La cuarentena es una especie de laboratorio. Cada quien percibe cosas –y no precisamente las mejores– de sí y del entorno que antes no había registrado. Tampoco hay que creer que esas novedades revelan la verdadera personalidad de la gente. Son conductas de excepción, que ocurren en condiciones extremas como el encierro. La vida sedentaria conduce a una rutina de abandono. Al entumecimiento. Y ese tiempo sin límites del que uno creía que dispondría para dedicarse a los placeres postergados se convierte en una tediosa repetición que quita hasta las ganas de bañarse. Una trampa a la que no le oponemos más que la contemplación y el abuso de comidas y bebidas espirituosas. Las autoridades tendrían que pensar en estas consecuencias del exilio doméstico cuando definen los pasos por seguir para enfrentar la pandemia. Un psicólogo ahí. Mejor dos.
Por reiterados, los días se asemejan a una función continuada y sin diferencias. No hay salidas ni personas ajenas al hogar. Siempre el mismo elenco para la misma historia. Salvo, claro, que uno tenga niños. Con ellos y ellas uno no puede dejarse estar. La dedicación intensiva a que nos somete el cierre de las escuelas y la inanidad de la tarea a distancia (a la que he renunciado) obligan a la creatividad permanente para mantener la paz. Y así los días se extienden como un desierto sin horizonte. No es que piense que los chicos no deben aburrirse jamás; por el contrario, sostengo que el aburrimiento tiene un gran potencial pedagógico y creativo. Pero, todo hay que decirlo, hace que las criaturas redoblen sus demandas.
Dije en la columna anterior que había previsto una educación manual para estos días. Me parecía que esta tregua podía servir para sustraer a Severino del dominio absoluto de las pantallas y acercarlo a ciertas delicias del mundo sensible. Así que hicimos algunas recetas básicas, con divertido enchastre incluido, y cultivamos plantas recomendadas por los expertos de internet. Yo también soy un lego en la materia, de modo que el aprendizaje y el entretenimiento fueron para los dos.
No sé si en alguna ficción distópica se narra el confinamiento de un adulto con un hijo de 3 años, pero es una situación muy apropiada para un cuento desolador.
Pero en algún momento la gracia se acabó para Seve, quien, como cualquier ser humano de un metro de estatura, solo acepta temporadas breves para todas las actividades. Algunas no superan la media hora. Así que abandonamos la cocina y el jardín y volvimos a los juegos: bloques, pelotas, rompecabezas, muñecas y muñecos a los que hacer actuar, autos y camiones con los que correr carreras en el llano del parqué –esto es, vivir de rodillas–, dardos sin punta, naipes con reglas improvisadas por Seve, escondidas, búsquedas del tesoro, construcción de fuertes con sábanas y almohadones, pintura con pincel, pintura con pies y manos y acrobacias en la cama, entre otros. También activamos la biblioteca –King Kong es el gran favorito– y renovamos el programa de películas, principalmente con el gran Miyazaki, cuyas historias con tonos oscuros lograron milagrosamente retener la atención de mi hijo.
Así y todo, los días seguían y siguen quedándonos holgados. La actividad es insuficiente. Mediante algunos tutoriales, estoy introduciéndome en la confección de máscaras con globos, engrudo y papel de diario. Todavía no logré una técnica aceptable, pero calculo que será un esparcimiento duradero cuando domine los materiales para orientar a Seve. También aprendí los rudimentos para hacer masa de sal con la que elaborar artesanías caseras. Tal vez eche mano a la red virtual de padres del jardín de infantes Pochoclitos, y utilice alguna de las actividades que allí se proponen para entretener a las fieras.
En fin, siento que se me están acabando los recursos, además de la energía. No sé si en alguna ficción distópica se narra el confinamiento de un adulto con un hijo de 3 años, pero es una situación muy apropiada para un cuento desolador. De cualquier manera, me estoy convenciendo, como decía al comienzo, de que se trata de la pandemia. La salida abrupta de nuestra vida conocida y la larga permanencia puertas adentro desfiguran nuestro carácter. Hacen emerger costados que se mantenían en las sombras o atenuados. Creo que Seve potenció el natural egocentrismo infantil. Sus requerimientos son ahora inabarcables. Pretende un padre, más que atento, a su merced el día entero. Al momento de escribir estas líneas no hay señales de que la cuarentena vaya a cesar. De modo que, como se decía al final de cada capítulo de los clásicos seriales, la cosa, mucho me temo, continuará.