Raúl Padilla fue uno de los últimos actores en entrar a la vecindad más famosa; murió hace 30 años y hoy tienen una estatua en su ciudad natal
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En este cruce permanente entre ficción y realidad, con límites a menudo tan difusos, puede que Jaimito El Cartero protegiera con tanta dedicación la inocencia de El Chavo del 8 debido a que su actor, Raúl Chato Padilla, había perdido muy pronto la suya.
Aquel niño nacido el 17 de junio de 1918 en Monterrey, México, aprendió a caminar sobre el escenario. La máxima es tan metafórica como literal, con un padre -Juan Padilla, reconocido productor teatral en los albores del siglo XX- que comenzó a darle clases de actuación cuando tenía apenas cuatro años.
Raúl participó en su primera obra con cinco años y un par de meses. De una época pura, sobre la que uno suele atesorar más imágenes y aromas que fechas concretas, el Chato no olvidaría más el dato preciso: “Empecé a trabajar el 3 de septiembre de 1923″, contaría, décadas más tarde. Porque la actuación sería eso: un trabajo precoz.
Aquel pequeño cambiaría entonces los juegos por los libretos, los berrinches de cualquier niño por las emociones fingidas del personaje de ocasión, los amiguitos por los compañeros adultos del elenco. Y el mundo mágico de su cuarto por las ciudades de todo México en las que nunca podía establecerse, envuelto en la infinidad de presentaciones de la compañía itinerante de su papá. El teatro ambulante -que se montaba en carpas similares a las de un circo- era un espectáculo muy popular por aquel tiempo.
“Hoy me doy cuenta de que la vida de todos ha sido normal, pero la mía, no. Mi vida ha sido aburrida, no como la de otro chico -lamentaría Padilla en una entrevista que concedió desde la madurez y la nostalgia de los 64 años que tenía por entonces-. A partir de ahí, no hice más que actuar”.
Habría que mencionar de inmediato que no lo hizo nada mal. Por el contrario. Padilla primero dejaría su huella con un sólido y extenso recorrido teatral, hasta terminar alcanzando un tardío debut televisivo, ya promediando los 40. Si bien se sentía más a gusto en los registros propios de la comedia, en la pantalla chica se destacaría en culebrones como La Dueña y Duelo de pasiones, entre tantos otros.
Un par de temporadas después se estrenaría en la pantalla grande personificando a Pancho Villa. Luego compartiría escenas con Cantinflas en El ministro y yo (1976); aquel burócrata déspota es, para muchos, su mejor papel. En total, Padilla actuaría en más de 40 largometrajes, integrando la denominada época dorada del cine mexicano.
En 1979 llegaría el llamado de Roberto Gómez Bolaños, quien lo había visto en una comedia televisiva y no dudó en convocarlo para El Chanfle. El filme -una historia humorística para toda la familia- contaba con las figuras de El Chavo del 8, desde Florinda Meza y Carlos Villagrán a Ramón Valdés, María Antonieta de las Nieves y Edgard Vivar, aunque con un argumento y en roles completamente disímiles.
Chespirito y el Chato (apodo que se ganó por la particular fisonomía de su nariz, ancha y plana) no se conocían, pero en el set de filmación se hicieron muy buenos amigos. Volverían a coincidir en un capítulo de El Chapulín Colorado. Y entonces las intempestivas partidas de Villagrán (Quico) y Valdés (Don Ramón), en medio de un sinfín de rumores que involucraron de mala manera a Meza (Doña Florinda), pusieron en apuros a Gómez Bolaños. La bonita vecindad perdía la magia de dos personajes esenciales, adorados por el público. Su genio creativo debía encontrar un reemplazo pronto. Y lo buscaría en Padilla.
Así fue cómo hizo su aparición Jaime Garabito, o simplemente Jaimito, un cartero que arrastraba una bicicleta que no sabía usar y escatimaba esfuerzos para “evitar la fatiga”. Oriundo de Tangamandapio -pueblo del suroeste de México que durante años la mayoría de los televidentes creyó que no existía, que era un invento de Chespirito-, Jaimito conjugaba su ternura con cierta picardía, y el romanticismo con la sabiduría. Además se alzaba como el primer defensor ante las travesuras de El Chavo, a quien cuidaba y protegía de los regaños ajenos.
El mismo Chato le había aportado a Jaimito la abultada peluca blanca y el pañuelo rojo en el bolsillo, entre otros rasgos distintivos de su caracterización. Y si bien los seguidores del exitoso ciclo lo incorporaron de inmediato, no alcanzaría a cubrir por completo el hueco que dejó Don Ramón. La responsabilidad era mayúscula, casi desmedida: hay personajes que son irremplazables. Sin el padre de La Chilindrina, ya la vecindad nunca volvería a ser la misma.
Curiosamente, Padilla y Valdés jamás compartieron una escena, ya sea en el cine como en la televisión. Por caso, en la temporada que Don Ramón regresó brevemente al programa (1981, a dos años de su renuncia) Jaimito se había ausentado, por otros compromisos profesionales del Padilla.
Aun cuando contaba con una trayectoria tan prolongada como respetada, el Chato alcanzaría la popularidad recién de la mano de Gómez Bolaños. Durante 15 años estuvo en innumerables episodios de Chespirito, El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado. Además de Jaimito, se lo reconocería por ser el jefe de la comisaría que frecuentaban los torpes maleantes El Chómpiras (Gómez Bolaños) y El Botija (Édgar Vivar).
Rául Padilla murió el 3 de febrero de 1994, a los 75 años, afectado por una diabetes a la que no le habría dedicado la atención necesaria. Semanas antes su salud endeble lo había obligado a retirarse de las grabaciones. “Se fue a una gira muy larga. No lo volveremos a ver, pero lo sentiremos en nuestros corazones”, lo despidió Lili Inclán, su segunda esposa (antes había estado casado con la emblemática actriz Magda Guzmán) y el gran amor de su vida: compartieron 56 años.
Sus restos fueron cremados en el Panteón Civil de Dolores, en la Ciudad de México. El Chato tenía tres hijos; el segundo, Raúl Chóforo Padilla, también se convirtió en un destacado actor, aun cuando -para no repetir la experiencia de su propio padre- nunca le había inculcado su profesión.
“Se sabía la letra como nadie -lo enaltecería Gómez Bolaños-. Nunca repetíamos escenas por algún olvido suyo. Tenía mucha facilidad para recordar fechas y datos importantes. Era muy respetuoso y disciplinado”.
Tiempo después los 11 mil habitantes de Tangamandapio -aquel “hermoso pueblito con crepúsculos arrebolados”, en palabras del célebre cartero-, realizaron una colecta para recaudar desde dinero hasta llaves, monedas y otros objetos de bronce. La estatua de Jaimito en tamaño real homenajea a quien hizo famoso el pueblo en todo el mundo.
Una década más tarde de la partida de Padilla, Roberto Gómez Bolaños publicó su biografía Sin querer, queriendo. Y quizás sin pretenderlo, creó un mito en torno a su figura. Porque pese a que en su momento Chespirito reveló que supo del fallecimiento de Padilla por un llamado de su hermano, en las páginas del libro contaría una versión diferente.
“Después de grabar lo estuve esperando en la escalera para demostrarle que yo también podía brincar desde el quinto escalón. Pero no bajaba. Entonces subí para ver si le pasaba algo y lo que pasaba es que ya estaba muerto”, escribió el humorista.
“Tenía los ojitos cerrados -continúa Gómez Bolaños-, como si nomás estuviera durmiendo. Hasta parecía que estaba soñando algo bonito, tenía cara de estar contento. Pero no puede ser, porque ni modo que le diera gusto morirse. O quién sabe, porque Jaimito siempre decía que quería evitar la fatiga… O sea que ya evitó la fatiga para siempre”.
Desde entonces, dónde y cómo murió Raúl Padilla -en su casa o en un set de filmación- es un verdadero misterio. En cambio, su destino es una absoluta certeza: como dijo Lili Inclán, habita en los corazones de quienes se conmovieron con la ternura de un Jaimito.
Porque el Chato nada pudo hacer para resguardar su propia infancia. Pero sí hizo mucho para conservar la inocencia del Chavo del 8, y de los millones de niños -hoy, adultos- que sonríen al rememorarlo.
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