-Oh, my gosh!, dice un chico de 4 años.
-¡Oh, my gosh!, le contesta su amigo de la misma edad.
Acaban de presenciar el "two wheel challenge" y la excitación los desborda: se paran sobre la falda de sus madres, las interrumpen cuando hablan. Están rodeados de 30.000 personas, desde bebés de pocos meses en huevitos hasta abuelos que trajeron a sus nietos. Sin distinción de edad, el público luce gorras y remeras de Monster Jam, la exhibición de piruetas de los camiones más potentes del mundo, o de algunas de sus estrellas: Grave Digger, Zombie, Megalodon, Pirate’s Curse, Max-D. Comen pochoclo de un balde gigante ($200 con un vaso de souvenir). O hot dogs. O papas fritas con ketchup. Toman Coca común. Los adultos –bermudas, musculosas, gorras de NY– solo se diferencian por la lata negra de Monster Energy en sus manos. La bebida energizante auspicia a uno de los ocho monster trucks.
Por los parlantes, colgados en los cuatro ángulos del Estadio Único de La Plata, suena AC/DC, Queen, "Thriller", "Welcome to the jungle", "Bad to the bone". El presentador anuncia el intermedio para "consumir mercancías". Rápidamente se forma una fila frente al stand de "Drink and Food" de la franquicia. Hay "ham and cheddar burguer" (sic) y nuggets.
Podríamos estar en cualquier ciudad del Estados Unidos profundo.Pero los chicos excitados viven lejos de ahí. Uno en San Telmo, el otro en Primera Junta.
De exportación
En el Pit Party, donde los que pagaron $375 pueden ver los camiones y, sobre todo, conseguir fotos y autógrafos de los pilotos, Gabriel y Gabriela están con sus hijos, de 6 y 10 años. Los chicos tienen la remera negra de Monster Jam: ya vinieron el año pasado. A los padres les parece "impresionante" el show por las maniobras, la aceleración, las acrobacias. "Es muy americano", dice ella. Viven en San Justo y conocen Miami, Phoenix, Las Vegas, parte de Texas. Les gustaría vivir en Estados Unidos. "Porque el de al lado respeta al de al lado. Acá, uno trata de mantener linda la calle, pero tu vecino te tira la basura en la puerta de tu casa. No pasa por tener plata", dice él. "Es otra cultura", confirma ella.
El evento tiene más de 30 años de historia, desde que al piloto estadounidense de Bigfoot se le ocurrió pasar por encima de varios autos con su camioneta de chasis muy liviano y ruedas de un metro y medio de diámetro. Ahí se acuñó el término monster truck: un vehículo capaz de acelerar hasta 100 kilómetros por hora en pocos metros, volar sobre cualquier rampa y rebotar en el piso como una pelota de goma.
El fanatismo fue creciendo en el país del super size me y hoy la franquicia, que nació en el 95, realiza 350 shows por año, en los que reúne a cuatro millones de espectadores. Este es la segunda edición en la Argentina.
Cuando los camiones salen a la cancha –una pista de tierra y arena con varias rampas y viejas carrocerías de Twingo pintadas de amarillo–, se nota que los 2.000 caballos de potencia son demasiados para maniobrar el monstruo con sutileza. Para ponerse en la línea de largada, tiran una acelerada que los hace avanzar unos cinco metros, se suben a la loma y dejan caer el vehículo hacia atrás, por su propio peso, hasta frenarlo. Es como dominar a un lavarropas sin carcasa sobre una pista de hielo.
Cuando los camiones salen a la cancha –una pista de tierra y arena con varias rampas y viejas carrocerías de Twingo pintadas de amarillo–, se nota que los 2.000 caballos de potencia son demasiados para maniobrar el monstruo con sutileza.
Impresiona el tamaño, impresionan los diseños y colores: el Pirate’s Curse, con el sombrero de Johnny Depp en Piratas del Caribe; los largos brazos de zombi, que se bambolean mientras avanza; las manchas negras, la cola y las orejas del Monster Mutt Dalmatian, conducido por la pilota Candice Jolly.
Pero hay algo que directamente impacta en el cuerpo. El ruido. Es tan ensordecedor que los chicos se tapan los oídos. Algunos lloran, de miedo o de impresión. Un padre le pone a su hijo pedazos de servilleta de papel en los oídos. Un stand vende tapones a $300.
Si tenés que alzar la voz para que alguien te escuche a un metro de distancia, el ruido alrededor será de 85 decibeles. En un ambiente con 90 decibeles se recomienda no pasar más de cuatro horas. Y con 94 decibeles, no más de dos horas. Los camiones producen un promedio de 94 a 97 decibeles de volumen, con picos de 122 en las aceleradas.
En la prueba de freestyle, Monster Energy escupe fuego por los caños de escape. Se le vuela el parabrisas de plástico, después el techo entero. Enfrenta una pared de tierra con una de sus ruedas delanteras, se eleva girando sobre sí mismo, cae y se apoya sobre la trompa. Parece que va a completar el giro de 360 grados, pero al final queda panza arriba: éxtasis general.
El show está dirigido a toda la familia –como en los espectáculos infantiles, acá todos pagan entrada–. La presentadora proclama que "para Monster Jam, la seguridad es todo". Las primeras filas están inhabilitadas para evitar que un camión o una parte de estos pueda lastimar al público en un accidente. Por eso, llama la atención que no se advierta al público sobre niveles de sonido que, si no son perjudiciales para la salud, al menos son irritantes para los adultos y más para los chicos.
–¿Qué tiene de especial el ruido que atrae tanto?
–Esperá que empiece a sonar. Al que le gusta, lo entiende –dice Nicolás, un padre catamarqueño con look Top Gun: alto, cuerpo trabajado, pelo rapado, Ray Ban–. ¿Te gusta el rock? Bueno, cuando un camión acelera y lanza el primer prammm, es como el primer riff de la viola: te queda sonando en la cabeza por el resto del recital.
Nicolás está con otros 12 adultos y unos 20 chicos que vinieron desde Catamarca a ver el show. Viajaron en avión y alquilaron un colectivo para ir y venir desde Capital hasta La Plata. Aman los fierros. Los adultos corrieron en cartings, motos y autos de rally como hobby. "En nuestro grupo, lo que hacen los padres lo hacen los hijos –agrega su amigo Carlos–. Estaría bueno que los fierros les gusten a todos, pero al que no le gusta, se respeta".
Los fines de semana, los catamarqueños se juntan para hacer travesías (también en bicicleta) por las montañas de su provincia. Así disfrutan del "contacto con la naturaleza". Pero hay otros ruidos que no los atraen para nada: "Todos los días dejamos a los chicos en el colegio a las 7.30 y nos juntamos a desayunar. Ahí vemos el noticiero con los embotellamientos en Buenos Aires y decimos: «Están locos»".
La presentadora mexicana habla como si usara el traductor de Google. Tira neologismos por los parlantes, siempre a un volumen que se oye a 30 cuadras. Dice "el manejador" (por conductor), "¿quién le va a Toro Loco?". Dice "esta noche", aunque los rayos del sol pegan en parte de las tribunas. Y machaca con la palabra "acción".
En la prueba de freestyle, Monster Energy escupe fuego por los caños de escape. Se le vuela el parabrisas de plástico, después el techo entero. Enfrenta una pared de tierra con una de sus ruedas delanteras, se eleva girando sobre sí mismo, cae y se apoya sobre la trompa. Parece que va a completar el giro de 360 grados, pero al final queda panza arriba: éxtasis general. El piloto se baja y golpea lo que queda del chasis. El público califica cada exhibición con su teléfono a través de una app. Monster Energy saca 9,675.
A pesar de su rudeza y de ser parte de un campeonato –la final será en Orlando en mayo próximo–, el show tiene la ingenuidad de Titanes en el Ring con el público como William Boo, el árbitro. Uno de los criterios para evaluar a los conductores es "la creatividad y el Factor Guau!". "Ustedes tienen la decisión", arenga la presentadora. Así se produce una combinación infalible. El público le da más puntos a su favorito, y esa mayoría festeja cuando gana. Eso pasa en la prueba de motos, que gana el argentino Francisco Navarro –"Frances" lo nombra la pantalla–. En una de sus piruetas, a tres metros del suelo, Navarro deja que la moto le pase por debajo, la toma desde atrás, la suelta y... uno imagina lo que pasaría si no la volviera a agarrar. Pero eso no pasa. Al bajar de su moto, el joven lleva al extremo el mandato políticamente correcto de cualquier competencia en el siglo XXI, de los Oscar al Bailando: "Acá ganamos todos y todos somos perdedores".
Para todes
En el intervalo, todo el estadio hace la ola una, dos, tres vueltas. En cambio, casi nadie se para cuando los parlantes anuncian "¡es hora de bailar!" y suena el megahit "Havana", de Camila Cabello.
Los amiguitos de San Telmo y Primera Junta no conocían Monster Jam. "Lo más parecido es el dibujito Blaze, de Disney Channel. Pero cuando sacamos las entradas y les mostramos fotos y videos, se empezaron a entusiasmar con los «autos gigantes» –cuenta Agustina, madre de uno de los chicos–. Son fanáticos de los jueguitos de carreras". "Él se vuelve loco con las motos en la calle", agrega su amiga Julieta y señala a su hijo. El nene acusa a sus padres: "Solo tienen auto".
–¿Qué harían si tuvieran un monster truck en sus manos?
–La paso por arriba a mi mujer –dice Rodrigo, el papá, que tiene un Sandero RS, deportivo.
"Ah, gracias –responde ella–. Y nuestros hijos quedan huérfanos...". "Bueno, me voy a los médanos", contesta él, sin hacerse cargo de lo que dijo.
Es la máxima muestra de violencia de género que voy a escuchar esta tarde. Esperaba que el Monster Jam convocara al peor estereotipo de la familia argentina: combos en los que el padre decide y reina y espera que sus hijos varones hereden la pasión por los fierros porque "las mujeres no saben manejar". Pero, al menos en las declaraciones, hombres y mujeres sostienen que no importa el género: varones y nenas pueden disfrutar del ruido de los motores, saber de mecánica y manejar con destreza. Y afirman que respetarían por igual a una hija fierrera o a un varón al que no le guste agarrar las herramientas y ensuciarse con grasa. Aunque algún prejuicio todavía se abre paso en la velocidad de la conversación.
"Para los que nos gusta el automovilismo, el show es impresionante", dice un padre de La Plata, mientras su hijo adolescente lo filma. "Estos son fierros. Y de los grandes. Lo bueno es que se disfruta en familia, como el TC. Incluso podemos ser de diferentes marcas: yo soy de Ford y él de Dodge", dice y señala a su amigo.
–¿Qué harían si tuvieran uno?
Entonces interviene una nena, hija del fan de Dodge: "Se lo voy mostrando a toda la gente que veo y le digo: «¡Tomá, en la cara!». En especial, a la gente tonta".
La nena dice que le gustan los autos y el padre agrega: "Pero no sabe…".
Mientras se alejan, ella encara al papá: "¿Por qué te molesta que me gusten los autos?".
El catamarqueño Carlos, que maneja desde los 11 años, dice que no se puede generalizar. Y después se pone como ejemplo: "En mi caso, el hombre maneja mejor que la mujer. Yo miro las vueltas para ver cuándo hacer el cambio justo. Me gusta ir cómodo y tener el auto limpio. En cambio, subo al de mi mujer y está todo sucio, lleno de papelitos". Su amigo coincide, en parte. "Al hombre, generalmente, le gustan más los motores y busca el rendimiento. Tiene más capacidad conductiva, pero no significa que maneje mejor. La mujer usa el auto por necesidad, como medio de transporte. Es más consciente y prudente".
Leonardo, de 38 años y vecino de Lanús, sube por una de las rampas de acceso al estadio. Lleva a upa a su hijo Lautaro, de tres. "Le gustan los camiones y las camionetas. Las mira por la calle –cuenta–. Soy piloto y lo llevo a volar conmigo: le encanta. Y cuando vamos en el auto, me pide que vaya más rápido. Tengo un Corsita tocado: le puse escape, todas las boludeces porque me gusta el ruido. Mi mujer nada que ver, maneja otro auto".
A Leonardo le gustaría que Lauti le salga fierrero, "si se puede". Su hija Isabella, de siete, "va por el mismo camino. Juega con mis herramientas y si le cambio un foquito al auto me ayuda. Pero quiere ser peluquera".
A él lo criaron marcando la diferencia entre juegos para varón y para nena, pero "eso no va más. Él juega con juguetes de la hermana y viceversa. Me gusta que aprendan para qué es cada cosa".
Algunas separaciones parecen más difíciles de vencer –"el varón, salvaje, es de la mamá; a mí la nena me puede"–, pero "trato de criarlos en igualdad".
–¿Y cuándo lleguen a la edad de tener novios?
–Ahí está el tema: se me produce un "tiraje". Calculo que debe ser por las boludeces que hice con las pibas cuando era chico. Capaz que una estaba reenamorada y a mí me importaba tres carajos. Y ahora pienso que a ella le puede pasar lo mismo. Por eso, trato de estar a su lado y que me cuente todo, ser su confidente.
Hablamos de Rodrigo Eguillor, el joven que se hizo famoso con un video que lo muestra como el paradigma del desprecio por las mujeres: "Conozco a cada pelotudo así… está lleno. Se tiene que cortar de una vez por todas. Por suerte, este se difamó y ya no puede ni viajar en tren".
–Ni una menos, entonces. ¿Estás a favor del aborto legal?
–Estoy de acuerdo y no. Apoyo el hecho de que la mujer tenga la opción de decidir, pero es una balanza y del otro lado hay una vida en juego. Es una disyuntiva de no acabar.
Nostalgia feliz
En medio de un altercado entre el fotógrafo y un seguridad que nos quiere desalojar del Pit Party, Lucas se mantiene tranquilo. Vino con sus padres, su hermana, su sobrino y una tía, pero solo él pagó el ticket extra. Morocho, de pelo lacio muy largo y barba, tiene una musculosa de King Diamond y un colgante de Dream Theatre. Toca la guitarra en la banda Bosco. Su gusto en fierros también mira hacia el norte en los años 70: "Me gustan los autos grandes, de la vieja escuela: la resistencia, la durabilidad, los formatos y, sobre todo, el sonido. Y estos son unas bestialidades. Además, me hacen acordar a cuando jugaba con autitos de chico. El Valiant 2 de mi viejo quedó para mí, lo estamos restaurando de a poco". Lucas hace mantenimiento de sistemas en una oficina. Tiene 24, pero todavía está aprendiendo a manejar: "Hace tres años, veníamos de joda con unos amigos, nos pasamos, el que manejaba hizo una mala maniobra y nos estampamos contra un poste. Al auto le dieron destrucción total. Y a mí me quedó la secuencia grabada".
–¿Saldrías con una chica fierrera?
A Lucas se le iluminan los ojos: "Ya está –dice–. Encontré todo".
"Esto me hace acordar al Scalextric. Y al autito al que le ponías masilla para agregarle peso y una cuchara para la dirección", dice Pablo, de treinta y pico, que vino con su amigo Juan. Sus hijos van juntos al colegio en Villa Ballester. "Los pibes de ahora juegan con la Play, la Xbox y la computadora –afirma Juan–. Cuando yo era chico, salía a jugar a la calle, a la pelota o a la bolita, hasta las nueve de la noche. Ahora, a las ocho lo quiero a mi hijo dentro de mi casa".
Uno de los chicos catamarqueños se acerca al puesto de panchos y pregunta el precio: $100, lo mismo que la Coca y el agua. El paty sale $250. El pibe vuelve con las manos vacías. "¡Gracias, Macri!", dice el cocacolero, en la única referencia política de la tarde.
Una bandada de palomas atraviesa el aire del estadio, entre el ruido de los motores por debajo y el de los parlantes en el techo. Cuando baja el sol, en las tribunas empiezan a verse las pantallas de los celulares, que arman un show visual aparte, de belleza innegable.
Yanquis por un rato
Martín pasaría desapercibido en un estadio de fútbol americano. Pelo rapado, barba canosa en pico, musculosa con una calavera, bermudas, crocs. "Solo me falta un gorro con dos ruedas al costado", bromea este sociólogo de Capital, director de evaluaciones en el Conicet. Apenas llegaron con su novia a "la salida del año", dijeron: "Vamos a consumir". Mientras comparten unas papas con ketchup, Martín admite: "Vinimos a ser yanquis por un rato. Conozco estos eventos por las películas y las series y me da curiosidad por qué a los estadounidenses les fascinan los monster trucks. Lo que más quiero es verlos aplastando autos".
Y elabora su teoría: "Toda nuestra cotidianidad está atravesada por la cultura estadounidense, empezando por los formatos de televisión: el noticiero, el prime time, los programas de chimentos... todos son réplicas de lo que se hace allá hace muchos años. Desde que naturalizamos que el inglés, por ser más sencillo y venir del imperio, es el idioma del mundo, es lo que nos toca. Así que está bueno que llegue esto, tampoco es nuestra decisión? bueno, en realidad, sí porque estoy pagando la entrada".
"Pero lo hacemos una vez, no es cotidiano –se ataja Cecilia–. También comemos asado, escuchamos rock nacional y vamos de vacaciones a Mar Chiquita".
El show termina. En el cielo se ve la luna como una uña de Dios. Los teros cantan. Los chicos aprovechan para subir y bajar corriendo por las lomas que rodean el estadio. Una madre: "Santiago, ¡vení para acá! ¿No entendés el idioma?". Un padre, paciente con otro Santi: "Ahora compramos algo para comer. A todo lo que me pediste hoy te dije que sí...". Algunos gastan sus últimos pesos con los vendedores de remeras truchas.
Varios se sacan selfies delante del parque de autos estacionado con prolijidad en una gran manzana. "Parece un cine móvil", dice un nene, que en algún lugar de su mente guarda la imagen de un autocine.
La gente sale en bastante orden. Nos subimos a nuestros Clios, Corsas, Kangoos, Kas, Sanderos, Palios, Gol, Etios, Ecosport. Las calles de La Plata están taponadas. Pero nadie toca bocina.
Por una tarde, fuimos un poco más americanos.
Martín Mazzini
LA NACION