Patti Smith y el arte de ver en la oscuridad
"En las calles oscuras, a través de la espesa niebla negra, vi un antílope y comenzó a hablar”, se oye decir en la sala en penumbras. Con su tono grave e inconfundible, la voz de Patti Smith retumba en cada rincón de la Gran Lámpara, la sala central de la muestra Les Visitants, en el Centro Cultural Kirchner. Es una pieza clave de David’s Room Revisited, instalación de Guillermo Kuitca inspirada en la obra del gran director de cine estadounidense.
“Además de ser un ícono musical y una escritora asombrosa, es una excelente fotógrafa”, dice Kuitca sobre la llamada madrina del punk mientras señala París, etc, una serie de cuarenta pequeñas Polaroids que distribuyó en su rol de curador en el espacio más amplio de la exposición. El mismo lugar que será recorrido por la propia artista en los próximos días, cuando visite la Argentina para ofrecer un concierto y un recital de poesía.
Nacida en Chicago en 1946, Patti tuvo su primer contacto con el arte a fines de la década de 1950, cuando visitó con su familia el Museo de Arte de Filadelfia. “Me conmovieron los elegantes bodegones de Sargent y Thomas Eakins; me deslumbró la luz que emanaba de los impresionistas. Pero fueron las obras de una sala dedicada a Picasso, de sus arlequines a su cubismo, lo que más hondo me caló. Su confianza brutal me dejó sin respiración”, cuenta en el libro Éramos unos niños (Lumen, 2010), centrado en su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe.
“Sé que, mientras bajábamos la suntuosa escalera en fila india, yo parecía la misma de siempre, una niña de doce años carilarga y desgarbada. Pero en mi fuero interno sabía que me había transformado, conmovida por la revelación de que los seres humanos crean arte, de que ser artista era ver lo que otros no podían ver”, agrega sobre aquel primer encuentro con la obra del maestro malagueño. Años más tarde, ya en Nueva York, solía sentarse frente al Guernica en el Museo de Arte Moderno; admiraba que aquella obra hubiera sido realizada por el artista “para recordarnos las injusticias cometidas contra su pueblo”.
Un vínculo platónico similar se inició a los 16 años, cuando su madre le regaló La fabulosa vida de Diego Rivera y ella se imaginaba “como Frida para Diego, musa tanto como creadora”. “Me trenzaba el pelo como Frida, llevaba un sombrero de paja como Diego”, escribe en M Train (Lumen, 2016), donde relata su visita a la Casa Azul, en la que convivió la pareja de artistas, a quienes describe como sus “guías secretos” de la adolescencia.
Incluso años después, cuando terminó el romance con Mapplethorpe, emularía a Frida al cubrir las paredes de su habitación con autorretratos y versos que reflejaban hasta qué punto estaba sufriendo.
“Nunca pensé que viviría mucho; sería una artista y moriría joven de tuberculosis o algo así, como Charlotte Brontë”, dice Patti en un cameo de la película Song to Song (2017), dirigida por Terrence Malick. La intérprete del legendario álbum Horses se refiere allí a la muerte de su marido, Fred Sonic Smith, padre de sus dos hijos.
La tranquilidad de la vida familiar comenzó en 1979, cuando se marchó de Nueva York. Había sido protagonista en esa ciudad de una época de oro, entre el mítico Chelsea Hotel y el bar El Quixote, donde gran parte de la historia contracultural de Estados Unidos fue escrita por autores como William Burroughs, Jimi Hendrix o Janis Joplin. Sin embargo, siguió siendo amiga de Mapplethorpe hasta que el fotógrafo murió, a los 42 años, como consecuencia del sida.
“¿Qué es hermoso u horrible?”, le preguntaría Patti Smith a David Lynch décadas más tarde, en un diálogo que puede verse en YouTube. “No tenemos respuesta a esas preguntas. Porque no queremos respuestas, no las necesitamos. Solo necesitamos hacer nuestro trabajo”.
El trabajo de ver en la oscuridad. n