cajetilla bárbaro. Casi todas las tardes venía al local caminando, atendía a algunos clientes y a las cinco se ponía el sombrero de copa. El tipo, cancherísimo, se iba a tomar el té a la casa: vivía en un chalet sobre la barranquita Villanueva, a media cuadra de la iglesia San Benito de Palermo". La mercería se especializaba en puntillas, encajes, galones, flecos, cintas, strass, lentejuelas, mostacillas, canutillos y piedras. Algunas piezas eran de fabricación nacional y otras importadas: el mismo Alonso viajaba dos veces por año a Europa para seleccionarlas de acuerdo a las modas. También vendía medias y guantes, y tenía su propia marca de hilos, lanas y cierres relámpago: "Alelí". Además de atender a los vecinos del barrio, "La Valenciana" era el proveedor de confianza en la industria del diseño, el corte y la confección: "En esa época se cosía mucho, y las lentejuelas, los canutillos y el strass eran furor: las modistas hacían obras de arte con eso".
De oficio vendedor
"Entrar en ambiente"
Con los años, Pepe fue desarrollando habilidades y acumulando trucos acerca del negocio: "vas entrando en ambiente", explica. Algunas cosas se aprendían mirando; otras, de oído; muchas, en las lecciones de los mayores: "Uno de los patrones de Cabildo me decía: ‘Aunque el cliente no tenga razón, hay que dársela para que se vaya conforme’". Él tomó nota y siguió las instrucciones: "Trabajaba en una casa que abría de la mañana a la noche: entraba y salía gente todo el día. Además, éramos 21 personas: al estar tan rodeado, uno se aporteña enseguida y asimila las costumbres. Hay muchos españoles que están hace más de 70 años y mantienen su acento. ¿Sabés por qué? Porque hablan siempre entre paisanos, dentro de la colectividad".
Don Alonso era uno de ellos. Según Pepe, un pionero en el rubro: a los empleados de más de veinte años de antigüedad, les daba acciones para que cuidaran el negocio como si fuera propio. Él no llegó a las dos décadas, pero sí pasó del otro lado del mostrador, y así conoció a varias personalidades del espectáculo y la cultura: estuvo en la casa del escritor Enrique Rodríguez Larreta, atendió a la dueña del cabaret Tabarís (iba a comprar acompañada de su chofer) y conoció a Susy Leiva: "Cantaba muy bien. Falleció muy jovencita en un accidente de auto: fue una pena". Varias veces se cruzó con el Padre Filippo, de la Concepción Inmaculada de Belgrano: el fondo del local lindaba con la iglesia.
Las clientas exclusivas
Entre esas historias, Pepe recuerda a una de las clientas exclusivas de "La Valenciana": una modista francesa siempre atenta a las tendencias y novedades, que en una de sus visitas notó algo especial en su chaleco. "Habíamos recibido lana de llama desde Perú: era de una suavidad impresionante. Con esa lana, mi mamá me había tejido un chaleco con botones. La francesa se volvió loca y me lo quiso comprar, pero le dije que no podía: ¡me lo había tejido mi mamá! Entonces le vendí la lana para que tejiera uno igual. Desde entonces, cada vez que alguien buscaba lana, le mostraba mi modelo para que vieran cómo quedaba".
Por cuenta propia
En 1957, Pepe dejó la mercería para trabajar con sus padres: "Nos pusimos un almacén y fiambrería en Inclán y Jujuy. Ahí estuvimos doce años: después ellos se fueron a Mar del Plata y yo a La Paternal". Además de iniciarse como emprendedor, en Parque Patricios conoció al amor de su vida: Filomena. "En la esquina de Inclán y Alberti había una heladería. A ella le gustaban mucho los helados, entonces iba a comprar ahí. Bah, iba para verme a mí". Él se ríe y Filomena protesta: asegura que el que pasaba para verla, era él. "Yo le decía ‘Buen provecho’, y ahí empezó la cosa. Mirá el tiempo que hace. Nos casamos en el 65: ya son 55 años. Qué locura, ¿no?".
Filomena es un nombre de origen griego: "aquella que ama la música". Ahora la voz sí suena ibérica y el significado le calza perfecto: "Me encanta la música y ver bailar a la gente. Escucho de todo: tango, folclore, música española. Todos los domingos iba a bailar al Centro Galicia, en Olivos". Habla una mujer fuerte, segura, independiente. "Parece que nací así. Como me decía mi hermana: tomé las riendas y me vine", se justifica, orgullosa. Corría el año 56 y ella tenía 17 años: se formó en la Sanidad Argentina y comenzó a trabajar en el Hospital Español, en donde estuvo durante tres años, hasta que nació José Luis, su primer hijo. Luego llegaría su hija Cristina, y algunos años más tarde, los nietos: Francisco, Magdalena y Emilia.
De vender hilos y cierres a cortar carne
Las memorias se organizan por barrio. Ahora que estamos en La Paternal, Pepe cuenta la última etapa: "Cambié de rubro: me hice carnicero. Mirá si me hubiesen visto los muchachos: de vender hilos, botoncitos y cierres, pasé a cortar milanesas. Quién lo iba a decir: todo lo contrario". El "Mercadito Paysandú" funcionó en Paysandú y Espinosa durante cuarenta años. Ya no existe: en su lugar, van a levantar un edificio.
Pronostica que "el país va a andar más o menos encaminado" para el 2050 y dice que, mientras tanto, hay que seguir para adelante, porque no hay otra dirección.
"Todo esto es parte de la historia del inmigrante", aclara Pepe, como si estuviera escrita en algún lugar antes de embarcar. Pero, a diferencia de muchos compatriotas, nunca sintió añoranza o deseos de volver. Su filosofía es simple e irrefutable, basada en la experiencia: "Hay cosas que se dejaron de usar, otras que fueron reemplazadas. Hay que seguir lo que marca el tiempo: en cada época, su cosa". Pronostica que "el país va a andar más o menos encaminado" para el 2050 y dice que, mientras tanto, hay que seguir para adelante, porque no hay otra dirección. Pepe está al día: desde su primer trabajo como librero hasta la carnicería, siguió el manual: fue aprendiz, fue emprendedor, fue dueño. "No me puedo quejar. Si lo hiciera, sería un desagradecido con la vida", dice mientras repasa su lista mental. "Tuve dos hijos y planté un árbol en Pilar, pero no pude escribir un libro, así que sería lo que me quedó pendiente. El árbol todavía debe estar, porque como dijo Casona, los árboles mueren de pie".
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