Pedro Cahn, el hombre que nos explicó el sida
En 35 años, el médico infectólogo se convirtió en el referente sobre sida. Cómo logró vencer a los prejuicios y sacar de la marginalidad una enfermedad de la que poco se sabía
El hombre, que había enfermado gravemente en Miami, regresó a Buenos Aires a morir. Era dentista y su caso, raro, había llegado a la Academia Nacional de Medicina. Los médicos no le encontraban respuesta a su cuadro de inmunodeficiencia; no podía explicarse por leucemia, por linfoma ni por quimioterapia. Lo derivaron al infectólogo que estaba a cuatro cuadras, en la calle Cerviño, en el hospital Fernández. En su primera consulta, le contó que era gay; al poco tiempo falleció. Cuatro meses más tarde otro paciente llegó con un cuadro similar. Era bailarín del teatro Colón, había vivido un tiempo en Brasil y era gay. Era 1982 y Pedro Cahn comenzaba, sin saberlo, a especializarse en sida.
Treinta y cinco años después, una mañana de 2017, la sala de espera del servicio de Infectología del Fernández está abarrotada. Munidos de bolsas blancas con manijas plásticas, o abrazados a un sobre de papel madera ajado, la vestimenta inequívoca del paciente hospitalario, más de cuarenta personas esperan a ser atendidas. La puerta que da paso a los consultorios se abre y un hombre pequeño y de voz gastada, sin bigote como usaba en los años 90, llama a Nicolás. Ya jubilado, Cahn sigue atendiendo, como aquella mañana de 1982.
Los periódicos del 3 de octubre de 1985 anunciaban que Rock Hudson había muerto: El intérprete fue víctima del SIDA, tituló en tapa La Nación. Al anunciar dos meses antes que padecía la enfermedad, Hudson, prototipo de la masculinidad e ícono sexual de los años 50, hacía público, también, que era homosexual. Entonces, el diario Crónica titulaba así: Confirman que Rock Hudson padece enfermedad que afecta a amorales. Y así: Rock Hudson con “la peste rosa”.
El primer alerta sobre la enfermedad lo había dado el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos cuatro años antes, cuando en junio de 1981 anunció la aparición de casos raros de neumonía y sarcoma de Kaposi en gays. El sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida), una enfermedad infecciosa que ataca al sistema inmunológico, provocada por el virus VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana) destruye los linfocitos T CD4, células encargadas de alertar al resto del sistema inmune sobre los gérmenes extraños que entran en el cuerpo. Aunque el VIH está en todos los líquidos orgánicos de quien tiene el virus, solamente la sangre, el líquido preseminal, el semen, los fluidos vaginales y la leche materna presentan una concentración suficiente como para producir la transmisión.
Hudson se transformó en la cara del sida en el mundo y desató alerta y paranoia. La actriz Linda Evans vivió aterrada hasta que su test dio negativo: temía haberse contagiado. Seis meses antes de la muerte del actor lo había besado en la serie de televisión Dinastía. La escena, que se suponía fuera apasionadísima, debió repetirse varias veces porque Hudson besaba desganado, apenas si posaba sus labios sobre los de Evans. Por entonces las formas de contagio no eran claras: Hudson estaba extremando los cuidados.
Al otro día de su muerte, varios periodistas llegaron hasta el hospital Fernández en busca del infectólogo que sabía de sida. A pedido del director –“Si no hablás vos, va a hablar cualquier boludo”–, Cahn improvisó una conferencia de prensa en la puerta del centro médico. Así, en la Argentina, el sida tenía una cara y atendía en el Fernández.
Luego de aquella aparición masiva en los medios, él y sus compañeros Arnaldo Casiro y Héctor Pérez –actual jefe del servicio– nunca más volvieron a tener el mismo volumen de trabajo: “Pasamos de atender dos casos por semana a ver cincuenta pacientes en un día”, cuenta. Al día siguiente la cantidad de consultas fue tal que Cahn cruzó a la librería de la esquina para comprar un talonario de rifas: sólo de esa manera podría organizar los turnos.
El barrio se había alterado: gays y adictos a las drogas visitaban el Fernández, los vecinos estaban molestos y dentro del hospital la atmósfera no era muy diferente: Cahn, Casiro y Pérez fueron apodados la patota rosa.
–Éramos la patota rosa porque atendíamos a gays. Y eran “nuestros pacientes”, así los llamaban, “hay un paciente tuyo”, como si no fuera del sistema de salud –recuerda Cahn.
Mientras en el país se discutía la Ley de divorcio, Argentina perdía su lugar en el Grupo Mundial de la Copa Davis y se tejían hipótesis sobre la desaparecida doctora Cecilia Giubileo, Cahn peleaba contra sus pares. Al tiempo que crecían la cantidad de consultas, lo mismo pasaba con la resistencia interna: médicos de otras áreas le cerraban con llave los consultorios para que no pudiera usarlos; alguno llegó a decirle que no era “un tema personal, pero ustedes traen homosexuales y drogadictos y yo tengo hijos”.
El enfrentamiento escaló cuando le impidieron la internación de sus enfermos con la excusa de que faltaban condiciones de bioseguridad. Sus enfermos eran los pacientes con VIH y sida. La manera que encontró para darles cama fue evitar el registro y un inteligente uso de la semántica: la prohibición era sobre pacientes con sida, no con VIH. “Un caso de sida es un paciente con VIH que tiene una determinada infección dentro de una determinada lista de infecciones oportunistas”, explica Cahn. Entonces lo que hacía era internar a pacientes con VIH con fiebre y le pedía a la jefa de laboratorio que le diera el diagnóstico telefónicamente. “Lo tratábamos empíricamente, como si no supiéramos el diagnóstico.”
La medida se quebraría, tiempo después, con la primera embarazada. Estaba internada en el hospital Muñiz, pero el parto se haría en la maternidad Sardá. “La mamá quedó en la Sardá, pero el secretario de Salud, Juan Carlos Veronelli, trasladó al bebe al Fernández. Ahí se abrió la internación para embarazadas y derribó la idea de que por una cuestión de sexualidad o adicción no se pudieran internar”, recuerda Héctor Pérez sobre el año 1987.
El miedo a la enfermedad era tal que los médicos que asistieron el parto prácticamente se disfrazaron:
–Se pusieron doble camisolín, doble par de guantes. Y antiparras de esquí –dice Cahn.
–¿Les dijiste algo?
–¿Qué les iba a decir? Yo quería que le hicieran la cesárea a esa pobre mina.
Mientras lo cuenta, en su oficina de la Fundación Huésped, hace el ademán de colocarse unas antiparras invisibles. Sus brazos se meten en un camisolín fantasma dos veces. Virtualmente vestido para el parto, Cahn sonríe y se quita las inexistentes antiparras como si espantara a una mosca.
Cuando en 1986 el virus adquiere su nombre: Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH), Cahn viaja a la Conferencia Internacional de Sida en Munich. De regreso a Buenos Aires, Pérez le da la peor noticia: las historias clínicas de los pacientes habían desaparecido. La guerra interna entre médicos sumaba el peor capítulo.
–Fue para amedrentarnos, para que no trabajáramos más. Eran más de quinientas historias, quinientas personas que habían dicho su sexualidad. Las guardábamos en un locker de ropa, detrás de donde hoy está Facturación–cuenta Pérez.
Además de reconstruir el historial médico debían encontrar dónde guardarlo. La solución la aportó Ángel, un amigo de Cahn que era gerente del banco Credicoop. Ayudados por unos rodillos de madera y cintas de persianas, cuatro hombres arrastraron una caja fuerte por el hall del hospital hasta el lugar donde aún permanece. Era pesadísima y tan grande, del tamaño de una puerta. Al cabo de unas horas, estaba en su sitio. Era el único lugar en el que historias clínicas estarían a salvo.
–Pedro, ¿podías creer lo que estabas haciendo?
–En la vida en general, pero muy en particular para sistemas escleróticos y perversos como son los sistemas de salud, hay dos opciones: formás parte de la solución o formás parte del problema. Hice cosas ilegales, pero era la única manera de avanzar.
* * *
“En la capital francesa hay algunos norteamericanos que no están tan interesados en el arte abstracto o en la literatura de vanguardia como en la posibilidad de salvar su propia vida”: así comenzaba el artículo que la revista Newsweek publicó en agosto de 1985. Viajaban a París para probar una droga experimental, HPA-23, desarrollada en el Instituto Pasteur; Rock Hudson fue uno de los pacientes. Todavía faltaba un año para la llegada del AZT (zidovudine retrovir), la primera droga antiretroviral.
En el consultorio 10, que es el que ocupa esta mañana de 2017, todo es pequeño y simple: hay una camilla, dos sillas de plástico, una pileta para asearse, toallas de papel y una computadora sobre un escritorio. Cahn escribe una receta, que luego la secretaria sellará y así su paciente podrá retirar la medicación para todo el mes.
Hasta que no hubo terapia antiretroviral, recetó polivitamínicos: “El concepto de médico, etimológicamente, viene de cuidador. Cuando podés curar, curás. Cuando no, tratás de acompañar. Era muy duro para el paciente irse sin una receta. Yo le daba algo que no le hacía mal y que lo ayudaba a sobrellevar la situación con más esperanza”.
En sus comienzos, el cóctel, como se llamó en 1996 a la terapia antriretroviral –impide la multiplicación del VIH y evita la destrucción del sistema de defensas–, eran muchas pastillas, con varias tomas a lo largo del día. Hoy el tratamiento se simplificó a tal punto que una sola por día puede combinar varios fármacos y previene el desarrollo de la enfermedad, prolonga la vida y evita la transmisión de la mamá a su bebe. Así fue que el VIH dejó de ser una sentencia de muerte. Por eso hoy puede hablarse de una enfermedad crónica.
Actualmente Cahn, desde la fundación Huésped, trabaja en el estudio Paddle, un régimen de dos drogas (Dolutegravir y 3TC) que demostró ser efectivo como tratamiento inicial del VIH: a los dos meses de tratamiento todos los pacientes tenían niveles de carga viral indetectables.
Pero cuando todo comenzó, allá por 1982, Cahn y Pérez creían que habían dado con una enfermedad exótica que les daría, con unos pocos casos en sus manos, tema para escribir y publicar. Lejísimos estaban de sospechar una epidemia. Para el año 1987 habían tratado 33 de los primeros 67 casos del país: habían visto la mitad de los que había en la Argentina. Junto a Casiro, el otro médico que los acompañaba en el Fernández, publicaron el trabajo en la revista Medicina.
Por ese estudio, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) los becó en el Congreso en Estocolmo. El problema era que había que llegar a Estocolmo.
Unos meses antes habían dado una charla en Aerolíneas Argentinas, así que echaron mano al contacto y consiguieron que los llevaran gratis. Pero hasta Roma, que era hasta donde llegaba Aerolíneas. El vuelo Roma-Estocolmo, Estocolmo-Roma costaba 500 dólares. Para pagar eso, Cahn y Pérez recortaron gastos:
–El hotel de la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) de Estocolmo tenía el desayuno incluido. Nos robábamos panes y frutas, los metíamos en el bolso del Congreso para comer durante el día. Había un stand de Roche que repartía manzanas, era el símbolo de una droga que ellos tenían; nos morfábamos las manzanas ahí. Otros te daban galletitas. A la noche, con un calentador eléctrico, nos preparábamos sopas que habíamos llevado desde Buenos Aires. Y en McDonald's compartíamos un BigMac.
Según el artículo El SIDA analizado desde distintas perspectivas, fechado el 5 de octubre de 1985 en la nacion, La Peña El Ombú, que “trata por lo general problemas políticos o económicos (...) esta vez giró hacia una cuestión de innegable actualidad”. Uno de los expositores, Diego Nachón, psicoanalista, sostuvo que “el sida es producto de la depresión y el masoquismo, todo ello consecuencia de la culpa”, y que la “homosexualidad no es una enfermedad, sino síntoma de otra cosa”. Sentado a la misma mesa, estaba Carlos Jáuregui, presidente de la Comunidad Homosexual Argentina. Su hermano, Roberto, sería, junto con Cahn, símbolo de la lucha contra el sida en la Argentina desde la Fundación Huésped.
La Fundación Huésped fue, en su comienzo, un centro médico. Funcionaba en la calle Gascón, a la vuelta de la actual sede, en el pasaje Ángel Peluffo, en Almagro. Cahn era su director médico y Kurt Frieder, el financista. Era 1987, la enfermedad crecía y con ella la discriminación y las familias que buscaban respuestas y compañía. Sus hijos, sus parejas se estaban muriendo. Entonces Cahn le propuso a Krieger hacer una ONG. Se conocían desde los diez años. Vecinos del barrio de Once, iban al mismo club y Pedro recibía seguido a Kurt en su casa: eran los años 50 y en lo de los Cahn había televisor.
Mientras la fundación daba sus primeros pasos en su armado, en 1988, los músicos Miguel Abuelo y Federico Moura morían por causa del sida. Dos años después, en 1990, Roberto Jáuregui, que fue uno de los primeros pacientes de la fundación, hizo público que tenía VIH y se transformó así en símbolo de la lucha contra la enfermedad. Entre las cosas que hizo se recuerda su paso por el programa de TV Hora clave, donde le pidió a Mariano Grondona que lo abrazara, y su participación en la novela Celeste siempre Celeste, donde actuó su propia historia, la de un paciente con VIH.
En 1992, cuando el país se paralizaba para ver Hola Susana, un spot irrumpía entre los avisos publicitarios. La cámara hacía un barrido de izquierda a derecha, por una hilera de camas vacías. La voz en off de Cipe Lincovsky, acompañaba: “Primero se llevaron a los homosexuales. Pero yo no me preocupé, porque yo no era homosexual”. El Consejo Publicitario Argentino hizo, junto con la fundación, la primera campaña fuerte en medios. Sobre el final, una placa decía “Sida. No te dejes llevar por la indiferencia. Informate. 981-1828”.
–Recibíamos doscientas llamadas por día –dice Kurt, ahora, en su oficina de la fundación–. Llamaba desde el asustado porque había tenido sexo sin preservativo hasta el que puteaba porque el aviso decía que podía haber mujeres infectadas: ¡Es una enfermedad de maricones!
–¿Quién atendía el teléfono?
–Roberto. Jáuregui.
Según cifras del Ministerio de Salud, entre 1982 y 1990 hubo 1169 casos. Solamente en 1992 (el año del spot), 1128. En 1994, 2172. Ese año, en enero, falleció Jáuregui.
Meses después de su muerte, Cahn, de regreso de un viaje a Italia, queda varado en el aeropuerto de Montevideo. Desde un teléfono público llamó a su familia para avisar que llegaría quién sabe cuándo. Un señor, en idéntica situación, le pide prestado un cospel. Empresario él, se comunicó con Buenos Aires para que lo fueran a buscar en un avión privado. Le ofreció a Cahn el aventón.
–¿A qué te dedicás? –dice Cahn que le preguntó.
–Hago esto, esto y esto –recuerda que le respondió.
–Llamame –le dijo mientras le extendía una tarjeta–, a ver si podemos dar una mano.
Aunque Cahn pensó que la oferta había sido una mera formalidad, de ese encuentro fortuito llegaron cincuenta mil dólares. La donación, que aquel empresario hizo bajo la condición de que fuera anónima, se repetía en el mundo de las ONG. La ley 23.696, conocida como Ley de Reforma del Estado, fue sancionada en 1989 por el presidente Carlos Menem y permitió la privatización de las empresas estatales. El modelo neoliberal, que llevó a una profunda crisis económica y social del país, hizo que empresas “que valían diez se vendieran en cien. Había empresarios que venían con el dinero en efectivo a dejarlo en la fundación”, recuerda Frieder.
Ese mismo año, con esa donación anónima, la Fundación comenzó la construcción del hospital de día Roberto Jáuregui en el Fernández. La obra había sido calculada en 280 mil dólares, pero fueron casi 400 mil: no habían contemplado el IVA.
Otra mañana de 2017, en ese hospital de día donde hoy funciona el servicio de infectología del Fernández, comienza la atención de los más de doscientos pacientes diarios. De acuerdo con el último boletín de la Dirección de Sida y ETS, en la Argentina viven alrededor de 120 mil personas con VIH, pero sólo 68 mil reciben tratamiento: el 30% desconoce su diagnóstico.
En la sala de espera hay hombres y mujeres grandes, hombres y mujeres jóvenes, parejas, solos, gays, transexuales, una madre que acompaña a su hija: el 80% de ellos está allí porque tiene VIH. Varios de los que esperan son varones muy jóvenes, no superan los 23 años. No es casualidad: el informe de la Dirección de Sida confirma al comparar los trienios 2007-2009 y 2013-2015 que hay dos cambios alarmantes: la proporción de varones diagnosticados entre los 15 y los 24 años trepó del 13 al 18%. También el de mujeres entre 45 y 54 años aumentó del 11 al 14%. El 90% adquirió la infección por transmisión sexual. La causa es la misma: no usaron preservativo.
Onusida, la agencia de las Naciones Unidas, asegura que la epidemia se podrá controlar sólo en 2030. Se basa en la estrategia 90-90-90, del doctor argentino Julio Montaner, director del Centro de Excelencia de la Columbia Británica para el VIH/sida, en Canadá. El objetivo es que el 90% de quienes tienen VIH sepan su diagnóstico, que el 90% de ellos accedan a tratamiento y que de los que se traten, por lo menos el 90% logre carga viral indetectable. Montaner consiguió cortar drásticamente la transmisión del VIH ampliando el testeo del virus y asegurando el acceso temprano y gratuito a la medicación.
“La estrategia de tratamiento como prevención es muy importante. Es la meta a lograr. Porque uses o no uses forro, si tenés carga viral indetectable, tus posibilidades de transmitir a terceros es mínima”, explica Cahn.
En la caja fuerte que resguardaba la sexualidad de los pacientes en los años 80, hoy hay ropa y galletitas. La puerta permanece abierta: ya no tiene la llave. De la manija cuelga un bolso; es de Pedro Cahn. En un rato, cuando sea la hora de irse, se sacará el guardapolvo. De camisa celeste, pantalón de vestir oscuro y un bolsito negro al hombro, Cahn se perderá entre la gente por la calle Cerviño.