San Martín de los Andes, viernes 6 de abril, 8.50 pm
Tiro vapor por la boca para calentarme las manos a medida que me acerco al arco de salida. Saludo a viejos conocidos que serán, por las próximas 21 horas, mis compañeros de aventura. La noche está fresca, pero limpia; las estrellas se prenden y apagan como bichos de luz entre las ramas de los pinos.
–¡En cinco largamos!
Se escucha desde los altoparlantes. Entonces cierro los ojos y repaso mentalmente el momento en el que dije que sí. Que correría 100 kilómetros por la montaña.
Siempre me han obsesionado esos objetivos casi inalcanzables de travesías épicas por su recorrido y dificultad, por lo desconocido o lo imprevisto. Si la Real Academia Española define la aventura como la "empresa de resultado incierto o que presenta riesgos", ahí me anoto yo: en la posibilidad de lanzarme hacia lo incierto, de asombrarme en el camino. Una aventura no es una carrera, pero una carrera siempre es una aventura.
Con un gran amigo solemos decir que las carreras son aventuras que nos arman otros ante la incapacidad de nosotros mismos para planificarlas. Con ese pensamiento medio vago dando vueltas, elegí la mejor carrera que podía elegir y me decidí a concretar un viejo anhelo: las tres cifras.
A fines del año pasado, cuando empecé a pensar en los objetivos para 2018 se me plantó uno en la cabeza: la Patagonia Run. Sí, la carrera de 100 kilómetros. Como decía: la aventura y el riesgo.
8.59 pm. "¡Un minuto y largamos!"
Abro los ojos y veo el reloj gigante a la derecha: 59, 58, 57… "¡Vamos, Sebas!", me grita Dieguito Costantini, el fotógrafo de la carrera, al mismo tiempo que me saca una foto prelargada. Beso con Virginia, que me desea suerte. Pulgar para arriba con Mariano, organizador de la carrera… 10, 9, 8, 7... respiro profundo, sonrío acordándome de todo y de nada al mismo tiempo… 4, 3, 2, 1…
Empecé a entrenar en diciembre de 2017, cuatro meses antes de la largada. Fue durísimo. No estaba en la Patagonia, sino sentado en una oficina 10 horas por día. Pero en mi cabeza ya había listado las razones para ponerme el objetivo:
Uno. Un pueblo que me encanta y conozco bien, como San Martín de los Andes.
Dos. Una carrera extraordinaria como Patagonia Run, con una organización que no falla.
Tres. Un marco increíble, el paraíso terrenal: la Patagonia.
Las dos primeras semanas transcurrieron con esa alegría y emoción que tienen las cosas nuevas. Pura expectativa. Los primeros siete días sumé 50 km; los otros, 60 km, tal como me indicó Daniel "el Bambi" Bambicha, mi entrenador. Aproveché las semanas de las fiestas para seguir en la altura: crucé la Cordillera para pasar Año Nuevo en Santiago, Chile. Primero salí por las calles y después encaré hacia el cerro Manquehue: 1.588 msnm con senderos serpenteantes y empinados y vistas increíbles a la ciudad. Completé 27 kilómetros en 3:51 horas con un desnivel acumulado de 1.085 metros. Demoledor. Pero en comparación con lo que me esperaba, ¡una ganga!
Sendero de montaña, 11:30 pm.
Vengo a buen ritmo, llegando a la cima del Colorado. La noche sigue limpia y puedo ver San Martín de los Andes titilando. La luna, mitad sobre Chile, mitad sobre Argentina, ilumina la Patagonia entera. Esto es el Paraíso.
Ahora, viene la bajada del Colorado y es inevitable que los dedos de los pies empiecen a pegar contra la zapatilla y a arrugarse un poco, sufriendo el desgaste. Como cuando volvía corriendo desde Plaza de Mayo hasta mis pagos, San Isidro, con mil grados y una humedad terrible: terminaba con la ropa empapada y la piel arrugada. Aunque ahora es el frío y antes eran la humedad y el calor, la sensación de cansancio y desgaste es parecida. Sé que más adelante voy a pagar esta bajada que comienza, me va a sacar piernas.
En este momento tomo conciencia de que completé solo un cuarto de la distancia y un sexto del desnivel acumulado. Y pienso en la frase de mi viejo: "No es moco de pavo, Sebita". Puedo sentir algo de cansancio en las piernas, pero sigo con el corazón exultante al igual que mis compañeros de ruta que, aunque desconocidos, nos sonreímos cómplices por la bajada áspera que acabamos de terminar y del paisaje alucinante en esta noche límpida que nos da envión.
Sábado 7 de abril, 0:30 am.
La bajada de montaña ahora se convierte en un sendero de estepa que se adentra en el bosque. Los árboles se proyectan con la luz de la luna y el paisaje se convierte en una secuencia que se repite al ritmo de mis pisadas. Se pone monótono. Un sendero serpenteante en un bosque de lengas y coihues con un falso plano en ascenso que parece interminable y se mete en lo oscuro de una noche que es clara. Es acá cuando la cabeza empieza a pedir protagonismo. Ya no estoy en la carrera, sino en el calor de enero en Buenos Aires. En esos días de entrenamiento repetitivo, sin demasiado encanto más que el objetivo de domar la cabeza. Mi objetivo era trabajar en la resistencia, lo que me llevó a correr largas jornadas en horas impensadas: 30 kilómetros a las 10 de la noche con calor y calles vacías. No era muy alentador, pero sí necesario.
1:30 am.
Estoy cansado y la noche se puso fría. Sabía que en algún momento esto iba a ser más duro. También sabía que, cuando la cabeza empezara a flaquear, tenía que buscar apoyo en los amigos. Cierro los ojos y visualizo. Salgo de casa y a los pocos kilómetros se suman varios para compartir la ruta. Y todo cambia. Todo se vuelve posible.
Charlar un rato de cualquier tema trivial; sumarse al ritmo del otro, esconderse atrás, disfrutar de algún paisaje en silencio. ¡Me acordé de Paco, Petti, Pinco, Rami, Palico, Pedro, Ale, Rama, Oti, Mati! Que placer compartir con ellos.
Entonces miré a mi alrededor y ahí estaban Raúl y Diego, mis amigos en esta aventura.
Parada técnica, 2 am.
Con Raúl y Diego llegamos al Km 60. Hacemos un alto en uno de los puestos de abastecimiento de la carrera, cinco minutos, para tomar una sopa caliente y comer unas bananas antes de seguir. Aquí, el ambiente es alegre, aunque el cansancio se ve en el aire. Un galpón lleno de gente que llega y se va, ojos chinos por el cansancio y el frío, corredores que elongan y algunos que no pueden ni caminar. Miro a mi alrededor mientras tomo un trago de agua y después respiro profundo, estirando un poco el gemelo y pensando en el trayecto más duro que está por venir: la subida al Quilanlahue.
Son tres horas en subida con una pendiente infernal de tierra suelta hasta la cumbre. Cuando por fin llegamos, a las 5 am, la temperatura ronda los seis grados bajo cero. Nunca hubiese podido solo. Aunque lideraba una columna de no menos de nueve corredores que ascendía a paso firme, si no hubiera tenido esa sensación de sentirme el capitán de la expedición, hacia arriba este trayecto hubiera sido imposible.
Esa magia de miles de corredores que muchas veces no se conocen pero que son "amigos ocasionales" para compartir algunos kilómetros juntos es una experiencia muy poco explicable: se vive. Es la misma que te genera hacer deportes con amigos y que se potencia en carreras como estas, en las que se mezcla la excitación y el entusiasmo.
Lago Lácar, 7 am.
A esa bajada del Quilanlahue le siguen el amanecer y el lago. Como dijo Julio César: alea iacta est. Ya estábamos, nos esperaba el último cuarto de la carrera.
Cuando pensamos en "la aventura", la asociamos a correr por senderos de algún Parque Nacional, o subir el Aconcagua, el Lanin, el Tronador o el Fitz Roy, por solo nombrar algunos íconos de los patios de juego de los aventureros. Remar algún río, pedalear por el bosque. Pero ¿cómo se reformula la palabra aventura en una urbe febril como Buenos Aires? Creo que la explicación reside siempre en el significado de la palabra misma. ¡Hay que aventurarse!
Recta final, 11 am.
Trotamos como zombis por senderos zigzagueantes de bosque patagónico. La mente está volada y los pensamientos fluctúan entre dolores corporales e ideas locas, como cuál podría ser la siguiente aventura: bajar el río Santa Cruz en kayak, esquiar en los volcanes de la Patagonia, pedalear la 40… y ahí surge. ¿Por qué? ¿Para qué?
Creo que hacer deporte está en nuestro ADN. Al año de vida aprendemos a caminar y ya queremos ir más rápido. Corremos para jugar a la mancha, a las escondidas, para no perder el bondi y detrás de una pelota de cualquier forma y tamaño. Casi siempre corremos. En la antigüedad, nuestros antepasados, corrían para alimentarse: iban detrás de la presa hasta cansarla. Correr es la cuestión.
Para mí, el deporte es un modo de vida y las carreras son lo más parecido a la vida misma. Son la aventura de llegar, después de haber compartido y disfrutado del camino, con momentos duros y otros felices, todo atravesado por el esfuerzo y la satisfacción del descanso al llegar. De eso se trata aventurarnos para sentirnos vivos.
Puesto de Bayos, 15 pm.
Cerramos los ojos, nos alentamos, comemos y avanzamos: faltan solo 10 kilómetros. La recta final es larga y nosotros nos movemos en cámara lenta hasta encontrar la civilización. De a poco empiezan a aparecer personas ajenas a la carrera y el final se acerca en nuestras cabezas. Sabemos que se termina y dentro nuestro empieza el sentimiento de alegría por el logro cumplido, pero también de añoranza, quizá con un dejo de tristeza por esa aventura que termina. Es el final.
Llegada, sábado 7 de abril, 18 pm.
Corremos por la calle principal de San Martín de los Andes, desde el lago hasta el comienzo de la plaza, donde nos espera el arco de llegada. Abrazados los tres, Raúl, Diego y yo nos miramos cómplices. Fuimos parte de una comunidad formada para poder cumplir un objetivo: ser felices durante 21 horas, en una aventura como pocas que fue Patagonia Run MHW en San Martín de los Andes. La vida misma.
Sebastián Sorondo
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