La vida de Virginia Solia se había convertido en una carrera hacia el deber ser. Hasta que la angustia la llevó a replantear sus prioridades.
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Reiki, limpieza de memoria celular, cuencos sanadores, biodescodificación, reflexología, meditación, detox nutricional, carta natal y revolución solar, constelaciones familiares y yoga. Todas las herramientas que había encontrado a su paso, fueron objeto de estudio y de experimentación personal para Virginia Solia en aquella época. Sentía que había tocado fondo y necesitaba encontrar una solución al malestar que le oprimía el pecho y no la dejaba respirar. Tenía entonces 33 años y, aunque era realmente una mujer joven y vital, sentía que estaba a punto de explotar.
Criada en la localidad de Morón, en la provincia de Buenos Aires, se había casado a los 23 y pronto fue mamá. Tuvo a Mateo (23) y a Delfi (21), y cinco años más tarde, junto a su pareja decidió poner fin al vínculo y cada uno tomó caminos separados. “Siempre había trabajado en relación de dependencia pero, cuando nació mi hijo mayor, decidí armar mi propio emprendimiento de regalos empresariales. Fue todo un vértigo, porque Mateo era muy chico y yo hacía todo: atendía el teléfono, hacía las entregas, iba a cobrar, preparaba los regalos y a veces el bebé era parte de toda esa locura. Pasaron los años, mi empresa seguía creciendo, yo ya tenía dos niños pequeños, una casa grande, un divorcio reciente y mucho conflicto familiar. Dormía poco, y mi humor no era el mejor. Sentía que algo tenía que hacer, pero no sabía qué. Tenía miedo de caer en manos de gente que no me ayudara de buena fe. En esas épocas, no se hablaba tanto de terapias alternativas. Hasta llegué a tomar psicofármacos durante seis meses para sentirme mejor: no podía bajar los brazos ni mucho menos deprimirme”.
Una realidad ineludible
Pero la realidad era que Virginia estaba cada vez más angustiada. Se levantaba temprano, cerca de las 6 a.m., porque primero salía a correr. Era el único momento libre de su día y no quería resignar el cable a tierra que tenía. Luego despertaba a sus hijos, los llevaba al jardín, volvía a trabajar (en ese época había montado una oficina en su casa para poder estar con ellos), a la tarde los iba a buscar, y pasaban el resto del día juntos. Solían dibujar, cocinar, salir a andar en bicicleta y todas las cosas que la conectaban con sus hijos desde lo lúdico. Por las noches se acostaban temprano para reponer un poco de energías.
Había hecho deporte toda su vida, pero con el divorcio reciente, incrementó la frecuencia con la que se ejercitaba. De hecho, la actividad física se había convertido en su vía de escape. Estuvo varios años sola, tratando de acompañar a sus hijos, que eran muy pequeños. Se refugió en el running, luego comenzó a hacer triatlón -la disciplina que combina natación, running y ciclismo-, y hasta llegó a competir en un Ironman en Brasil. “Cuando mis hijos se iban con su papá, lo único que quería era llorar. Los veía muy pequeños y vulnerables para tener que estar yendo de una casa a otra. Y la verdad que salir a correr, sentir ese aire en mi cara y levantar mi mirada, me ayudó a salir adelante. Pasó el tiempo y me animé a inscribirme en alguna que otra carrera. Siempre fue un entrenamiento amateur y solo corría para sentir esa sensación de atravesar el arco de llegada en las carreras que me iba anotando”.
Llegó un momento en que Virginia comenzó a sentir que ya no disfrutaba sus comidas preferidas, salía a correr y volvía rápido para seguir haciendo tareas, realizaba alguna actividad y ya estaba pensando en lo que tenía que hacer luego. Era una máquina de criar hijos y trabajar. El gran detonante fue un día que su hija pequeña dijo: “mamá siempre está apurada. Siempre hace todo corriendo”. Esas palabras estallaron en los oídos de Virginia, su pequeña hija había expresado lo que ella misma estaba comenzando a experimentar. Y en ese instante empezó la paradoja de “correr” para relajarse y dejar de “correr” para conectarse con sus hijos y su entorno.
“Pensaron que estaba en una secta”
Como supo más adelante, el encuentro con las herramientas que la ayudaron a salir adelante sucedió cuando ella estuvo realmente lista para comenzar su proceso de cambio hacia una vida de calidad. Fue en ese contexto que conoció el Reiki, más adelante las constelaciones familiares y luego se aferró a la práctica del yoga. “Mi familia pensó que había entrado en una secta. Son bastante religiosos, y creo que en mi caso me tocó encontrarme con generaciones que consideraban extraño a lo diferente. Pero sobre todo, porque cuando comencé a ver los cambios que generaba en mí, trataba de invitar a todos para que se animaran a descubrir estas herramientas. Me la pasaba hablando de las cosas que estaba transitando, luego comencé un curso para poder ser yo facilitadora y ayudar a otros. Viajé varias veces con un grupo a Córdoba a meditar. En fin, todo lo que se me iba presentado lo tomaba. Estaba deslumbrada con los resultados. Pero mi familia todavía no estaba lista para aceptar mi nueva realidad. Yo seguí en mi búsqueda. Comencé a estar menos reactiva, más serena, más alegre, menos jueza de los defectos ajenos. Y aprendí que todo cambio comienza por uno y no por el otro. Y creo que lo más importante fue descubrir que las situaciones desfavorables llegan a nosotros para enseñarnos algo”.
De todos modos, el proceso le costó largas horas de llanto, descubrimientos de sus propias sombras, decepciones del entorno y planteos fuertes que jamás hubiera imaginado. “Llegó un momento que era tanto lo que estaba mezclando que un día mi profesor de yoga me dijo dejá de hacer shopping espiritual y profundizá en aquello con lo que te sientas más identificada. Ese comentario me dejó helada, porque estaba volviendo al comienzo: muchas cosas, falta de disfrute y de introspección. Valga la comparación, para sacar agua cristalina de un pozo, hay que ahondar profundo, y no hacer pocitos por todos lados. Descubrir uno y llegar bien hondo. Lo mismo pasa en la vida”.
Un camino seguro
Decidió entonces priorizar lo que la hacía sentir plena: el yoga, el reiki y las constelaciones familiares fueron los recursos de los que se valió para, una vez más, tomar el rumbo de su vida. De a poco todo se fue acomodando. Y aquellas experiencias que había vivido como terribles pronto comenzaron a adquirir nuevo significado. Como cuando se divorció y creyó que era lo peor que le había pasado. “Pensé que era lo peor que podría haberme ocurrido, pero gracias a la nueva mirada más esclarecedora que vino luego, entendí que por algo había sucedido eso. Simplemente porque era lo mejor para todos y porque la vida me estaba preparando un sorpresa tan grata que en ese momento jamás hubiese imaginado”.
En 2003 conoció a Eduardo, su actual esposo, y en 2005 se casaron, aunque ella había jurado que jamás volvería a formar pareja. “Pero Edu me hizo ver la vida desde otro lugar. Lo que comenzó siendo como una amistad muy fresca, y confidente se transformó en un gran amor. Y de esa unión llegaron Facu (15) y Caro (11). Pudimos ensamblar las familias con muchas tormentas en el medio, mechando con diálogos, escucha atenta de cada hijo, confrontaciones, vacaciones buenas y otras no tanto… en fin. ¡La vida misma!”.
Virginia asegura que hoy vive en paz, aunque con inquietudes que la impulsan para seguir creciendo desde su interior. Sabe que su camino durará toda la vida y siente que sus experiencias y aprendizajes le han servido como una gran “lupa” para ver dónde pisa y con quién se relaciona. “Cuando nos animamos a usar las herramientas de las que disponemos con consciencia, empiezan a quedar situaciones, personas, lugares, trabajos en el camino. Desarrollamos nuestra intuición, nuestra mirada más benevolente y comprensiva hacia la gente. Por mi parte, yo aprendí a soltar lo que ya no va, a respetar al otro y su momento de despertar, a mirar primero mis errores, a no juzgar, a caminar liviana, a ser agradecida, a saber recibir con alegría las cosas buenas, y a reconocer que los tiempos y ciclos de la vida a veces no son los que esperamos sino simplemente los que deben ser”.
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