Por más de 20 años manejó una de las empresas de seguridad informática más importantes del país, pero antes fue un reconocido “pirata informático” y estuvo involucrado en un escándalo internacional
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No fue un operativo de rutina. La Policía Federal no quería irrumpir en el departamento de Julio Ardita mientras él se encontrase dentro: temían que borrase información valiosa. Vigilaron el edificio, sobre la avenida Santa Fe al 3900, por varios días. Pero la noche del 28 de diciembre de 1995, cuando finalmente se produjo el allanamiento, encontraron solo a sus padres y a sus tres hermanos. En segundos, 25 uniformados entraron al departamento y se llevaron las computadoras y los discos duros que había en su habitación. Julio, que estaba en la casa de su novia, no tenía idea de que era el principal sospechoso de un crimen internacional.
El allanamiento sucedió a las 22:30 y Julio llegó a su hogar pasada la medianoche. Cuando abrió la puerta del edificio, sintió un penetrante olor a cigarrillo. “Comencé a ver colillas por el pasillo, habrán sido más de cien”, calcula. Siempre fue buen alumno, nada problemático. Sus padres jamás hubiesen imaginado que se había infiltrado en los sistemas informáticos de universidades, empresas e, incluso, de la CIA y el FBI. Todo con 21 años, a través de la precaria computadora que le habían regalado para Navidad.
Cuando abrió la puerta del departamento encontró a sus padres sentados en el sillón. “Ahí me contaron que vino la policía y que se llevaron todas mis cosas. Obviamente, mis viejos me veían todo el día en la computadora, pero no tenían idea de lo que hacía ahí. Ojo, yo tampoco sabía qué, de todo lo que hice en esos años, había disparado el operativo”, recuerda Julio.
Al día siguiente, su nombre apareció en los diarios. Lo presentaban como “El pirata informático” que ingresó en el sistema de Telecom y consiguió entrar a la red de seguridad de la Marina norteamericana. Fue, justamente, el Servicio Naval de Investigaciones Criminales de Estados Unidos quien rastreó a Julio Ardita y promovió el operativo internacional para capturarlo.
“Algo muy importante es que siempre, detrás de todo lo que hice, hubo curiosidad. Nunca tuve intención de robar información. Para mí era solo un juego”, repite Julio 27 años después. Hoy es un empresario exitoso: fundó la primera compañía de seguridad informática del país y trabaja con empresas y gobiernos de toda la región. Aquella historia fue un parteaguas en su carrera. Aunque todo comenzó siete años antes, cuando llegó a Buenos Aires, en una época en la que Internet aún no existía.
La primera computadora
Julio Ardita nació en 1974, en Río Gallegos, aunque tardó en echar raíces. “Mi padre era militar y lo transferían seguido. Viví en siete lugares hasta los 14 años”, explica. Llegó a Buenos Aires en 1988 y su padre lo inscribió en el Dámaso Centeno, en Caballito, el mismo colegio donde se graduó Charly García.
Fue allí, en la clase de Informática, donde tocó una computadora por primera vez. “Era una Texas Instrument que se conectaba a un televisor”, cuenta Julio. Tuvo suerte, le tocó un buen profesor, Eduardo Bérgamo, que notó la euforia que esa máquina generaba en él. “Un día me ofreció poder abrir el cuarto de computación después de clase”, recuerda. Así descubrió el mundo alternativo de la programación.
Un año después, el profesor Bérgamo le propuso a Julio y a otros buenos alumnos diseñar un software que integrara el sistema de pagos, de proveedores, de notas, de asistencia… “Obviamente le dijimos que sí. A partir de ese día, manejamos todo: podíamos ver las notas y archivos. Pasamos a ser nerds fashion”, agrega.
En 1990 un tío cordobés le regaló su primer módem, que se conectaba a la red telefónica y permitía un enlace entre computadoras. Había pocos fuera de las universidades, el gobierno y algunas empresas. Así conoció a los Bulletin Board Systems (BBS), que eran grupos de personas que se conectaban en un espacio virtual para compartir programas e información. “Hablé con mucha gente brillante, me pasaron manuales y protocolos. Internet no existía, nos conectábamos en algo parecido, pero mucho más lento que se llamaba X25″, explica Julio.
Uno de los grupos de BBS más exclusivos se llamaba Arrested Development. “Todos los grandes hackers del mundo entraban ahí, era la élite”, advierte Julio. Con ellos aprendió a acceder a información confidencial y a romper barreras de seguridad. “Todos teníamos alias en esos grupos, por obvia protección”, explica Julio.
- ¿Cómo te hacías llamar?
- El Gritón.
- ¿Por qué el Gritón?
- No, eso queda secreto para cuando escriba mi biografía.
En 1992, Julio se conectó a internet por primera vez. “Creé un programa que bauticé sniffer. Lo que hacía era conseguir todos los usuarios y contraseñas de un lugar, y copiarlos en un documento. Así fue que en el 94 ingresé a Harvard y conseguí acceso al FBI, al Ejército de los Estados Unidos, al Pentágono y a la CIA. Yo dejaba toda la noche corriendo ese programa en cada base de datos y a la mañana siguiente tenía 2000 usuarios y contraseñas nuevas”, confiesa Julio.
-¿Cuáles fueron las instituciones de las que extrajiste la información más valiosa?
-Accedí a la NASA y descubrí que, si cargaba las coordenadas de algún lugar del planeta, te mostraba una foto satelital de esa zona. Lo que hoy es Google Maps, yo lo hacía a través de la NASA en el 94.
-¿Alguien sabía lo que hacías?
-Mis amigos sabían algunas cosas. Nunca conté todo. Por ejemplo, yo tenía acceso a las guías de teléfono completas. Entonces los chicos me decían “fijate si encontrás el teléfono de tal modelo” y yo lo conseguía. Después las llamábamos, todo muy infantil, como chiste.
Una multa de 750 mil dólares y 25 años de prisión
Tras el allanamiento, Julio y sus padres tardaron tres días en salir de su casa. “El teléfono cortaba y sonaba, cortaba y sonaba. Todo el mundo quería entrevistas. Pero no hablamos con ningún medio”, asegura. Un abogado amigo de la familia logró que no lo encarcelen. Todavía no existían leyes para cibercriminales, a duras penas había Internet en el país. Julio quedó libre, pero la investigación continuó. Ese mismo año decidió sacar provecho de todo lo que aprendió en el proceso y fundó Cybsec, la primera empresa de ciberseguridad del país. Se asoció con el economista Juan Sabalain. Como no existía el concepto de riesgo cibernético, ellos dos se encargaron de presentar a sus potenciales clientes “la amenaza hacker”.
En 1997, cuando el escándalo mediático ya se había apagado, Julio recibió una visita extraña en su departamento de Palermo. Sonó el timbre, abrió la puerta y encontró una multitud en el palier y escaleras: eran agentes del FBI, CIA, Interpol y NCIS. “25 tipos dirigidos por William Godoy, agregado del FBI para América Latina”, recuerda.
Le recordaron que aun tenía una causa judicial abierta en Estados Unidos. Le advirtieron que por sus delitos tendría que pagar una multa de 750.000 dólares y que podría pasar 25 años en prisión. Pero le dieron una salida: si colaboraba con ellos y les daba toda la información que había conseguido, podrían ayudarlo. Si no aceptaba el trato, jamás podría salir de la Argentina. “Lo hice sin pensarlo”, confiesa Julio.
Fueron dos semanas de interrogatorio. “Al principio el trato era ríspido, pero conforme me conocieron todo se relajó. Al final terminamos comiendo un asado todos juntos”, cuenta Julio. Al cerrar el interrogatorio, acordaron que nadie podría hablar del tema durante 15 años. También le indicaron que tendría que viajar a los Estados Unidos y declararse culpable de 10 cargos. No iría a prisión, pero tendría que pagar una multa de 50.000 dólares. “Ahí negocié con mi abogado y les dijimos que máximo aceptaría dos cargos y solo podría pagar 5000 dólares. Además de que ellos me tendrían que pagar el vuelo”, asegura.
-¿Y aceptaron?
- Sí. Los americanos son muy pragmáticos. Ya tenían la información, lo que querían era cerrar el caso. También acordamos que tendría que hacer 3 años de trabajo colaborativo con ellos: capacitaciones, cursos, análisis informático...
En Estados Unidos, tuvo un juicio exprés. Mientras que en la Argentina su expediente tuvo 2500 fojas y llegó a juicio oral. Sin embargo, la jueza concluyó que no había delito. Antes de cerrar su caso, la Justicia lo obligó a pagar una multa de 60 pesos por haber usado sin autorización el servicio de Internet de Telecom mientras hackeaba. Además, tuvo que hacer “trabajo comunitario” dando clases de informática en el Instituto del Sol. Al mismo tiempo, le devolvieron sus equipos. “Para 1999, todo cambió: fue la explosión del internet y Cybsec comenzó a tener un éxito inédito”, cuenta Julio.
-¿Se volvieron millonarios?
-No millonarios, pero sí tuvimos mucho trabajo. Mantuvimos una empresa durante varias crisis. Fue complejo. En el 2001 abrimos Cybsec Paraguay, después en Uruguay, después en Ecuador, y más tarde en Panamá. Comenzamos a trabajar en toda América Latina. Seguimos creciendo hasta 2016, cuando mi socio me dijo que se quería retirar. Decidimos vender la empresa a Deloitte, que era una de las principales compañías de ciberseguridad del mundo.
Hasta hace cuatro meses, Julio Ardita seguía luchando contra los cibercriminales. Pero resolvió tomarse un año sabático para planear su futuro. “Creo que, al final, quiero dedicarme a la educación. Desde los 18 años doy clases. Ahora estoy en la UBA, en la Universidad de la Defensa, y en la Ucema. Me quiero dedicar full time a eso”, asegura.
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