Estudiaban la vida en la tierra, el agua o el aire cuando descubrieron, además, una afinidad que los unió como parejas. Hoy demuestran que trabajar con una pasión compartida los fortalece y genera cambios necesarios.
A través de algún conocido, en una fiesta o en la calle. Quizá, en la universidad o en algún taller. Por qué no a través de las redes sociales. El amor se puede encontrar en lugares impredecibles. Ellos lo hallaron en la pasión por la conservación del ambiente y sus ecosistemas. Mientras estudiaban la vida en la tierra, el agua o el aire, descubrieron una afinidad que los trascendía y que los llevó a apostar por una relación. Algunos trabajan muy cerca, algunos dicen complementarse, otros afirman que saben separar la vida personal de la laboral. Pero el denominador es común: son equipo. Seis parejas, seis historias.
Karina Álvarez y Sergio Rodríguez Heredia. Son biólogos egresados de la Universidad de la Plata, donde se conocieron en 1989. Desde San Clemente, llevan adelante proyectos de rescate y rehabilitación de pingüinos magallánicos y tortugas marinas para la Fundación Mundo Marino, creada en 1977 a raíz de la cantidad de animales que aparecían en la playa con necesidad de atención. "Hace 10 años, el principal problema eran los derrames de petróleo y la gran cantidad de aves afectadas por él. Ahora, esto ha bajado y el tema alarmante es el plástico", dice Sergio, al frente del Centro de Rescate y Rehabilitación.
Dicen que el ser humano es uno con la naturaleza. Esta pareja cree que no se trata de caminar por la arena y dejar huellas, sino de sentir que la arena es parte de uno. "Basta el momento en el que los animales nos miran, nos enfocan. Ese instante de conexión con sus miradas no puede quedar como un recuerdo. Hay que hacerlo valer, por la vida misma de ese animal, que tiene que tener una consecuencia positiva para que la gente entienda que cada uno de ellos importa, desde una ballena hasta una gaviota. Ese es nuestro desafío: que el mensaje llegue a la gente, que nos crea, que entiendan, lo sientan y se lo apropien", agrega Sergio.
Karina cree que se está generando una toma de conciencia general. "Antes, mirábamos todo como si fuese una foto o una película, algo que no le iba a pasar a uno. Ahora, la gente se da cuenta de que las cosas nos llegan: la contaminación, la pandemia. Entonces, se pone a reflexionar en las acciones, y los educadores, desde su lugar, tratan de hacer reflexionar acerca de cómo con las acciones cotidianas podemos colaborar con que la situación no sea tan grave o no nos afecte tan fuertemente", explica, desde su rol como Responsable de Conservación.
La pareja también forma parte del Fondo Internacional para el Bienestar Animal (IFAW, por sus siglas en inglés), una entidad que se encarga de asistir en emergencias ambientales que tengan relación con los animales. Están en el grupo de derrames de petróleo y los convocan cuando hay alguna emergencia. Han trabajado en toda América Latina. Según dicen, la clave del éxito de una pareja que trabaja junta es respetar el espacio de cada uno. "No somos iguales, sino que nos complementamos. Ahí es donde uno, además de pareja, aprende a ser equipo, siempre intentando separar una cosa de la otra", concluye Karina. Casi podría ser una metáfora de la convivencia con la naturaleza. "Necesitamos que sea de una manera sustentable, equilibrada y consciente. La naturaleza es un cambio constante, pero siempre tenderá a un equilibro", agrega.
Vanesa Astore y Luis Jacome. "Siempre me encantó la montaña. La primera vez que la vi fue en el Cerro López, en Bariloche. Subí y había seis cóndores volando arriba de mi cabeza. Fue una experiencia muy fuerte verlos tan bajo, sentir el sonido de sus alas en esa inmensidad", recuerda Luis, quien al descender se perdió y se le hizo de noche. Sin campera, estaba convencido de que era su fin hasta que vio una luz a lo lejos... Era un escalador japonés que lo guio hasta el refugio donde durmió. "Esa noche soñé que abrazaba toda la Cordillera de los Andes y podía ver el mar", dice, convencido de que los cóndores lo marcaron. Desde entonces, siente que la extinción de cóndores es como "perder el hielo en la montaña". Por eso, hace 30 años comenzó el Programa de Conservación del Cóndor Andino.
"Fue creciendo con los años y hoy hay dos instituciones coordinadoras: el Ecoparque Buenos Aires, de la cual soy Directora Ejecutiva del Programa, y la Fundación, de la que Luis es su presidente", explica su pareja, Vanesa; en total son unas 80 instituciones las que colaboran, incluso de otros países. El programa se sustenta sobre cuatro patas: la reproducción (tienen un récord mundial de 65 pichones nacidos); el rescate y la rehabilitación (desde 1991, han asistido a más de 311 cóndores); la liberación en ambientes naturales (al momento fueron liberados 196 cóndores en toda Sudamérica), y la educación y la cultura (durante miles de años, el ave fue considerado sagrado, como un nexo entre los hombres y el cosmos). El seguimiento satelital lo pusieron a punto nada menos que con la NASA, al igual que los estudios de genética con la Universidad de Wisconsin.
También biólogos, se conocieron en 1995, cuando ella estudiaba Biología y fue a hacer un voluntariado al entonces Zoo de Buenos Aires, y él llevaba adelante el programa. Fueron amigos mucho tiempo; los unió (y los "enganchó", en 2007) la pasión por este animal tan místico. Pero no solo desde el punto de vista de la ciencia, sino desde su carácter sagrado para las culturas originarias. "Vuela uniendo la ciencia y la cosmovisión andina, vuela a la altura de los aviones, viendo todo, trayendo mensajes. En estos 30 años, es increíble la guía que ha sido para nosotros", dice Vanesa. "Cada vez que nace un cóndor o se libera, se hace una ceremonia. Toda esta cosmovisión te abre a otra mirada (nosotros venimos de la ciencia), que te amiga con el gran misterio", agrega Luis.
Christopher Anderson y Alejandro Valenzuela. Uno es de Carolina del Norte, Estados Unidos, y empezó a trabajar a los 22 años en Puerto Williams, Chile. Biólogo, su tesis doctoral fue sobre el castor, una especie invasora. Del lado argentino del archipiélago fueguino, también había un biólogo que estudiaba una especie invasora: el visón. Christopher supo de la existencia de Alejandro en 2005, cuando visitó Ushuaia. En el Centro de Investigación del Conicet le dijeron que debía conocerlo. Pero el argentino justo estaba en Bariloche. "Al año siguiente, en Puerto Williams, organizamos un taller y decidimos invitarlo. Pero algo surgió y tuve que viajar", cuenta Christopher sobre sus reiterados desencuentros. Al año siguiente, finalmente se conocieron en un curso de conservación latinoamericana en Santiago de Chile.
El primer desafío fue mantener viva la relación, desde lugares diferentes. Por dos años, se visitaban una vez al mes. Luego salió una oportunidad en Estados Unidos y allí estuvieron hasta 2012. "Cuando decidimos casarnos, elegimos vivir en Ushuaia porque había más oportunidades laborales y personales. En ese momento, Estados Unidos no tenía matrimonio igualitario, entonces aquí podíamos casarnos y tener todos los derechos como cualquier ciudadano", señala Christopher, que en ese momento entró en el Conicet y Alejandro, en Parques Nacionales, para estar a cargo durante cinco años de una coordinación científica.
Alejandro trabaja en conservación de fauna en general y se enfocó en la conservación del huillín, una nutria nativa endémica. "Yo evaluaba de qué manera la especie exótica (el visón) afectaba a la nativa (el huillín). En 2019, lideré un proyecto para que la población de Tierra del Fuego fuera clasificada como en peligro crítico de extinción para la Argentina –explica–. Me dedico a estudios ecológicos, pero también a influenciar en la búsqueda de políticas públicas de conservación".
Melina Lunardelli y Gabriel Castresana. Hace siete años que están juntos. La pareja de guardaparques trabaja en la Unidad de conservación Bahía Samborombón, dependiente del Organismo Provincial para el Desarrollo Sostenible (OPDS). Puntualmente, Gabriel trabaja en la reserva natural Bahía Samborombón. Su área protegida está más destinada a la investigación, a los monitoreos, censos, fiscalización y apoyo a la investigación. Melina, en la reserva natural Rincón de Ajó, está más abocada al ordenamiento territorial, uso público y relaciones con la comunidad. Al mismo tiempo, ambos trabajan en los proyectos de conservación de tres tipos de aves migratorias: gaviotín golondrina, playero rojizo y playero canela.
Tienen fascinación por estas aves, que recorren miles de kilómetros uniendo continentes y responden a la armonía del ecosistema. Una armonía que se ve cada vez más afectada por la acción humana. "Las aves son buenas indicadoras del estado ambiental. Hay cuestiones de impacto que tienen que ver con el hombre y otras con el cambio climático –dice Gabriel, preocupado especialmente por el desfasaje entre el arribo de las aves y el descongelamiento de la tundra. "El ecosistema tiene todo tan bien desarrollado que ellas llegan cuando la tundra se descongela, eso genera una explosión de insectos, o sea, la primavera ártica. Así tienen el alimento, pueden hacer los nidos y reproducirse. Ahora pasa que llegan, está congelado, tienen que volver a volar, con el gasto energético que eso implica, al centro de Canadá o Estados Unidos para dar tiempo el descongelamiento. Hay veces, en cambio, que llegan y ya se descongeló hace dos meses y no están los insectos. Ahí es más tangible ver los impactos del cambio climático".
"Las aves unen comunidades, países, gente. Entonces, buscamos nuclear desde ese lado. El año pasado hicimos un trabajo con chicos de colegios de los distintos países por donde pasan estas aves, para la toma de conciencia del impacto que podemos tener desde temas como los disturbios o la basura", cuenta Melina. La clave, según entienden, es generar información y sentido de pertenencia.
Cintia Tellaeche y Juan Reppucci. Biólogos, se conocieron cuando él se recibió y a ella aún le quedaban tres años de carrera. Tenían amigos en común, pero nunca se habían cruzado en la universidad. "Comencé trabajando con el gato andino a principios de 2005, en un proyecto enmarcado en el Grupo de Ecología Comportamental de Mamíferos (GECM) en la Universidad Nacional del Sur; unos años más tarde comencé a ser también parte de la Alianza Gato Andino", dice Juan, y explica que se trata de una red multinacional creada por profesionales de Argentina, Bolivia, Chile y Perú.
Cintia comenzó a trabajar en el proyecto, primero como voluntaria, en 2007. Luego hizo su tesina de grado en relación al gato andino y unos años después se unió a Alianza. En 2019, comenzó su tesis de doctorado también enfocada en la especie. "Ambos vivíamos en Bahía Blanca, pero nos dimos cuenta de que para realizar tareas de conservación es muy importante estar cerca del lugar. En 2015, nos mudamos al NOA, que nos permite encontrar puntos de colaboración e interacción en la zona, tanto con instituciones, como con otros investigadores y con las comunidades locales con las que trabajamos", amplía Cintia, recalcando que una de las ventajas de trabajar con la pareja es que cada uno entiende la dinámica del trabajo, que implica a veces varias semanas o incluso meses fuera de casa.
Desde 2015, Juan trabaja principalmente en Jaguares en el Límite, un proyecto de conservación del jaguar en las Yungas argentinas. "Antes trabajé enfocado en la ecología y conservación de carnívoros altoandinos, especialmente el gato andino", cuenta. Cintia, por otro lado, continúa enfocada en esa especie, mayormente en la relación entre las comunidades locales a través de un programa de la Alianza llamado CATcrafts, que busca aportar a la conservación de la vida silvestre usando la artesanía para fortalecer la identidad cultural y el empoderamiento de comunidades locales. "Siempre trabajamos con carnívoros, que a veces se alimentan de animales domésticos. Para la gente, la convivencia con estas especies constituye un problema económico; el cambio de mentalidad es mucho más complejo", dice la bióloga.
Comprometidos con sus respectivos focos de trabajo, ambos procuran que sus actividades no sean el centro de la relación. "Hablamos poco de trabajo cuando no estamos trabajando, y compartimos muchas otras actividades que además disfrutamos mucho", señalan.
Antonella Panebianco y Pablo Gregorio. Desde que eran chicos, compartían un mismo interés: trabajar con fauna silvestre. Claro que, en aquel momento, ni se conocían. Pero fue ese interés el que los llevó a encontrarse en 2012, mientras realizaban una pasantía en la Reserva Provincial La Payunia (Mendoza), trabajando con guanacos en un proyecto de investigación que estudiaba a los chulengos, las crías de estos animales.
Ambos son doctores en Ciencias Biológicas de la UBA y pertenecen a un grupo de investigación que tiene base en Inibioma-Conicet, en San Martín de los Andes, y se llama Grupo de Ecofisiología en Fauna Silvestre. Allí estudian el uso sustentable de guanacos silvestres como una estrategia de conservación. A su vez, cada uno tiene su proyecto de beca de investigación posdoctoral en el Conicet que colabora con esa meta.
"Yo trabajo en cuestiones relacionadas con la sociabilidad, el comportamiento y la fisiología", explica Antonella. Pablo se enfoca en cuestiones de ecología y fisiología, en un modelo de guanaco silvestre, y en cuáles son las adaptaciones de esta especie a los ambientes de la Patagonia argentina. "Este proyecto de conservación también tiene una pata social y la idea es poder alcanzar una actividad productiva alternativa en áreas empobrecidas o de baja productividad de la Patagonia", agrega
Mirando hacia atrás, ríen sobre cómo se dieron las cosas. En 2013, Antonella tenía que presentarse a la beca doctoral en San Martín de los Andes y eso implicaba interactuar mucho con Pablo. Fue así que, escribiendo planes de trabajo, nació el amor. Fueron seis meses a distancia hasta que a Antonella le confirmaron la beca y se mudó al sur y la apuesta fue a toda máquina: irse a vivir juntos. "O funcionaba bien o no funcionaba", recuerdan con complicidad. Y funcionó.
"Cada uno reconoce cuál es su habilidad y siempre buscamos llegar a un consenso. Esa es la dinámica del día a día en cada una de las actividades que nos toca hacer", comenta Pablo, refiriéndose tanto a lo laboral como a lo emocional. "Compartimos el lugar en la oficina, nos sentamos uno al lado del otro. Pero al mismo tiempo, tenemos roles divididos y al momento de trabajar, podemos separar la tarea de nuestra relación sentimental, que me parece que está genial, porque a veces uno discute por trabajo y nada tiene que ver con la relación. Eso lo sabemos separar".
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