Padres, casi madres
Más bueno que el pan”, decimos para pintar a alguien que es más bueno que el pan. Pero el famoso pan, ¿es bueno? Bueno es cuando cada día nos llega sin la humillación de la angustia. Cuando es bien conseguido, con la alegría primordial del sudor de las frentes.
Entendido el pan así, contaré la historia de unos padres tan buenos como el pan bueno. Lástima que estos relatos coincidan con el Día del Padre. Escribir al compás de aniversarios es una agravada costumbre del periodismo patrio: necesitamos de ciertas fechas grandotas o capturadas por el aluvión de la publicidad para despabilarnos. Los Día de vendrían ser el viagra que le da pulso a nuestra lánguida atención y creatividad. Ante el hecho consumado y consumido, no me rindo. Como diría Serafín Ciruela: si un tornado va a arrancar las puertas de tu casa, ábrelas y que el tornado pase, de largo.
Mi Caminante Quieto trae a cuatro padres cruciales que en ciertos momentos de sus vidas fueron padres-madres. Madres porque, en organismo propio, la carne de sus almas fue atravesada por el desgarramiento que la naturaleza dispuso sólo para las hembras en el trance de esa agonía al revés que es el parto. Estos padres supieron de esos dolores supremos. El alarido les fue por dentro. Un alarido sin la redención alumbradora que desemboca en el sol nuevo de un poquito de carne latiente.
Padre de su padre
Andrés B. Pastor nació en Alicante. En 1924, a los catorce años de su edad, subió al barco que lo traería a la Argentina. Viajó solo de parientes; su madre y dos hermanos lo despidieron. En Buenos Aires lo esperaba nadie. En Mendoza ya estaba su padre, que a lo bestia abría zanjas para las primeras cloacas. Apenas llegado, Andrés recibió una pala, y a meterle. Las manos nuevas pronto le sangraron, sus lágrimas en silencio. Había que juntar dineros para traer a los lejanos.
No conoció escuela. Su padre consideraba sin atenuantes que eso de los libros era cosa de vagos, granujas y atorrantes. Cuando ya había cumplido sus veintiuno, Andrés decidió tomar lecciones con un maestro. Castellano, gramática y contabilidad. Y algo de caligrafía. Las recibía a escondidas, temeroso de las furias contundentes de su padre. Temeroso y respetuoso. Bueno, el viejo es así… contaba con los ojos a punto de lágrimas.
No había Andrés salido de sus veinte años cuando fue alcanzado por esa enfermedad devastadora que se nombraba parálisis infantil. “¡Coño, mañas para no trabajar!”, rugía su padre, mientras enarbolaba el puño convertido en piedra. El día en que ya no pudo tenerse en pie, Andrés fue salvado por su madre y los vecinos. Después, siguiendo los extremos consejos de un naturista alemán (baños de agua helada en invierno…) doblegó la polio. Que sólo le dejó una pierna muy flaquita, pero tan caminadora como la sana. Ya curado, volvió al trabajo. Y a las lecciones clandestinas, hasta que lo descubrió la furia del padre. Cuadernos y libritos fueron a parar arriba del techo. A las lluvias les consta.
Andrés se casó con la Juana. Dos días para la luna de miel, y el lunes, a trabajar se ha dicho. Tuvieron tres hijos: abogado, economista, escritor. Trabajaron sin respiro, pero a rajacincha soñando: las primeras vacaciones, a los 70. A todo esto, ¿y qué ocurrió con Andrés y su padre? Lo respetó y jamás permitió que nadie enjuiciara a ese bestial hombrecito que, por ejemplo, celebró sus 75 años descargando bolsas de cemento de 50 kilos, pero ¡de a dos, coño, una de cada lado de la cintura!
Andrés fue padre de su padre. Y madre también, cuando lo miraba con ojos nublados por una ternura que nunca tuvo retorno. Bueno bueno, el viejo es así…
Padre sin nombre
No recuerdo la fecha; sí, las baldosas donde ellos se detuvieron. Andábamos por el 2001 cuando fue ofendida por el corralito la más susceptible de nuestras dignidades, la del bolsillo.
Mediodía, mucha gente por Lavalle al 1500. Un hombre de unos 60 años, gastados, y un joven de unos 25. Padre e hijo, por el color amarronado de la piel, por la apertura de los pies. Vienen caminando, se detienen en la esquina, giran, quedan frente a frente, mirándose: en silencio, el padre le pasa al hijo un bolso. El joven lo carga sobre su hombro. El padre se saca la bufanda roja y se la pone al hijo… Sí, sí, no hay duda, es el hijo.
Quietos, dos o tres palabras y un beso mutuo. El padre le agrega un abrazo rápido, seco, y adiós. Ya caminan en direcciones contrarias. Como a los diez metros el padre se vuelve, su mirada busca la espalda del hijo, que allá va, entreverado con otros cuerpos de andar urgente.
La ropa le queda grande al hombre. Será porque la tristeza se ha acostumbrado a sus pómulos. Qué solo se quedó, ahí, con los brazos derrumbados. Pero su cuello se sigue estirando, sus ojos tratan de beberse la imagen del hijo, que se traspapela… Hasta que resigna su mentón sobre el pecho… Ese padre está ahora atravesado por los dolores de un parto ciego.
Padre en venta
El aviso decía, escueto: “Vendo córnea y riñón. Comunicarse con...” Nos sucede el julio de 1982, la patética euforia por la desguerra de Malvinas ya ha dado lugar a la consecuente depresión. Voy a la entrevista. Golpeo a la puerta de una pensión. Día frío, y encima gris. Se asoma un chico, una voz de hombre lo frena: Vení, abrigate y salí a jugar. A las seis de vuelta aquí, Marito.
La vivienda es una habitación; allí, dos camitas, después una cortina, una mesa y dos sillas. Manuel Perano me explica: “Marito tiene 12 años. No se sentiría bien si supiera de la venta de la córnea y el riñón. Y usted sabe, los chicos lo mirarían raro”. Ha aceptado el reportaje, pero fotografiado de espalda. Me cuenta: “No tengo mujer; nos separamos hace seis años; Marito vive conmigo. Antes vivíamos en un departamento, pero me quedé sin trabajo, y sin departamento. Ultimamente trabajaba en una rotisería; cerró. Desesperado busco trabajo, mientras estamos en esta pieza... ¿Ve las paredes? Estaban sucias. Para que Marito no se diera cuenta del cambio, las cubrí con papel de confitería pegado con agua y harina… El bañito estaba con escombros, lo adecenté, le puse mesita y calentador, ahora me sirve también de cocinita. Si no era por este baño teníamos que compartir otro, con seis familias. ¿Le cuento más?”.
Perano trae un álbum; en la tapa dice Mi vida. Y deshoja: “Yo era antenista, con negocio, Citroën y dos motos; me iba bien. ¿Ve las fotos? Ese soy yo: pesaba quince kilos más. Vino la separación, liquidé el negocio, trabajé en una portería, me hice cargo de mi vieja con arterioesclerosis… Así: un vía crucis. Pero sabe, lo que más temo es que mi hijo conozca la sordidez y se quede con ese recuerdo… Al mediodía Marito come en lo de mi hermana y después, al colegio. Pero me cuesta darle la cena; el desayuno, lo mínimo. No, no quiero que mi hijo sienta eso tan feo que es vivir de la lástima. Voy de cola en cola buscando empleo: hace dos noches nos arreglamos con tres papas… Ya no doy más… A mi hermana me avergüenza pedirle, a Marito no puedo dejarlo solo, ¿me entiende? Por eso puse el aviso”.
Perano, vender partes de su cuerpo, ¿no es demasiado? Me explica que se inventará un viaje durante los días de su internación: “Cualquier cosa haré, pero afanar no quiero, ni sé. El asunto es que Marito no sufra más de lo que sufrió. Cuando todo esté hecho, tendremos dinero para unos años… ¿Toma un tecito?” Perano pone la pava en el baño-cocina, y sigue: “Un solo fin tengo en la vida: criar con estudio a mi hijo. Dentro de diez años tendrá 22, podrá defenderse, sus ojos no habrán visto sordidez... Yo andaré por los 52, y si desaparezco del mapa no importará. Sírvase, tómese el té, hace mucho frío”.
Vuelve Marito y le da un beso a su padre. Entonces hablamos de otra cosa.
Padre de asesino
En la historia del crimen serial, se dice que Carlos Eduardo Robledo Puch tiene el récord en el lapso que va del lluvioso 25 de mayo de 1810 hasta nuestros días: mató a una docena de personas en nueve meses. Desde 1972 está en la cárcel, a perpetuidad.
Su caso no sólo conmovió: también fascinó a la sociedad argentina. Su adolescente figura felina, pelo revuelto, gestos desafiantes, produjo secreta admiración. Estaba para los afiches. El pibe actuaba como héroe de película: miraba en diagonal, hacía alarde de su condición de gato, afrontaba los insultos inmutable. Recuerdo que el juez Víctor Sasson me mostró filmaciones de Robledo reconstruyendo sus crímenes. Durante la proyección se asomó el hijo del juez, y éste me dijo: “No me lo va negar: mi pibe, aunque más chiquito, es el retrato de Robledo Puch”.
Robledo Puch fue desmenuzado por psicólogos, grafólogos, etcétera. Una asistente social propensa a la prensa me pasó su diálogo con este muchacho, que apodaban Chacal o Angel Endemoniado:
–¿No te duele haber hecho lo que hiciste?
–No. No me duele.
–¿No sentís el peso de la culpa?
–¿Qué culpa tengo yo de haber nacido asesino? Pregúnteles a mi mamá y a mi papá.
–¿Qué sentís por tu mamá y por tu papá?
–Mi papá es un hombre bueno.
–¿Y tu mamá?
–Mi papá es un hombre bueno, le dije.
A partir de aquel diálogo quise entrevistar, conocer, a ese papá. Vecinos y compañeros de trabajo hablaban de él con afecto y respeto. Entrevistar al padre del gran asesino era trofeo muy codiciado. Fui a una casa de Villa Adelina, y el hombre estaba en Corrientes: “Vuelve en catorce días”. Dejé pasar los catorce y uno más, y volví. Pero nadie se dejó ver. Tomado por esa impiadosa pérdida de conciencia que produce la sed del periodista, empecé una guardia. Llevaba un solo interrogante: ¿cómo un hombre puede soportar que su hijo haya matado a una, a tres, a doce personas?
Hasta que una mañana lo vi salir: un hombre de traje, recién afeitado, tristísimo. Tristísimo e indefenso. No hizo nada por eludirme; me miró. Estaba allí de pie, pero desplomado. Le expliqué mi propósito, agregué trivialidades… Después, largo silencio. Lo nombré con su nombre entero. Me pidió, en voz muy baja, que lo olvidara: “Estoy en este mundo... pero no existo”. Otra vez silencio. De pronto, sin agresividad y sin ironía, el padre de Robledo Puch me dijo: “Gracias”. Y caminó unos diez metros y se detuvo. No se dio vuelta. Temblaba. Despacio, siguió caminando. Lo vi subir al auto. Partió muy lentamente.
Todo lo que pude hacer por este hombre desolado fue, es, no escribir jamás su nombre completo.
Cuando percibí su temblor, su nuca desguarnecida, sentí algo que sólo después de años pude descifrar: el papá de Robledo Puch, en aquel momento, estaba desgarrándose como sólo se desgarran las madres al parir. Pero su parto era de dolor sin gloria, sin redención. De dolor para siempre, irreparable.
Posdatas
¿Qué vincula a estos cuatro hombres? Los cuatro fueron padres. De cuajo. Siendo tan intensos, en la desgarrante desgarración parieron: fueron madres. Y, como ellas, aprendieron a pensar con el instinto.
Lo digo ahora: aquel chico que subió a un barco solo de familia, aquel que aprendió las primeras letras escondiéndose de las furias de su padre, era Andrés Braceli Pastor. Se nos fue en 1986, pero en algún sitio respira de otra manera. Ahora vuelve y me mira muy hondo y me pregunta: “¿Corriste a darle un abrazo a aquel hombre que le entregó su bufanda al hijo y se quedó tan desnudo?” No lo hice, papá.
Me sigue preguntando: “¿Y qué sabés del hombre que vendía partes de su cuerpo, y del hijo, que hoy tendrá 40 años?”. Nada sé. A aquel hombre, después del bendito reportaje, no lo volví a ver: como buen periodista, argentino y humano, siempre a caballo del gran éxito o de la gran tragedia, me olvidé de no olvidar. ¿Estará por ahí ese padre sin un riñón, sin una córnea? ¿Sabrá el hijo que hubo, en este reino, un padre-madre que vendía retazos de su cuerpo? Si alguien compró lo que no tiene precio, pueda ser que haya cerrado el trato en voz baja. Y si apareció un chico de repente, se haya puesto a hablar de otra cosa.
Mi padre se demora: “Hiciste bien en respetar el duelo eterno de aquel hombre que tuvo un hijo asesinador… Escuchalo, Rodolfo, ponele el oído”. Eso hago, al padre de Robledo Puch, en la mitad de la noche, lo escucho gemir, como quien reza: “Hijo, yo también te parí… Jamás podré asomarme a tu pecho para sentirte respirar… Hijo, ¿por qué, por qué?... Estás solo como nadie en la Tierra… Estoy solo como nadie en la Tierra… Hijito…”
Mi padre me deja su voz en el semblante, en el aire; se va. Tengo que contar algo más: él era tan candoroso que creía que si uno estudiaba ya era mejor persona. Tan candoroso que creía que los periodistas, por ser periodistas, siempre decimos la pura verdad.
Cuando estaba en sus cansancios postreros, viajé a verlo: se apagaba. Yo esperaba a que se durmiera para deslizarle mis caricias. La última noche, durante horas le pasé la mano por su cabeza de pelo taaan blanco. Una y otra y otra vez. La mano me quedó untada con harina. Más bueno que el pan, era, es, ese hombre, mi papá. Harina, entonces, harina para siempre en la palma de mi mano.
rbraceli@arnet.com.ar
Poeta, periodista, autor, entre otros libros, de El último padre, Madre argentina hay una sola, De fútbol somos, Don Borges, saque su cuchillo porque…
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