Paradojas de la vida cotidiana
De los viejos circos itinerantes que levantaban sus carpas durante las vacaciones escolares, recuerdo con nitidez un número que me resultaba tonto y aburrido. Un chino protagonizaba la escena frente a una larga mesa con unos diez platos alineados que hacía girar en orden sucesivo. El desafío consistía en mantenerlos todos en movimiento al mismo tiempo. Cuando daba envión al último, volvía rápidamente al primero evitando así que alguno se cayese. ¿Cuál era la gracia de aquel espectáculo?, me preguntaba aún siendo niña. ¿A quién divertía? Muchos años más tarde, entendí que aquello de los platos en movimiento simultáneo tenía sentido. Era nada menos que la escenificación del desafío (¿chino?) de la vida cotidiana. Nadie es ajeno a este arte de tener que cuidar en simultaneidad los diversos aspectos que nos constituyen. ¿Ser a la vez hijos, padres, parejas, profesionales, abuelos, amigos, amas de casa, hermanos, no es acaso tanto o más complejo que aquella ostentación del acto circense? La ingeniería de la vida no nos da tregua. Ninguna de estas provincias de uno mismo esperan serenas su turno. Las demandas de todos nuestros otros son múltiples. Y las propias también. Vivimos teniendo que compatibilizar tiempos de trabajo, de cuidados de salud, de actividad física, de vida social, de pareja y de familia. Las negociaciones entre las expectativas, las presiones y las genuinas posibilidades nunca nos dejan del todo satisfechos. Pero sí cansados, necesitando, sobre todo en los extremos del año, renovar fuerzas para cartografiar la travesía del siguiente. Y allí, en el diseño de la nueva agenda, se hace evidente una trampa. Elegir es un ejercicio de libertad cuando supone dar lugar a prioridades, a deseos, pero también a regular cantidades, a resignar aquello que no calza con comodidad. Sin renuncia no hay elección, hay un acopio voraz que resulta indigesto, excesivo. La negación de nuestras limitaciones a la hora de planear se paga con deserciones, con agotamiento, con frustración, con un balance que inevitablemente termina en rojo, con saldo deudor. Allí entra a tallar la culpa, práctica bastante ejercitada en nuestra cultura, como si cuando algo falla hubiera que localizar indefectiblemente un verdugo y una víctima. Culpar a otros o a uno mismo se ha convertido en una categoría infaltable a la hora de pensar.
El aumento de tensión que generaba el performer del circo en el espectador era el efecto buscado: inquietar, alterar los niveles de adrenalina y hacer sentir vértigo. La amenaza del desmoronamiento inminente duraba tanto como el número mismo.
Pero en la vida real, es aconsejable no olvidar que la naturaleza enigmática y compleja del ser humano introduce algunas variaciones al juego. Perder el equilibrio y hacerle lugar a lo imprevisto, a lo incierto, a lo nuevo, es un desafío con potencialidad transformadora. No siempre aquello que sorprende llega asociado a lo deseable y auspicioso. Ciertos impactos adversos, como puede serlo una enfermedad, también son capaces de producir cambios significativos en el modo de encarar la vida. Lo insospechado también puede ser inaugural y fundante, como por ejemplo la voz colectiva y fraterna de la indignación ante lo injusto.
Desconocer la riqueza de la complejidad empobrecería la lucidez y la sensibilidad necesarias para trazar un camino. En él, tanto el movimiento como su falta pueden ser nutrientes valiosos. Tanto el placer de sostener un ritmo con continuidad, como la sorpresa de aquello que irrumpe inesperadamente nos constituyen subjetivamente. Quizá se escondan allí, en las paradojas, los encantos menos explorados de nuestra ecología vital.
La autora es psicoanalista