El personaje creado por Dante Quinterno sirvió como amuleto y carta de presentación de los voluntarios argentinos que combatieron en el aire para los Aliados
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Un poco de pintura, un pincel, un buen pintor y un avión competente. ¿Qué más necesita un piloto para destacarse en el aire, entre otras naves? Moda o cábala, durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, los aviones de combate llevaron grabados todo tipo de dibujos o leyendas. Algunos pilotos los llevaban como amuleto, mientras que otros los utilizaban como carta de presentación en cada enfrentamiento. Era su forma de mostrar credenciales e intimidar al enemigo.
El Barón Rojo (Manfred Albrecht von Richthofen, piloto alemán considerado ”as de ases”, ya que derribó 80 aeroplanos enemigos) fue uno de los máximos exponentes de esta tendencia. La aparición de su triplano Fokker pintado de color rojo era un aviso que la tragedia de la vida, corta por cierto, se hacía presente.
Durante la Segunda Guerra, los pilotos argentinos que se alistaron como voluntarios en las Fuerzas Aliadas continuaron con esta tradición. Así aparecieron nuevas imágenes, de evidente inspiración criolla, estampadas en sus máquinas de guerra. Los venerados grabados de gauchos creados por Florencio Molina Campos, por ejemplo. También los nombres de localidades, provincias e incluso colegios. Sin embargo, hubo una imagen en particular, de un héroe de historietas creado por el dibujante Dante Quinterno, que sobresalió entre otros motivos. La figura del cacique Patoruzú ejerció un gran magnetismo entre los pilotos.
“Servite de esta, trompeta”
Un puñado de jóvenes anglo-argentinos pintaron en las narices de sus aviones de combate al cacique tehuelche. La imagen de Patoruzú era en sí misma una declaración de principios: representaba honestidad, algo de inocencia, absoluta lealtad, mucho coraje y también fortuna. Algunos lo rodeaban con frases típicas de la caricatura: “Servite de esta trompeta”, “Hacete a un lau”... De esta manera, sentían que llevaban consigo al combate parte de su Argentina natal.
Increíble pero real, aquellos aviones de tecnología moderna para la época portaban la imagen del recordado indio Patoruzú y se enfrentaron en el aire a cazas del imperio japonés y de la Alemania dirigida por Adolf Hitler.
Patoruzú entró en la Segunda Guerra Mundial en 1942. Tuvo su bautismo de fuego de la mano de Cedric Henman, piloto argentino, con un duelo sobre el Mar del Norte. Se enfrentó contra un caza alemán. Su nave no poseía las bondades del avión enemigo, que era ágil, rápido y tenía un armamento letal. Henman, que nunca antes había peleado y se encontraba en evidente desventaja, logró una victoria sorprendente. Su debut -que fue también el de Patoruzú- fue prometedor.
El argentino regresó a su base con su primera victoria en el aire. Sus dotes como aviador lo transformaron, con el correr de los años, en un piloto experimentado. Voló, combatió y sobrevivió. En junio de 1944, cuando se produjo el desembarco Aliado en las costas de Normandía, que pasó a la historia como “el Día D”, piloteaba un nuevo modelo de caza Typhoon al que bautizo “Patoruzú II”.
La cantidad de misiones que concretó logró extenuar la capacidad mecánica de su avión, que entró en reparaciones por una pérdida de aceite. A Henman no le quedó otra alternativa que tripular otro avión, uno “de ocasión”. Ese cambio insignificante, modificó su historia personal para siempre: la suerte de Patoruzú lo abandonó.
Mientras el Patoruzú II era reparado, Henman condujo el avión “prestado” y atacó a las columnas de transportes alemanes que se retiraban del frente de combate por los caminos vecinales de la Francia rural. Realizó dos ataques exitosos, pero mientras se disponía a realizar una nueva embestida, una voz emergió por la radio. Era su comandante, que volaba a su lado, quien le informó que su avión había sido impactado por la artillería alemana y comenzaba a ser devorado por las llamas. Henman se retiró del área con la intención de ganar altura y, al mismo tiempo, fijar el rumbo hacia la base.
El fuego alcanzó una furia inusitada y envolvió su avión. Le ordenaron saltar en paracaídas: las llamas lamían los tanques de combustible y el humo inundó la cabina. En ese momento, Henman volaba sobre las líneas aliadas. Imaginó que podría descender mansamente en su paracaídas y ser rescatado con seguridad por las tropas amigas. Pensó que sólo volvería al combate con su caza Patoruzú II, así la suerte nunca más lo abandonaría. Se quitó las correas y saltó del avión. El ímpetu del viento lo golpeó y, de pronto, se encontró rodando por el aire, cayendo a toda velocidad hacia la tierra.
Un sacudón repentino lo dejó colgando del paracaídas. Era un día despejado. Sentado, inmóvil, flotando a mil quinientos metros de altura, tenía una vista maravillosa del campo francés que le recordó a las pampas argentinas. Sin embargo, esta placentera experiencia acabó de golpe. Henman se dio cuenta que, desde tierra, tropas alemanas le disparaban. Alzó su vista y observó varios agujeros en su paracaídas. El sonido de disparos aumentaba a medida que se acercaba al suelo. Al mismo tiempo, la brisa comenzó a llevarlo hacia el este, donde había realizado sus ataques.
Antes de tocar tierra, Henman volvió su mirada al paracaídas y llegó a contar 17 agujeros. No comprendía porqué las balas no lo habían impactado. Entendió que, de alguna manera, Patoruzú lo seguía protegiendo. El aterrizaje fue perfecto. En segundos se quitó el paracaídas y corrió en dirección al bosque más cercano.
Escuchó las voces de los soldados alemanes que lo buscaban. El retumbar de botas corriendo y los gritos se multiplicaron cuando encontraron su paracaídas. Luego sonó el estampido de ametralladoras que dispararon hacia los arbustos, de forma indiscriminada.
A los pocos minutos, un soldado joven de unos 16 o 17 años armado con un revólver, lo descubrió. Henman emergió de la vegetación con sus manos por sobre la cabeza. Lo registraron, lo maniataron y lo pararon contra un árbol. Un grupo de soldados se alineó frente a él, como un pelotón de fusilamiento. Cuando levantaron los rifles para apuntar, en un movimiento que pareció coreografiado, una oficial de la temible S.S. irrumpió en escena gritando y el cabo a cargo del pelotón de fusilamiento improvisado demoró la orden de fuego.
El oficial vació los bolsillos de Henman, revisó lentamente sus efectos personales, observó su tarjeta de identificación y luego, en un precario inglés, le informó que sería llevado para ser interrogado. Sus días de cautiverio tras las alambradas de un campo de prisionero acababan de comenzar.
PATORUZÚ, CONTRA LOS JAPONESES
En Burma, el olvidado frente del sudoeste asiático, otro piloto argentino, Ian Andamson, nacido en la ciudad de Rosario, pintó la imagen de Patoruzú en su avión caza Hurricane. Pero no creó solo la imagen del cacique: debajo de la figura agregó también la leyenda “Hacete a un Lau”.
Adamson y sus compañeros de escuadrón llevaban una vida miserable, apiñados en una choza precaria. En el aire se enfrentaban a los japoneses, mientras que en tierra luchaban con mosquitos y sanguijuelas, contra una humedad insoportable y una lluvia que parecía no terminar nunca. Sus aviones apenas sobrevivían a la intemperie, a merced de los monzones.
Sin embargo, Adamson y su querido Hurricane Patoruzú volaron juntos por dos años seguidos. Tuvieron su bautismo de fuego el 22 de mayo de 1943. Veinte bombarderos japoneses Mitsubishi Lily regresaban a base luego de bombardear el puerto de Chittagong. Adamson y sus compañeros, que volaban a una altura superior, se lanzaron sobre ellos. Adamson se lanzó en picada, apretó el botón de disparo y se sorprendió al observar un gran resplandor sobre el bombardero. Las llamas comenzaban a envolver a su enemigo. Voló tan cerca del avión japonés que alcanzó a ver las luces del panel de instrumentos en color rojo, símbolo de una masiva emergencia a bordo.
Adamson se retiró de la escena excitado por su primer derribo como piloto de caza. Sin embargo, cuando regresó a su base, fue sorprendido por una noticia que lo conmocionó: una bomba japonesa había caído sobre su choza, destrozando todas sus pertenencias. Se sintió afortunado: él y su Patoruzú se mantenían a salvo.
Ricardo Lindsell un ex empleado de la fábrica Alpargatas, se encontraba en una base próxima a la de Ian Adamson. Soñaba con regresar a la Argentina luego de la guerra, pues la empresa le guardaba su puesto. Sería suyo si lograba sobrevivir a la guerra con los japoneses. Su carrera fue meteórica: se enroló como piloto en la Fuerza Aérea Canadiense y pronto se convirtió en comandante del Escuadrón 60 de la Royal Air Force. Participó en la recordaba batalla de Kohima y se dedicó a operaciones de ataques a tierra. Su avión personal, un Hurricane provisto de cañones, llevó pintado un Patoruzú de dimensiones considerables. Sus pilotos lo podían distinguir en el aire por la estampa del indio. Lindsell sobrevivió a las misiones encomendadas, nunca fue herido y pudo regresar a la empresa Alpargatas con algunas condecoraciones ganadas en el frente de batalla.
Christopher Garland Ford, piloto en el mismo frente que Adamson y Lindsell, se contagió de la moda. Pintó en su avión Hurricane un Patoruzú enorme. Llevó al frente de batalla otras tradiciones criollas, como tomar mate, que compartió con sus compañeros ingleses.
Ford también sobrevivió a los duros combates en Burma. Casi muere en su Hurricane al llevarse por delante un tendido eléctrico: cayó a la vera de un río pero emergió entre los restos de su caza Patoruzú con vida. Como diría más tarde, “ayudado por mi querido indio Patoruzú”. Como jefe del Escuadron 155, llevó la insignia de Patoruzú hasta el final de la guerra.
Todos los pilotos argentinos que llevaron a Patoruzú pintado en la nariz de su avión tuvieron la dicha de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Oscar Lorenzo Sundt, descendiente de noruegos, voló un caza americano F6F Hellcat en un escuadrón de la armada británica a bordo del portaaviones de escolta. También pintó al indio, por supuesto. Pero el final de la guerra contra Japón lo sorprendió en el momento preciso que iba a realizar su primera misión de combate. No tuvo tiempo ni necesidad de mostrar los dientes.
La increíble sociedad entre los pilotos argentinos y el gran Patoruzú no terminó en la Segunda Guerra Mundial. La Fuerza Aérea Argentina continúo la tradición: sus bombarderos Glenn Martin 139 y luego sus Avro Lincoln de origen británico fueron decorados con imágenes del cacique tehuelche Patoruzú sentado sobre una bomba esgrimiendo sus boleadoras.
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