Ocurrió a sus 28 años. Una caída la llevó a revisar su estilo de vida y reconectarse con su niña interior.
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No podía ni quería fallarle a nadie. Trabajaba nueve horas en una multinacional, dictaba clases en la facultad de arquitectura en el turno noche y, a veces, sumaba algún trabajo extra como arquitecta de manera particular. No se permitía faltar a una reunión social ni cumpleaños y era la primera en decirle que sí a cualquier pedido de favores de amigos y familiares.
Sin embargo, en esa carrera por contentar a todos Agustina Crnich se había olvidado de que, quizás, ella era la menos feliz: dormía poco más de cuatro horas por día y la realidad era que dedicaba escaso tiempo para sus necesidades y gustos personales.
Un fin de semana, con una agenda repleta de planes y compromisos, viajó desde Buenos Aires a Entre Ríos, de donde es oriunda, a visitar a sus padres. Luego de una noche de profundo descanso se despertó sobresaltada:
-¡Ya conseguí auto para que regresemos a capital juntas!, le dijo entusiasmada a su hermana mientras se levantaba de la cama.
Pero el destino quiso que un traspié la llevara directamente al piso y que se fracturara el cúbito y radio de su muñeca izquierda. “En el suelo empecé a llamar a mis padres, con la poca fuerza que tenía. No sabia qué me impactaba más: el dolor que sentía, verme tan frágil en el suelo asumiendo instantáneamente que mi ritmo de vida a diez mil por hora quedaría atrás o que justo me fuese a pasar lo que más temía, fracturar en mil pedazos mi mano hábil. ¡Justo me pasaba a mí, que desde chiquita había disfrutado del arte, de dibujar, de pintar, de tocar guitarra, piano, ballet! Era una parte vital y clave en mi cuerpo”.
La hija mayor: una vida de exigencias
Toda su vida pasó por su mente en ese momento, como una película. Ser la hija mayor la había llevado a ser autoexigente, demasiado quizás. Su hermana de 23 años, siete menor que ella, en el polo opuesto, había crecido lejos de cualquier presión familiar. Pero Agustina no se identificada con ese modelo más “descontracturado”. Había sido abanderada en el colegio y finalizado la facultad con el promedio más alto. Fallar nunca era opción, tanto en lo personal como para sus seres queridos. “En ese momento en particular me acababa de separar de mi ex novio -mi mejor amigo en la facultad y pareja por seis años -había tenido algunos sinsabores sentimentales y me encontraba queriendo potenciar mi carrera corporativa ocultando bajo la excelencia los sentimientos que tenía”.
En el hospital le acomodaron los huesos. “Yo necesitaba acomodar mi cabeza, me había olvidado de escuchar al cuerpo. Cuando salí del quirófano y abrí los ojos recuerdo que le agarré la mano la enfermera y le dije: por favor, dame algo para calmar el dolor”.
- Ya te pasaron morfina, vas a tener que tener paciencia.
Aprender (todo) de nuevo
Y entonces entendió que iba a tener que ser fuerte. Estaba a un mes y medio de un viaje que había programado a Israel, Italia y España. Tenía que pensar y concentrarse en su recuperación. Lejos de su departamento en el barrio de Recoleta de la ciudad de Buenos Aires, comprendió que lo mejor era instalarse en la casa familiar para poder contar con ayuda y volver a ser hija.
“Yo que desde los 18 años me había ido a estudiar y había hecho mi camino lejos de mis padres recibía su ayuda para moverme, bañarme, cortar la comida y hasta para ir al baño. Tuve que volver a aprender todo. No podía ni hacer pinza con los dedos, ni mover la mano que estaba totalmente débil. Tardé muchísimo en volver a la vida normal y poder agarrar un lápiz, abrir las cosas.. bañarme o peinarme”.
Luego de una rehabilitación rápida, ya de viaje y flotando en el Mar Muerto, Agustina volvió a sentir que recuperaba sus movimientos y la consciencia sobre ellos. Le habían pronosticado un año completo para recuperar la movilidad y función de su mano. “Y como si todo se conectara, cuando regresé de mi viaje se declaró la cuarentena y, una vez más, pasé ese tiempo en la casa de mis padres hasta que pude regresar con un permiso a mi departamento en CABA. Ya recuperada, sumé truco, yoga y nuevas rutinas que me conectaban con sensaciones diferentes”.
Se le ocurrió empezar a dibujar aquellas ciudades que había visitado, para mover la mano y estimular su motricidad fina. Y no fue un año como le habían dicho los médicos, sino tres meses los que necesitó para recuperarse. El arte la sanó. “Me conecté con mi infancia, con esa Agus que estaba dormida corriendo tras la vida corporativa y el error de querer hacer feliz a todo el mundo menos a ella misma. A los dibujos siguieron cuadros botánicos, abstractos, murales y más ciudades en papel”.
Así nació su emprendimiento Ciudades a tinta, que la conectó con todas sus pasiones: arte, viajes, arquitectura. Pero sobre todo la volvió a conectar con ella misma. Cada pincelada, trazo, pausa, respiración u sonido hoy le recuerdan que ahí está y que esa es su esencia, lo que ama desde chiquita y sigue en su interior, inalterable al paso del tiempo.
“Si bien hay muchas cosas que son parte de nuestra esencia y no podemos cambiar -en mi caso la energía y pasión que le pongo a cada cosa que hago- tenemos que conectarnos más con nuestro cuerpo, escucharlo y comprender cuando pide que tomemos un descanso. Comprendí que la vida puede cambiarte de un momento a otro, y que eso está bueno y siempre nos enseña algo. Que superar nuestros límites es un acto de valentía y mucha voluntad. Y por último que quizás no tenga que correr para llegar a un destino -hasta desconfío de que haya uno-, que vale más disfrutar del camino y todo lo que el proceso te regala: las personas que nos cruzamos y dejan huella, quienes nos aman y acompañan en cada transformación, y uno mismo conectado a su pasión, algo que te eleva de una manera única”.
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