Pablo Suárez, musa inspiradora
Cucaracha se titula la instalación que muestra a un hombre desnudo, reptando sobre una pared de ladrillos. Con esa imagen asociaba Pablo Suárez a los curadores y a los críticos, a quienes consideraba intermediarios prescindibles en su búsqueda de "restablecer un puente entre la obra y el espectador".
Directa y contundente: así es la obra de este artista fallecido en 2006, que desde el jueves tendrá por fin en el Malba su primera retrospectiva. Será una prueba más de la vigencia de su legado, luego de que Cucaracha volviera a cosechar elogios en arteBA Focus y en la muestra actual Democracia en obra, en el CCK, mientras la Colección Amalita le dedica un lugar central a dos piezas suyas en la flamante sala Alejandro Bengolea.
Hay algo en los grotescos personajes de Suárez, modelados en resina, que provoca una empatía similar a la que inspira el Juanito Laguna de Antonio Berni, de quien fue asistente. El límite entre arte y realidad se diluye: el hombre que hace equilibrio sobre un filo de metal con los pies sangrantes en Poca Fe surgió de aquel que vio caminar sobre vidrios en Constitución, por unas monedas. Y el que viaja colgado del tren en Exclusión parece haber quedado tan al margen del modelo neoliberal como su padre, que se suicidó tras haberse fundido.
La obra consistía según él en "diseñar formas de vida", escribió en mayo de 1968 en una crítica carta dirigida a Jorge Romero Brest que repartió en la puerta del Instituto Di Tella. Mientras París ardía con protestas estudiantiles, él se involucraba en el proyecto Tucumán Arde, tres años después de haber colaborado con Marta Minujín y Rubén Santantonín en la creación de La Menesunda.
Con esa misma pasión que seducía a hombres y mujeres en largas charlas de sobremesa debatía en la década de 1990 con sus alumnos del mítico Taller de Barracas de la Fundación Antorchas. Con Luis F. Benedit contribuyó desde allí a la formación de artistas como Nicola Costantino, Sebastián Gordín y Claudia Fontes, antes de ser reconocido con el Premio Konex de Platino.
"Cuando murió, el mundo del arte se quedó en silencio. Él era un motor", dice la historiadora Laura Batkis, su pareja durante más de una década. Lo recuerda trabajando con un Le Mans en la boca, mientras miraba partidos de box o de fútbol. Y, sobre todo, esa soleada tarde de 2006, en una playa de Colonia donde solían tomar mate juntos, cuando tiró con el artista Miguel Harte las cenizas de su marido al Río de la Plata. "En ese momento exacto –asegura– escuchamos un sonido de galope: era una yegua que se llamaba Musa Inspiradora."
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