El deseo de verse “bien” frente al espejo lo había llevado al límite. El amor de sus padres fue la clave para volver a empezar.
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Corría enero de 2011 y, como todas las tardes, se preparó para sacar a pasear a su perra. El agobiante calor típico del verano de Santiago del Estero no era un impedimento para que lo hiciera. De hecho, las altas temperaturas de ese momento del día “encajaban” a la perfección con su propósito oculto. “Sacaba a pasear a mi perra. Hasta ahí, me lo permitían, hasta que descubrieron mi verdadera intención: correr a escondidas. En una de las calurosas siestas de ese mes, mientras exigía a mi perrita, sentí un dolor muy agudo en la cadera, que se trasladó hacia las piernas. Era insoportable”.
La infancia de Matías Abdulajad había sido “sencilla” en términos alimenticios. Nunca tuvo censuras. “Siempre me cocinaba mi mamá tratando de variar y, dentro de todo, respetar una nutrición acorde a sus conocimientos. Quizá mi problema se prestaba a la hora de elegir golosinas y bebidas como Coca-Cola. La inclinación hacia lo dulce fue (y es) mi debilidad. Ahí pecaba. Entonces, cuando sos chico supongo, a tus viejos les dará cierta pena prohibir deseos. Pero con el tiempo te das cuenta que no podés juzgar porque criar es demasiado complejo; supone un aprendizaje diario, constante y retador. Nunca lo sabrás a menos que te toque ese lugar”.
Espejo: el enemigo silencioso
Como todo adolescente, Matías deseaba verse mejor. El motivo que impulsaba su cambio tenía que ver con dejar atrás el sobrepeso que lo acompañaba desde la niñez. “Algo relativamente controlado sin llegar a la obesidad, pero no dejaba de hacerme sentir inferior e incómodo. Vaya autopercepción, ¿no?”. Fue en ese contexto que decidió hacer algo en esos primeros años de la secundaria. Oscilaba entre veranos donde hacía dietas y lograba con éxito bajar de peso, hasta que el año lectivo iniciaba y las excusas camufladas de las tareas quitaban espacio a la actividad física para, tarde o temprano, recaer en hábitos que lo devolvían al punto cero.
“Este escenario duró unos años hasta aquel verano de 2009, con 15 años y habiendo logrado (otra vez) perder peso y verme flaco, hice una promesa: continuar. Empezó el año. Las cartas, otra vez sobre la mesa. Durante el 2010 mi dedicación y constancia fue envidiable: excelentes notas, idiomas, salidas con amigos y lo mejor: tres a cuatro horas de deporte diario, matizando entre trabajos de fuerza con aparatos y kick boxing. El objetivo estaba logrado: sostener y avanzar. Entonces, gracias a ello, los resultados se traducían en el espejo y ese Matías diferente hacía su aparición. Me gustaba. Por primera vez en tantos años, me sentía cómodo en mi piel, en mi ser. El espejo era mi amigo y la ropa, su cómplice. Algo superfluo, pero a mis 16 años era el mundo”.
Pero Matías se había acercado demasiado a esa delgada línea donde la motivación se difuminaba con la obsesión y, más adelante, el flagelo. Tenía 17 años y, en noviembre de 2010, las cosas se tornaron un tanto sombrías en su mente. Como era un excelente alumno, sus vacaciones previas al último año de secundaria fueron completas. Así, dispuso de tres meses sin otras obligaciones extras más que que perpetuar lo que se había convertido en un ritual: la actividad física excesiva y, de a poco, menos alimento. Su entorno comenzó a notar el diagnóstico que, sin demorar, llegaría en enero de 2011: vigorexia y anorexia nerviosa.
Había llegado a un peligroso círculo vicioso que lo entregaba, cada vez más, al abismo. Al episodio de los paseos de su perra en plena siesta santiagueña para poder correr a escondidas se sumaron otros. Tirar la comida por la ventana cuando alguno de sus padres se levantaba un minuto de la mesa y lo dejaban sin control o gastar un rollo completo de papel higiénico para “limpiar” la comida de su aceite. “Una vez estuve tres horas con un plato de fideos. Secaba uno por uno. Por supuesto, el papel también servía para esconder restos y no comerlos. El entrenamiento, hasta que me lo prohibieron, era de cinco horas diarias. Cuatro en el gimnasio y una más en mi casa. Se sentía terrible. Casi el efecto contrario al que se busca con él. Te desmorona física y mentalmente. No fortalece. Era una cárcel”.
Un voto de confianza
El verano transcurrió en forma lenta y con mucha angustia para Matías. La alarma final llegó cuando tocó fondo: con 1,80 cm, 46 kilos, manías y un círculo que cada día, se hacía más pequeño y peligroso, la internación era inminente. Lo peor de todo era que no podría cursar su último año de secundaria. “Pero el amor salva. Y mis viejos dieron el no, ya que sabían iba a ser un paciente medicado. Otro voto de confianza. Más idas y vueltas. Más fallas y visitas a nutricionistas y psicólogos que no resultaban. Ver cómo la persona más fuerte que conocía en mi vida, mi papá, lloraba en plena calle, roto, me hizo despertar. Ese fue el quiebre. Una imagen que como hijo, no olvidas más. Daño sin intención, pero daño al fin, hacia alguien que te ama más que él mismo”.
A ese episodio de sumó otro que movió, una vez más, sus cimientos. Una noche de tantas, cuando su mamá le dio el beso de las buenas noches dijo la frase clave: “Te había pedido las cartillas de medicina para el ingreso a la facultad en Rosario, pero no va a poder ser”. Desde muy chico, Matías había soñado con ser médico. Y esa fue la punta de una recuperación plena. “En cuatro meses encontré una nutricionista que, más allá de su conocimiento alimenticio, era mi psicóloga. Me acompañó con dedicación, cariño y firmeza. El tiempo que fuese necesario y sin importar los pacientes detrás de mí. Gracias, Nancy. A la par, mi papá, que es chef, enseñaba a hacer helado y, por supuesto, fue el puntapié ideal hacia la introducción a comer saludablemente”.
En ese tiempo pudo entender que aquel dolor agudo que había sentido en ese paseo con su perra mientras corría había sido una señal de advertencia de su cuerpo. La nutricionista le había explicado que, al no tener grasa, las articulaciones carecían de sostén para lubricar el movimiento. Entonces los huesos chocaban entre sí, lo que le generaba dolor y, eventualmente, daño. “Después comprendí, cuando me tocó estudiar, que la grasa que rodea ambos riñones tiene motivos de protección ante agentes que puedan lastimar los órganos. Problema en personas demasiado magras. Pero cuando estás enfermo es casi imposible entender la destrucción que te causas y cómo puede repercutir”, recuerda.
Y fue así que la misma siesta que lo vio caer en el abismo más profundo, también lo ayudó a renacer. Cada siesta de aquel verano era una cita obligaba con motivo de ganar peso. “Entre el calor de ese enero/febrero de 2011, y las siestas en la heladería con mi papá, se sitúa mi renacer. La esperanza. El brillo en los ojos de ellos que tanto sufrieron, volvía. Dejaba atrás la sombra. Mi fuerza se situó en ser universitario, dejar mi provincia e irme a vivir a Rosario para concretar el sueño. Lo hice en 2012. Avancé. Encontré refugio en estudiar e interiorizarme en la nutrición. Pasó el tiempo. Año tras año cambié mi forma de comprender la alimentación. Jamás cuento mi historia con congoja o desde el papel de víctima; todas las decisiones son, y continúan, siendo mías”.
Hoy la vida de Matías se divide entre estudios (está a dos materias de recibirse), prácticas en un hospital de Santiago del Estero y el entrenamiento. Me propongo ayudar a cada persona que se cruce por mi vida. Con lo mucho o poco que disponga, con todas mis ganas y el ímpetu de caminar con cada uno su propia experiencia y desde su lugar. La magia jamás está en el resultado, sino en el proceso de descubrimiento en cada historia de vida. Ese es mi objetivo con el cual entiendo la felicidad: brindar al otro mi experiencia bajo conocimiento, pero jamás olvidando el alma. Es el amuleto frente a un mundo cada vez, más hostil. Médico de profesión. Humano por elección”.
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