El pequeño severino también aprendió a decir: "Cuando se vaya el virus". Que es el modo entre ingenuo y resignado en que podemos mentar el futuro. En la frase, subyace el optimismo pudoroso que podría traducirse: "Cuando nos devuelvan la vida". Como si todo pudiera volver a ser como era entonces, en los tiempos tan cercanos como remotos en los que pandemia era una palabra de las ficciones apocalípticas a las que Hollywood es tan afecto.
De todas formas, por mucho que parezca sintonizar con el presente de cuidados y restricciones, no sé cómo se representa mentalmente Seve el estado de excepción. La amenaza de un virus taimado que permanece al acecho. Por lo pronto, sobrelleva las prohibiciones con entereza. Tampoco parece extrañar su jardín de infantes, del que egresó prematuramente cuando apenas se estaba aclimatando.
Me sorprende incluso que acepte el barbijo como una protección razonable, aunque a veces le moleste. Pero es evidente que no vive en guardia. Que, por caso, la distancia social, que entre los adultos amaga con transformarse en paranoia, no es una rutina asimilada. Lo veo en la plaza, donde –¿debo decir por suerte?– los niños y las niñas, en ciertos horarios, se amontonan sin recelo, comparten juegos e inquietudes, interactúan como si viviéramos en un mundo normal.
Así fue como se formó una tarde una filita inalterable en el tobogán. De tal suerte que, tanto a la hora de deslizarse como a la de subir a toda velocidad la escalera, los niños siempre tenían delante y detrás a los mismos amiguitos circunstanciales. Era una especie de coreografía circular involuntaria que, de cualquier manera, requería una gran concentración para no perder el ritmo.
Delante de Seve había una niña muy rubia peinada con colitas, cuya madre hablaba por celular a pocos metros. Hablaba en ruso. No sé qué decía, pero lo decía con un gran entusiasmo, toda su atención estaba en esa conversación. Mientras tanto, la nena, por razones insondables, intentaba librarse de la compañía de Seve, escolta inamovible en su retaguardia. Con el brazo, con movimientos de la cadera y hasta con algunas pataditas furtivas trataba de alejarlo del juego. De naturaleza serena, Seve no reaccionó. Pero en su cara se notaba el fastidio por el inesperado boicot y la soledad de la indefensión.
Ya que la madre no registraría el hecho –como tampoco habría registrado que la niña fuera abducida por una nave procedente de Neptuno–, me ahorré la burocracia parental y encaré directamente a la agresora. "A ver si te dejás de empujar", le dije con una ligera vibración de amenaza. En el acto, la nena se olvidó de Seve.
De acuerdo, está todo mal. Sé, porque lo repiten padres, madres, tutores, encargados, docentes y pedagogos, que estos conflictos se resuelven con madurez didáctica. Que los adultos tratan con los adultos, que debe mediar la tolerancia hacia las conductas infantiles, incluso las más egoístas y crueles. Aun así, no me sentí en falta. Solo percibí la tranquilidad de haber logrado el cese de las hostilidades y la paz merecida de mi hijo. Mentiría, queridos lectores, queridas lectoras, si dijera lo contrario.
¿Fue un gesto de sobreprotección que, de no revisarlo, puede convertirme en un energúmeno? Tal vez. Todavía no le conté lo sucedido a Vera, mi esposa, de gran ayuda siempre para comprender los avatares de la paternidad. Quizá un resto de culpa me impide acudir a su juicio.
¿Fue un mandato atávico que me hizo saltear los protocolos de la buena educación, el suavizante indispensable de la cultura? Más cosas para pensar. Por lo pronto, sé que volvería a priorizar la efectividad (terminar con una acción dañina en perjuicio de mi hijo) sobre la preceptiva pedagógica, si constatara la misma indiferencia que ostentaba la señora que hablaba por teléfono. No creo que la niña vaya a tener ninguna secuela por un módico reto que su madre fue incapaz de pronunciar. Antes bien, acaso reflexione sobre sus gestos antisociales. Y además descubra que la ternura incondicional solo se aplica a los hijos propios. Pero estoy refiriéndome a una emergencia. Cuento mi proceder sin postularlo como legalidad. Fue una excepción en tiempos excepcionales. El camino del padre primerizo está lleno de dilemas.