Pablo Trapero: el intangible de la emoción
El cineasta conserva el cuaderno Rivadavia en donde bosquejó Mundo grúa, su primer y exitoso largo; fue su brújula durante el proceso creativo del rodaje
Aveces los restos de una vida anterior ayudan en la siguiente. A mediados de los 90, Pablo Trapero vivía en el contrafrente de un edificio ubicado en Salta e Independencia. Desde su ventana, veía la obra en construcción de la UADE, donde cada día un ejército de albañiles llevaba más arriba las paredes del edificio. Desde el piso 12, sus ojos se encontraban con los del operario que manejaba la grúa. La obra le resultaba un espectáculo fascinante y al final da la jornada bajaba para conversar con los obreros. Un día tomó un viejo cuaderno Rivadavia y empezó a trazar apuntes, diálogos, escenas. Es decir, el germen de lo que sería Mundo grúa, su primer largo, una obra que renovó el cine argentino e inició su carrera como director.
Hoy guarda ese cuaderno en un cajón de su escritorio. Fue la brújula que lo llevó a la tierra prometida a través de la tempestad. En medio del rodaje, cuando todo parecía irse al garete, el cuaderno era su única certidumbre. Sus páginas encerraban la idea que movía ese sueño impreciso que es una filmación en marcha. Se trata de un Rivadavia de colegio, viejo y emparchado, que le había quedado junto con muchos otros cuando, pocos años después de egresar del Don Bosco de Ramos Mejía, decidió abandonarlo todo para estudiar cine en la escuela de Manuel Antín. Desertó del proyecto de abrir un quiosco con su hermana cuando ya habían comprado parte de la mercadería, y cruzó la frontera entre la vieja vida y la nueva con los cuadernos de contrabando.
“Escena de entrada. Desde afuera, Rulo abre la puerta. Pasa primero Adriana. Rulo: Esta es mi pieza. Un poco chica. Por allá se pasa al altillo.” Al lado de estas líneas, hay cuadritos con el bosquejo de los planos. Rulo, protagonista de Mundo grúa, es Luis Margani. Había trabajado en Negocios, un corto sobre la quiebra de un local de venta de respuestos de autos en el que Trapero puso a actuar a su familia. Luis, un amigo de Trapero padre, hizo de Rulo, un empleado. En ese tiempo en que miraba la obra de la UADE como si buscara sacarle un secreto, un día Pablo se iluminó: haría un largo basado en la vida de Rulo. En ese mundo de la construcción. Al unir personaje y entorno, encendió la chispa de una película.
Sin embargo, del cuaderno (de la idea) al film hay un viaje parecido al de Colón cuando zarpó a buscar las Indias. Lo que empuja las velas es una fe, una intuición. “El guión es una teoría que hay que demostrar en la práctica –dice Pablo–. Cuando empezás a filmar, el rodaje adquiere vida propia. La escena en el guión dice una cosa, pero después lo que sucede es otra.”
En ese trance, Trapero aplica el método del tenista. “Cuando jugás tenis no podés pensar. Lo único que importa es la bola que viene y cómo la devolvés. Con el cine es igual. El objetivo es filmar la próxima escena. Conseguir lo necesario para el siguiente día de rodaje. Lo inmediato, paso a paso.” Sin embargo, lo más importante no se puede presupuestar. Trapero lo llama “el intangible de la emoción”. Puede estar en el guión, pero faltar en el film. Ése era su desvelo. Confiaba en la estructura dramática del guión, salido del cuaderno. Pero pasó el año y medio de rodaje con el Rivadavia bajo el brazo, porque las ideas afloraban hasta que se encendía la luz de la cámara.
Pablo vio la película terminada, con el sonido y la música, cuando se estrenó en el Bafici, en abril del 99. Advirtió que el público respondía a la historia. Se reía y se emocionaba. Era más de lo que esperaba. Tampoco imaginó los elogios de la crítica, los premios nacionales e internacionales y los 100.000 espectadores que convocó el film. Todo eso estaba en aquel Rivadavia que ahora descansa en un cajón de su escritorio mientras él apunta, en otro cuaderno, las ideas de su próxima película.