A pelo. Sin anestesia, ni ecógrafo, ni sala de neonatología. En casa, rodeadas de sus cosas. Así eligen parir cientos de mujeres en Argentina. Lejos de las instituciones y sus protocolos. Sin médicos que indican cómo debe ponerse la mujer, ni intervenciones invasivas y violentas. Son partos domiciliarios responsables, seguramente más lentos y dolorosos, supervisados por parteras y obstetras, incluso neonatólogas. ¿Suena raro? Puede ser. ¿Suena hippie? Suena tremendo. Al menos ese fue mi caso. El parto “institucional” nunca fue una opción para mi mujer. Por su aversión, primero, a las agujas, pero, principalmente, a ser tratada como una enferma. ¿Por qué debía internarse? ¿Por qué era obligatorio en casi todos los hospitales colocarse una vía intravenosa? ¿Por qué en ningún lado iba a tener espacio para caminar hasta que las contracciones fueran intensas y la dilatación la adecuada? ¿Por qué tantas luces? A medida que visitamos hospitales y clínicas, las preguntas se fueron acumulando y, a la vez, nos fueron alejando de esos lugares.
Finalmente, Nora, nuestra hija, nació en casa, en la habitación de su hermano, con mi mujer parada. Eso me contaron, yo justo me perdí la escena. Estuve todo el tiempo a su lado desde que rompió bolsa. También en la bañadera, de la mano, donde hizo el tramo final del trabajo de parto. Cuando salió del agua, temblaba de frío. La partera me preguntó si había un caloventor para poner en la pieza en la que nos íbamos a ubicar. Le dije que sí porque sabía que mi vecino tenía nuestra estufa de cuarzo. Dada la situación, no se me ocurrió avisarle que iba a ir hasta la casa de al lado; simplemente, la fui a buscar. No tardé casi nada, o eso creí. En mi ausencia, hubo otro temblor, que, en realidad, fue un pujo. “Ahí viene”, avisó mi mujer, y la obstetra se puso los guantes. Cuando yo volvía con el artefacto en la mano, me cruzó la partera. “Vení, ya nació”, me dijo. Corrí y, por primera vez, las vi juntas, todavía unidas por el cordón umbilical. Lo corté y ellas tardaron tres horas en despegarse por primera vez. Nora no lloraba, miraba con los ojos muy abiertos y tomaba la teta. La partera les sacó una foto y esa misma tarde, en un congreso, la mostró para graficar la dulzura y la tranquilidad que puede haber en un parto domiciliario. Durante los días posteriores, junto con la alegría y la conmoción generalizada que acompañan la llegada de un hijo, creció la pregunta: ¿por qué me fui justo en ese momento? Encontré consuelo pensando en esos jugadores que participan de todos los partidos de una copa y, por lesión, expulsión, o alguna canallada del destino, se pierden la final. Había estado presente en todas las consultas, exámenes, ecografías. Solo me faltó el gol, el desenlace. El parto en mi casa terminó siendo lo que fue siempre: algo entre mujeres. La pregunta que quedó, entonces, es qué otros lugares hay para el padre que no sea en el pasillo en búsqueda del caloventor.
En casa, pero con ambulancia
Leonardo Zuccolini tuvo sus primeros dos hijos en hospitales y los dos siguientes en su casa. Para cada una de esas ocasiones cumplió un rol bien distinto. En el último parto prefirió quedarse fuera de la habitación en la que estaba su mujer. Se ocupó de preparar la casa, de cocinar. A las parteras las recibió con una picada y también se encargó de dormir a uno de sus hijos. Cuando ya se notaba que faltaba poco para el parto, sus otros dos hijos, los mayores, pidieron ver. “Me descolocaron, no lo habíamos conversado antes. Mi mujer aceptó y la partera les pidió que se quedaran mirando. Eso hicieron. Se portaron muy bien y para mí fue un orgullo especial que quisieran estar”, dice Leonardo. El clima en su primer parto domiciliario había sido un poco más tenso porque se hizo muy largo (20 horas) y ella estaba extenuada. “Tuve muchas dudas cuando mi mujer me planteó la posibilidad de tenerlo en casa porque había tenido dos cesáreas. A medida que nos fuimos sumergiendo en el tema, entendí que si llegaba a haber algún problema, lo más probable era que se manifestara durante el embarazo y no puntualmente ese día”. Para informarse mejor, Leonardo escuchó las experiencias de otras familias, algo que también hizo Darío Tarasewicz, a quien la idea, en principio, tampoco lo tentaba. “Lo primero que le dije fue que si ella iba a parir en casa, lo haría con una ambulancia en la puerta. Pasaron un par de charlas y de encuentros con el grupo de parteras hasta que entendí que no había peligros”, cuenta Darío. Esa primera reacción temerosa, casi escandalizada, el partero Francisco Saraceno la vio repetida en muchísimos de los padres a los que asistió. “Como varones que no gestamos ni parimos, es difícil dejarnos atravesar por la información que trae nuestra compañera, que es, en definitiva, quien pondrá el cuerpo. Un primer sinceramiento que debe hacer el hombre es que no «estamos embarazados», como se dice a veces. Ellas lo están. Por lo tanto, la apertura para escuchar qué hará sentir cómoda y segura a la madre debe ser lo más amplia posible. En una cultura regida por el miedo con respecto al nacimiento, la primera respuesta siempre es la defensa: ¡Estás loca! ¡Es un peligro! ¡Ni se te ocurra!”, resalta Saraceno.
¿Cuáles son, entonces, las principales características del parto domiciliario planificado?
Debe ser una decisión responsable e informada de la mujer y la familia. Es necesario contar con asistencia de al menos dos profesionales de la obstetricia con formación universitaria y su correspondiente matrícula. Esto no solo garantiza la formación y las prácticas profesionales que el Estado considera indispensables, sino que los habilita como agentes del Estado en la responsabilidad de sus actos y en brindar la certificación correspondiente y necesaria a los recién nacidos.
En relación con la presencia del Estado en estas prácticas, en los últimos años, distintos grupos de mujeres y asociaciones de parteras reclamaron para que una ley regule los partos en domicilio. Por ahora, existe la ley N° 25.929, conocida como Ley de Parto Humanizado, que indica que “cada persona tiene derecho a elegir, de manera informada y con libertad, el lugar y la forma en la que va a transitar su trabajo de parto (deambulación, posición, analgesia, acompañamiento) y la vía de nacimiento. El equipo de salud y la institución asistente deberán respetar tal decisión, en tanto no comprometa la salud del binomio madre-hijo”. Sin embargo, los casos en los que ese derecho fue violentado se cuentan de a cientos de miles.
El factor riesgo
El ingreso del varón en la escena del parto como figura de sostén y partícipe activo del proceso es relativamente nuevo. Durante siglos, las mujeres parieron en las casas, rodeadas de parteras, doulas, enfermeras, familiares, conocidas que podían ayudar porque ya habían colaborado en otros nacimientos. A medida que los hospitales y sus protocolos fueron monopolizando los nacimientos, los partos debieron ajustarse a las necesidades de las instituciones, y algunas prácticas y saberes se fueron perdiendo. Ya no hay tiempo, ni espacio, ni mano de obra disponible para trabajos de parto que puedan extenderse durante un día o más. No hay articulación con las instituciones para aquellos procesos que, por ejemplo, empiezan en casa, pero terminan en el hospital. Los habituales casos de violencia obstétrica son parte de este mapa complejo, en el que todos tienen algo para decirle a la madre, pero casi nadie la escucha. “Mi primera hija nació en una clínica y sentí que el sistema médico me ponía en un lugar parecido a un estorbo. Durante la cesárea, los médicos comentaban el asado que habían hecho el fin de semana anterior. Para chequear que estuviera sana, rápidamente se llevaron a la beba, la lavaron, la dejaron poco tiempo con la mamá. Años después, cuanto tuve el primer parto en domicilio, me pareció alucinante y creció mucho mi admiración hacia la mujer”, contó Matías Corneta, papá de tres hijos. El último de ellos también nació en el hospital, luego de intentarlo en su casa. El trabajo de parto duró cuatro días, las contracciones llegaban solo de noche, la dilatación no se completaba y la pareja decidió acudir al hospital. “Sabíamos que no teníamos que mencionar lo que habíamos hecho porque nos iban a tratar de irresponsables pese a que todo el tiempo estuvimos acompañados por profesionales. Apenas llegamos, nos empezaron a decir «mamá» y «papá», en lugar de nuestros nombres o apellidos. Es un detalle, pero no deja de mostrar el lugar infantil en el que te ponen”.
A su segundo hijo, Tarasewicz lo recibió con sus propias manos en el baño de su casa, pero cuando revive su primer parto, que fue en un hospital, se recuerda como un alumno en penitencia. “No fue una mala experiencia, pero luego, más informados, nos empezamos a cuestionar algunas decisiones. El sistema médico te acomoda para garantizar su funcionalidad; no cumplir ese protocolo para ellos es riesgoso”.
Obviamente, existen los embarazos de riesgo, pero, en los últimos tiempos, parecen haberse multiplicado, como las cesáreas y los cuidados extensos en neonatología que generan grandes ingresos a través de las prepagas. Por ejemplo, los bebés que están ubicados al revés y llegan de nalgas al mundo son considerados de alto riesgo y, seguramente, nacerán en una operación, pero para las parteras sigue siendo posible realizar esa maniobra por vía natural. “Mi hija nació con el cordón alrededor del cuello y de una pierna. La bolsa no se había roto durante el trabajo de parto, así que salió junto a ella, vino con el manto, como se suele decir. Rápidamente, la partera hizo una maniobra y, a los pocos segundos, la beba ya estaba tomando la teta. En un hospital hubiésemos ido a cesárea”, relata Simón Ingouville.
Cada uno a su tiempo
Sin cifras oficiales sobre los partos domiciliarios planificados, el Ministerio de Salud difundió que en los últimos años se triplicó la cantidad de nacimientos fuera de instituciones (7.500 al año). Esta forma de dar vida todavía es estigmatizada en los medios de comunicación y, además, no cuenta con la aprobación de organizaciones médicas como, por ejemplo, la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Buenos Aires. “El nacimiento de cualquier argentino debe llevarse a cabo en instituciones que cuenten con las condiciones necesarias para resolver cualquier complicación materna o del feto neonatal en tiempo y forma”, dijeron sus autoridades en un comunicado que circularon “debido a que esta modalidad de atención se asocia a un mayor riesgo obstétrico por la imposibilidad de resolver las emergencias maternas y fetales que pueden ocurrir”. Jefes de Obstetricia de varios hospitales y sanatorios la firmaron pese a que sus propias instituciones, cuando no ellos mismos, fueron señalados en las redes sociales por haber ejercido violencia obstétrica. Gracias a una investigación propia, la Asociación Argentina de Parteras Independientes (AAPI) informó que, entre 2011 y 2015, el 91,8% de los 1.127 casos de parto domiciliario que fueron relevados finalizaron de forma normal. Además, no hubo mortalidad intraparto. Para la AAPI, uno de los mayores riesgos es la falta de articulación entre los equipos de asistencia domiciliaria y el personal de las instituciones, que, en muchas ocasiones, condenan los traslados y dificultan la atención sanitaria fluida, sobre la base de prejuicios y descalificaciones. Por su lado, Fortaleza 85, un grupo compuesto por activistas de derechos sexuales y reproductivos, profesionales de la obstetricia y de la epidemiología, realizó un relevamiento, entre 2012 y 2016, que indicó que solo el 12% de 1.501 partos planificados en una casa requirieron del traslado a una institución, mayormente por cansancio materno. Un sistema integral, que mantenga los hospitales y los sanatorios, pero que incorpore las casas de parto y la posibilidad de los partos domiciliarios, sería un escenario superador de la actual simplificación de parto institucional versus “parto hippie”.
En un contexto de empoderamiento femenino, el parto respetado no tiene todavía su correlato en cambios en las políticas públicas. La experiencia más arriesgada, en esta línea, es la Maternidad Estela de Carloto, en Moreno, donde solamente se realizan partos respetados. Por lo pronto, y aunque suene a una verdad de Perogrullo, no viene mal recordar que cada parto es distinto. Algunos bebés llegan en menos de dos horas; otros tardan días. En sus hogares, hay mujeres que prefieren alejarse y quedarse un rato solas con sus contracciones; otras cantan. La paleta de posibilidades es amplia; por lo tanto, para el padre moderno y compañero, nada mejor, ni desafiante, que acomodarse a lo que va sucediendo. En mi caso, llegó un momento en que me di cuenta de que ya no tenía que mencionar nada que no tuviera que ver con ese momento. Es más, ni siquiera hacía falta que emitiera sonido. Tenía que quedarme a su lado para darle ánimo cuando ella expresaba miedo. Pequeñas intervenciones, sutiles, positivas. Luego de haber asistido a tantos nacimientos, dice Saraceno: “Nada se puede dar por sentado de antemano, mucho menos aquello que tiene que ver con el sostén emocional. Creo que la presencia de otros en la escena del parto, como la del padre, tiene que ver más con la capacidad de sostén y con ser red para esa mujer, más allá del género o de la relación que nos una a ella”.
Yo quiero ser partero, partero quiero ser
¿Cómo reacciona un mayor cuando frente a la eterna pregunta de qué querés ser cuando seas grande, la nena responde “ingeniera civil” o “gasista”? ¿Y si el chico dice “partero”? A sus 9 años, Francisco Saraceno ya tenía clara su vocación. Recuerda que se imaginaba trabajando en los partos, asistiendo mujeres. Nunca tuvo dudas ni se anotó para otra carrera. Es más, debió forzar un cambio en el reglamento para poder inscribirse. “Tuve que ir contra la ley para que se creara un decreto para poder ingresar a la facultad. A partir de entonces, no deja de sorprenderme que las críticas y las resistencias que he recibido no son tanto por el hecho de querer acompañar nacimientos siendo hombre, sino por hacerlo desde el lugar donde elijo hacerlo, que es como partero y no como obstetra”, cuenta.
Antes que en la escena del parto en sí misma, la atención de Francisco estaba puesta en la mujer, que se convirtió necesariamente en su objeto de estudio. “Como hombre que nunca podrá gestar o parir, siento una profunda reverencia por la intensidad y la generosidad que encarna una mujer en estos procesos. Me admiro y me maravillo con ellas. Para que la vida se abra paso y se recree, hace falta una mujer que se entregue. Es ese misterio que casi roza el milagro que nos deja mudos y maravillados frente a la potencia de la vida. Nunca sabré con certeza si lo que siento se intensifica básicamente por ser hombre, alguien que puede comprender racional, incluso emocional y energéticamente, pero nunca vivir la experiencia en sí”.