"Pasé la noche de San Valentín sola en un hotel 5 estrellas y estuvo bastante bien"
Desde que me fui de la casa de mi mamá fui aprendiendo a hacer cada vez más cosas sola; ir al cine, al teatro, a tomar un café o incluso a un bar, en horario de vermú. En general es algo que me enorgullece y que creo básico para mi salud mental. En su libro En casa, la periodista Mona Chollet (que, como yo, pasa la mayor parte del tiempo escribiendo sola en su casa) escribe que no hay nada individualista en el cultivo de la soledad: todo lo contrario. No podemos llevarnos bien con nadie ni construir con los demás si no tenemos un tiempo para estar solos. También pienso que aprender a divertirse sola mejora tus vínculos: dejás de obligar a la gente a acompañarte a cosas que muchas veces la aburren, y te encontrás con tus amigos cuando realmente los querés ver y no cuando querés ver una película “y no tenés con quién ir”. Pero hasta hace poco mi cruzada tenía un límite: ir sola a comer, en horario de cena, a algún restaurante bonito.
No me animaba salvo que conociera a los dueños y supiera que me iban a dar charla; incluso cuando en alguna ciudad ajena tenía que hacerlo porque no conocía a nadie lo hacía rápido y con vergüenza, como si tuviera miedo de que alguien me descubriera. Varios amigos de todos los géneros y edades me contaron que les pasaba exactamente lo mismo. Algunos nos escudábamos en que no valía la pena gastar plata en una comida afuera si no era para ir con alguien, pero todos sabíamos que el tema no pasaba solamente por ahí. Cuestión que decidí aprovechar que se venía el Día de los Enamorados e intentarlo: ir sola a una comida de San Valentín, bien romántica, lujosa y sensual. En el Faena me contaron cómo era el plan de ellos: un “banquete” y luego una fiesta en otro salón. No lo pensé mucho y confirmé.
Casi pongo un libro en la cartera antes de salir, pero supe que era hacer trampa: me tenía que bastar con el celular. Entro detrás de una pareja que tiene reserva; el muchacho que me conduce a una mesa no me mira raro ni me pregunta nada. Lo bueno de los hoteles es que nada les llama la atención: la gente alrededor del mundo tiene costumbres tan raras que se habitúan a sonreír y no sorprenderse. Mi mesa tiene un globo dorado con forma de corazón: pienso que en un rato voy a mandarles la foto a mis amigas. Adentro me recibe una chica del hotel que ya sabe que vengo sola: le cuento que justo me venía bien porque mi novio trabaja los miércoles a la noche, retrocedo dos casilleros. ¿Por qué tengo que explicarle por qué no tengo plan? ¿Por qué necesito aclararle que no estoy sola en el mundo y que hay gente que me quiere? ¿Por qué pienso que le importa tanto qué hago de mi vida, si ni siquiera va a recordar mi nombre mañana? Se va, pienso que si no le digo nada a ningún mozo puedo recuperar mi ventaja.
La comida tiene cinco pasos: appetizer, entrada, principal, prepostre (es una comida, aparentemente, para limpiar el paladar) y postre. Para la entrada, el principal y el postre hay dos opciones: todas las parejas que veo a mi alrededor hacen lo que haría yo y piden “uno de cada” de todo. Yo, por supuesto, tengo que elegir: me pierdo la burrata, el risotto de mar y las frutas de estación (lo de las frutas no me parece tan grave). Cuando llega el appetizer, una sopa fría de remolacha, ya estoy un poco más relajada: en un principio me da vergüenza tomarla directo del vaso, pero veo que todos lo hacen y me doy cuenta de que no conozco a nadie y si me hago un enchastre me entero yo sola. Aprecio, también, que puedo tomarla todo lo despacio que quiera, mientras veo que la chica de al lado apura la suya para seguirle el ritmo a su novio.
La sommelier viene con el vino que elegí y le hago el “chiste” que siempre les hace a los mozos mi mamá cuando me invita a probarlo: “ya no vienen picados los vinos me parece, pero igual lo pruebo”. Ella se ríe, me contesta que no, que no es común que vengan mal, y menos los blancos. No le comento nada de mi plan, ni de la nota que voy a escribir. Ya me calmé bastante, se ve. Tomo mi vino y suelto el celular, para intentar disfrutar solamente de eso, la copa de vino, la música, estar sentada y no tener nada que hacer. Me doy cuenta de que no es solo la mirada de los otros lo que produce ansiedad de estar solo en un restaurante: es la sensación de estar sola con mis propios pensamientos. Por eso busco el celular. No me voy a obligar a dejarlo toda la noche, pero cada tanto me esfuerzo por ignorarlo. De paso espío a las parejas, aunque están a una distancia demasiado grande como para escuchar sus conversaciones en detalle. Hay dos parejas de chicas: unas se besan, pero otras, luego de escuchar palabras sueltas y notar que se están poniendo al día como si no se vieran hace mucho, deduzco que son amigas.
Tercera alegría de la noche: llega el principal, un lomo jugoso, y celebro no haber tenido que negociar con nadie el punto de la carne. A estas alturas ya no tengo vergüenza de nada. Tuiteo lo que estoy haciendo, hasta me saco una selfie a la vista de todos: ya me di cuenta de que no, nadie me mira, nadie comenta qué hago acá sola, a nadie le importa en lo más mínimo. Como el postre y ya escucho a la cantante de la fiesta, que empezó hace un ratito, y está haciendo de animadora: “¿son todos parejitas o hay algún solari acá?”, pregunta, y se hiela la sangre. Por diez minutos no llegué a escuchar eso in situ. “Digo, porque uno puede estar solari pasándola bien, o de a dos sin pasarla tan bien, ¿no? No es tan lineal”, y todos se ríen. Apuro el café con bomboncitos en forma de corazón para irme para allá; un amigo me escribe preocupado por mis tweets, “¿está todo bien con tu novio Tam, pasó algo?”. En Instagram la gente me felicita como si hubiera vencido una resistencia histórica. Estoy un poco mareada: con este sistema estilo casamiento en el que te llenan la copa todo el tiempo y no tenés la botella a la vista es imposible llevar la cuenta de lo que tomás.
Ya estoy en la fiesta, y por suerte me doy cuenta de que empecé por la parte más difícil: acá la gente está más distendida, y aunque no veo gente sola sí veo grupos de amigos. La chica que canta hace un tributo a Amy Winehouse que suena muy bien. Para cuando insta a todos los presentes a animarse a bailar unos lentos, ya ni me importa si todos se paran y me quedo sola mirándolos al costado de la pista. Comí sola en un salón lleno de parejas la noche más romántica del año y no solo no fue grave sino que la pasé bastante bien, disfruté de la comida como pocas veces y aprendí algo sobre estar en silencio conmigo misma sin una pantalla delante y a la vista de cualquiera; una puntita, algo indefinido, que me dan ganas de seguir investigando.
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