Pederasta y coprofílico: la repugnante historia de Albert Fish, el abuelo canibal que mató a más de 150 niños
Los escalofriantes asesinatos de “El Hombre Gris” conmocionaron al mundo por su crueldad
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Caras vemos, pero desórdenes psiquiátricos no sabemos. Detrás de un pulcro bigote, un refinado traje y un elegante bombín a veces la criminalidad se asoma y se da un buen festín. Hamilton Fish, conocido como Albert o El Hombre Gris, es el sueño de todo especialista en salud mental y la peor pesadilla de la población estadounidense. Caníbal, masoquista, pederasta, sádico y coprofílico, este asesino serial puso muy en alto los estándares de la criminalidad en la década de 1890.
Sus múltiples trastornos mentales y filias lo llevaron a convertirse en uno de los homicidas de niños más despiadados del siglo XX y su incalculable crueldad lo condujo hasta su terrible final en 1936, cuando fue condenado a morir en la silla eléctrica. Pasaron más de ocho décadas desde que el cumplimiento de su pena capital, pero entre las mentes de los ciudadanos estadounidenses aún quedan despojos de indignación y terror al recordar a este abuelo asesino que cobró la vida de más de 150 niños.
La historia del crimen en Estados Unidos es también la pavorosa historia de Fish, y aunque a veces desenterrar el pasado no sea una buena apuesta, existen relatos que, por más que se escondan, siempre luchan por salir a la luz. Esta vez es el turno del sanguinario “Hombre lobo de Wysteria”.
Sus inicios: una obsesión por el dolor
Hamilton Howard Fish nació el 19 de mayo de 1870 en Washington D. C., Estados Unidos. Desde que era tan solo un niño fue azotado varias veces por la muerte, la cual no solamente le arrebató a su padre a la edad de cinco años, sino que también lo puso a prueba con el fallecimiento de uno de sus tres hermanos. Su madre, Ellen Fish, no pudo soportar lo que vino después del inesperado infarto que le produjo la muerte a su esposo, así que tomó una drástica decisión, que, sin duda, cambiaría el futuro de Hamilton para siempre.
Para 1875, las paredes grises, los castigos físicos y las burlas incesantes ya eran parte del intrincado mundo del futuro asesino. El dolor embriagador y la carencia económica llevarían a su madre a encargar su cuidado a un orfanato que, si bien trajo consigo momentos desoladores también, fue el detonante de un gran descubrimiento. Las primeras tendencias masoquistas comenzaron a dejarse vislumbrar a la corta edad de cinco años. Los informes de aquella época describen a Fish como un joven problemático, cuyo mayor deseo era sentir dolor. Sus días transcurrían entre sus pasatiempos favoritos: autoinfligirse lesiones, golpear a sus compañeros y mostrar una curiosidad desbordada por los recortes de prensa que retrataban las historias de criminales.
Si su infancia fue determinante en la formación de su instinto homicida, su genética lo fue aún más. Con dos generaciones de enfermedades psiquiátricas a sus espaldas, Albert se convirtió en la persona más temida. No obstante, no fue el único, ya que al menos siete personas de su parentesco más directo, entre ellas su madre, habrían padecido de fuertes alucinaciones. Su paso por el orfanato no duró mucho y en 1879 ya se encontraba de nuevo junto a su progenitora. Sin embargo, lo que para algunos fueron cuatro años, para Fish constituyó tan solo el inicio de una amplia e interminable etapa de exploración y descubrimiento de sus más oscuros deseos.
“Me excitaban sus olores y sonidos” es la escueta, pero reveladora frase con la que el “Vampiro de Brooklyn” describió ante los jurados de la audiencia el perturbador episodio de su vida. Sus particulares aficiones y su controvertido actuar delictivo antecedían la llegada de su éxito criminal.
Una pasión por los delitos
Empecinada en sacar a su hijo de un mundo que consideraba repulsivo, Ellen impulsó a Fish a contraer matrimonio con una joven nueve años menor que él. Del fruto de su unión nacieron seis hijos: Albert, Anna, Gertrude, Eugene, John y Henry. El casamiento arreglado parecía funcionar con Fish ejerciendo sus labores como padre y esposo amoroso. Incluso, una de las detectives que lo arrestó en 1903 por malversación de fondos recordó esa tierna y fugaz etapa de la vida del asesino serial en donde todo iba viento en popa y sus instintos criminales parecían haber quedado enterrados en el pasado. “En esos años fue un buen padre y esposo”, aclaró la autoridad estadounidense a los medios locales.
No obstante, hasta las fachadas más elaboradas corren el riesgo de derrumbarse y al inocente pintor de casas particulares la vida le tenía preparadas unas cuantas sorpresas, no sin antes tener la oportunidad de arremeter en contra de un centenar de niños. Según confesó el mismo asesino serial a las autoridades, su primera víctima se remonta a 1910, año en el cual atacó a Thomas Bedden. Posteriormente, en 1917, acuchilló a un niño afroamericano en Maryland, Estados Unidos.
El verdadero detonante de su locura se produjo tras el abandono de su esposa por otro hombre en 1917. Perdido y solo, Fish comenzó a oír voces que lo incitaban a cometer crímenes en nombre del apóstol San Juan. En una montaña de pistas sin resolver, incertidumbre y dolor fueron acumulándose las víctimas de Fish y aunque sus crímenes son incontables, también lo son inolvidables. El nombre Billy Gaffney aún retumba en los oídos de quienes fueron presas del terror infundido por Albert.
El 11 de febrero de 1927, un nuevo delito ensombreció la tranquilidad de un vecindario en Brooklyn. Al parecer, un hombre de complexión delgada, cabello y bigote gris raptó a un niño de cuatro años llamado Billy Gaffney mientras se encontraba jugando afuera del apartamento de su familia con un amigo. A día de hoy, el cuerpo del menor no fue hallado.
El inicio del fin de “el hombre gris”
Pese a que se le atribuye la responsabilidad de un centenar de abusos y asesinatos, el afamado caníbal solamente pudo ser juzgado por uno en particular: el homicidio de la pequeña Grace Budd. Un anuncio en el periódico sería el inicio de la pesadilla de la familia Budd. Todd, el hermano mayor Grace, publicó un aviso con el que buscaba conseguir empleo. Fue solo cuestión de tiempo para que una gran ola de muerte disfrazada de oportunidad laboral llegara a la puerta de su casa.
El abuelo asesino no solamente se obsesionó con la niña de diez años al acudir a la dirección residencial de la familia, sino que orquestó un macabro plan para ganarse la confianza de los padres y finalmente sacar a Grace con la excusa de ir a una fiesta de cumpleaños. Para infortunio de todos, Grace nunca regresó a su hogar como había prometido que lo haría. Sin rastro de la niña y su captor, pasaron seis largos y dolorosos años en los que la esperanza se perdió.
Fue una misiva enviada por Albert la que le confirmó a la familia lo que para esa época ya temían. “El domingo 3 de junio de 1928 llamé a su puerta en la calle 15, 406 oeste. Llevaba queso y frutillas, y almorzamos. Grace se sentó en mi regazo y me besó. Con el pretexto de llevarla a una fiesta, le pedí que le diera permiso, a lo que usted accedió. La llevé a una casa vacía que había elegido con anterioridad en Westchester”, inició la carta con la que el fallecido asesino trataría de exculpar sus crímenes.
“Cuando llegamos, le dije que se quedara afuera. Mientras ella recogía flores, subí y me desnudé -continuó la carta- Sabía que si no lo hacía podría mancharme la ropa con su sangre. Cuando todo estuvo listo, me asomé a la ventana y la llamé. Entonces me escondí en el armario hasta que ella estuvo en la habitación. Al verme desnudo, comenzó a llorar y trató escapar por las escaleras. La atrapé y me dijo que se lo diría a su mamá”.
Las palabras del asesino entraron como misiles en el corazón de los seres queridos de Grace y arrasaron con toda esperanza e ilusión de ver a su pequeña. La confesión que vino a continuación fue el inicio del fin del apodado “Hombre lobo de Wysteria”.”¡Cómo pataleó, arañó y me mordió! Pero la asfixié hasta matarla. Luego la corté en pequeños pedazos para poder llevar la carne a mi habitación. Me llevó nueve días comerme su cuerpo entero”, sostuvo en el explícito y crudo relato.
¿Justicia para las víctimas o recompensa para el asesino?
El 13 de diciembre de 1934, Alfred Fish fue finalmente arrestado por la Policía estadounidense. Sin un atisbo de remordimiento y bajo la premisa de “no soy un demente, solo un excéntrico. A veces ni yo mismo me comprendo”, confesó haber cortado la cabeza de Grace con un cuchillo y el resto de su cuerpo con una sierra.
A sus revelaciones se sumó la de un niño de cuatro años (aparentemente Thomas Bedden) al cual flageló hasta morir. Con la crueldad al extremo, le cortó las orejas, la nariz y le sacó los ojos para finalmente preparar un estofado humano. Una tras otra, Fish narró con una sonrisa en la cara todas las perversiones cometidas a más de un centenar de niños y jóvenes durante su juicio llevado a cabo el 11 de marzo de 1935.
Días después fue encontrado culpable por la justicia y condenado a morir en la silla eléctrica, que más que un castigo ejemplar, fue visto por él como una placentera recompensa, de acuerdo con declaraciones de un periodista de Daily News presente en el lugar de la ejecución.
”Sus ojos llorosos destellaron de alegría ante la idea de ser sometido a un calor mucho más intenso, comparado con el que usualmente se quemaba para satisfacer su lujuria. Preguntó si estaría consciente en el momento de su muerte. Dijo que era el único placer que le faltaba probar: su propia muerte, el delicioso dolor de morir”, escribió el reportero.
La ejecución se produjo el 16 de enero de 1936 y la potente descarga eléctrica de su silla fue el último escalofrío que conoció el ‘abuelo asesino’.
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