Pasó casi un año en prisión acusado de violación, hasta que atraparon al verdadero culpable; hoy, “Ova” Gómez cuenta cómo enfrentó el encierro y las secuelas de una injusticia que marcó su vida para siempre
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Por aquel entonces, Osvaldo Gómez era un joven de Villa Celina que, como tantos otros, había salido a tomar algo con sus amigos. Pero esa noche no fue una noche cualquiera. Esa noche marcó un antes y un después. A la mañana, cuando estaba regresando a su casa, la policía lo detuvo por una supuesta averiguación de antecedentes y terminó acusándolo de crímenes que nunca había cometido. Lo que siguió fue una cadena de injusticias que lo llevó tras las rejas, cargando culpas ajenas y enfrentándose a un sistema que lo condenó sin mirar las pruebas.
En la cárcel, Ova se enfrentó no solo al encierro físico, sino también al impacto emocional de un proceso tan injusto como inexplicable. Mientras buscaba una salida, su caso comenzó a resonar afuera, primero en su barrio y luego en los medios. Al final, la verdad salió a la luz: el verdadero culpable fue identificado, pero no antes de que Ova viviera casi un año de pesadilla tras los muros del penal de Marcos Paz.
Hoy, sentado frente a un grabador, Ova repasa todo: desde las noches en las que soñaba con los gritos de Cromañón hasta el calvario de estar privado de la libertad siendo inocente. En una entrevista con LA NACION, relata, con dolor y precisión, cómo su vida cambió para siempre.
-Osvaldo, ¿qué recordás de la noche de Cromañón?
-Con mis amigos de Villa Celina íbamos a todos los shows, absolutamente a todos. Seguíamos a la banda. Era la banda amiga, la banda del barrio: Callejeros. Y sí, íbamos a todos lados, también a Cromañón, como todas las veces que tocaba ahí. Era un show más. Donde tocara Callejeros, íbamos. En algún momento te imaginabas que algo así podía pasar, porque en esa época se tiraban muchas bengalas. Era parte de la cultura del rock. Pasaba en Callejeros, en La Renga, en Los Redondos, en todas las bandas. Yo no usaba pirotecnia ni llevaba bengalas, pero mucha gente sí, y muchas veces, esas bengalas te pasaban cerca. Volvías a tu casa con la espalda quemada o con marcas. Había lugares que no se incendiaron antes de milagro: sótanos, teatros con piso alfombrado... era muy peligroso.
-¿Dónde estabas cuando todo empezó a desmadrarse?
-Yo estaba atrás, en la franja de las últimas 50 o 60 personas. Ese día había trabajado, estaba en una gráfica, y mis hermanos me decían: “Vamos juntos”. Yo les decía: “No, ya fui ayer y anteayer. Vayan ustedes temprano”. Pero ellos me esperaron abajo del laburo. Llegaron con cervezas, abrieron las puertas del auto, pusieron Callejeros a todo volumen... Y me hicieron el aguante. Al final bajé rápido, subí al auto y nos fuimos para Once. Llegamos cuando estaba la banda soporte, antes del show de Callejeros. Entramos entre los últimos. Nos quedamos cerca de las puertas porque apenas habíamos entrado.
-¿Cómo salieron?
-Yo me acuerdo que me molestaba que la gente me empujara, no veía bien que pasaba. Pensaba que pronto volvería a empezar el recital. Hasta que la presión de la gente me fue empujando hacia afuera. Así salimos los que estábamos cerca de las puertas, algunos por nuestros propios medios otros porque la gente misma nos empujó hacia afuera. Mis hermanos siempre dicen que me deben la vida porque antes me fueron a buscar. Si no, habrían estado adelante, como siempre.
-¿Cómo te impactó la tragedia de Cromañón a lo largo de los años siguientes?
-Tenía 23 años. Hasta ese momento, lo más fuerte que me había pasado había sido perder a mi vieja a los 17. Esa pérdida me hizo más duro, pero esto fue distinto. Estuve cuatro años en terapia por Cromañón. Me afectó mucho. Había cosas raras, como escuchar gritos mientras usaba auriculares, especialmente cuando escuchaba Callejeros. Me los sacaba en el bondi y no había nada, solo ruido de motor o charlas. Pero al volver a ponérmelos, los gritos seguían. También tuve pesadillas y esa culpa que te queda como sobreviviente, el pensar si quizás podrías haber salvado a alguien.
-¿Encontraste paz entre la tragedia de Cromañón y el momento en el que te detuvo la policía?
-Un poco, sí. En ese tiempo estaba terminando la terapia. Mi psicóloga me había dicho que estaba bien y que íbamos a espaciar las sesiones. Me veía fuerte y la idea era dejar un tiempo para ver cómo seguía evolucionando. Pero no pasó ni un mes cuando ocurrió lo de la detención.
-Contame sobre la mañana en la que te detuvo la policía, aquel 21 de enero de 2007.
-Esa noche había trabajado en la gráfica, como generalmente todos los sábados, hasta tarde. A veces salíamos a las 2 o 3 de la mañana y nos quedábamos tomando una birra con mi compañero, antes de volver a casa. Esa noche, terminamos de laburar y nos fuimos a tomar algo a Flores, luego a la casa de un amigo que encontramos. Cuando todo terminó y regresaba a mi casa, iba a tomar el colectivo 36 (que ahora es el 145) para volver a Celina. Caminaba por una calle tranquila, ya era domingo y no había nadie. Camino a la parada había un patrullero y cuando pasé unos 5 o 10 metros, de donde estaba ése móvil policial, escuché que me chistaban: “Flaco, flaco”. Me di vuelta y vi al patrullero con un policía al lado. Éste tipo, me preguntó qué hacía por ahí, de dónde venía y a dónde iba. Le dije que venía de salir con unos amigos y que me volvía a mi casa; que era de Celina y que me iba a tomar el colectivo a Rivadavia (estaba a 2 cuadras de la parada, cuando me detiene)... Después de escucharme, con una actitud canchera, me dijo: “Estamos buscando a alguien como vos, remera roja y jean azul”. Me palmeó el hombro y yo, también canchero, le respondí: “Esto no es un jean, papi, es más blanco que azul”. El tipo me pidió el documento y me dijo que lo espere, sentado en el cordón...tardó en volver, y en un momento (sentado en el cordón, de espalda al patrullero) me doy vuelta y veo un tumulto de gente que salió de un edificio con otro policía más.
Cuando volvió, me preguntó si alguna vez había estado preso. Le dije que no, que no había tenido problemas con la policía. Pero enseguida sacó las esposas y me dijo: “Vamos a ver si no me mentís. Te vamos a llevar por una averiguación de antecedentes”. Me esposaron y me llevaron. En ese momento no entendía nada. Pensé que era un trámite y yo no tenía nada que ocultar. Mi abogado, después, me explicó que una vez que te esposan, ya estás privado de tu libertad. Me llevaron engañado.
-¿Qué pasó en la comisaría?
-Me llevan, me dejan ahí un tiempo, y después me sacan. Yo pensé que me iba, pero no. Salgo, me sacan fotos, me toman las huellas de las dos manos y me vuelven a guardar en la celda. Ahí les digo: “Che, déjenme llamar a mi familia, avisarles algo”. Pero los policías me sobraban. Me decían: “Ya llamamos, lo que pasa es que no quieren venir”. Yo me embronqué y les decía: “Loco, dejame llamar, yo conozco a mi familia, en dos minutos están acá. No llamaron a nadie... dejame avisar”. Pero no me daban bola.
-¿Es el mismo policía que te había detenido?
-No, no. A ese ya le perdí la cara. Hoy lo cruzo y no sé quién es. Me acuerdo que un tipo me dijo eso de que mi familia no quería venir, pero después no vi más a los que me detuvieron. En la celda, yo estaba muerto de sueño porque había trabajado, salido, pasado la noche despierto con todo esto, así que me quedé dormido. Me despertó el ruido de la puerta, cuando la abrieron. Un tipo me dijo: “Vení, vamos”. Otra vez pensé que me iba, pero no. Empiezo a caminar por un pasillo, me llevan a otro sector donde había tres tipos sentados en un escritorio. Uno de ellos me dice: “Vamos a hacerla corta, mostrame las marcas”. Yo le dije: “¿Qué marcas? No entiendo de qué hablás”. Y él me responde: “Dale, no te hagas el pelotudo, vos sabés por qué estás acá”. Entonces le digo: “Sí, por una averiguación de antecedentes. Me dijeron que si no tenía nada, en un toque me iba”. Ahí se miraron entre ellos y uno me dice: “No te hagas el boludo, vos estás acá por violación”. Ahí me puse loco: “¿De qué violación me hablás? ¿Qué decís? ¡Dejame llamar a mi familia!”. Pero no me escuchaban. Me seguían diciendo que les mostrara las marcas. Les muestro los brazos de frente y de los dos lados y les digo: “¿Qué marcas? ¿Querés que me saque la remera?”. Me dijeron que sí. Me saco la remera, me sacan fotos de frente, de espalda, hasta me hacen sacar la lengua y girarla para los costados. Me hicieron preguntas, pero yo les repetía: “Esto está mal, nada que ver. Me trajeron por una cosa y ahora me salen con esto”.
-¿Y luego?
-Me vuelven a llevar a la celda y me dejan ahí. Con el tiempo, cuando mi abogado pudo leer la causa, me explicó lo de las marcas. Resulta que la detención estaba relacionada con un caso en el que la chica se había defendido. La chica mordió al tipo en la muñeca y lo arañó en los brazos mientras él intentaba abusarla. Él tenía un modus operandi: este tipo empujaba a las chicas a un hall de edificio, intentaba violarlas y, en este caso, ella empezó a gritar y tocar todos los porteros del edificio. Los vecinos salieron a ver qué pasaba, y el tipo salió corriendo. Esa fue la primera prueba que debería haber sido suficiente para dejarme libre: yo no tenía ni un rasguño. Sin embargo, ya llevaban horas vinculándome a todo. Mi abogado ni siquiera sabía que estaba detenido.
-¿Cuándo se enteró tu familia?
-El primer día, tenía que ir a buscar a mi hijo, Tomás, al mediodía. Siempre lo iba a buscar, no fallaba nunca. Cuando no aparecí, su mamá llamó a mi casa y habló con mi hermano: “¿Qué pasó con Ova? No vino a buscar a Tomy”. Mi hermano pensó que me había quedado en la casa de un amigo y lo dejó pasar. Pero a las 6 de la tarde volvió a llamar: “Che, ¿sabés algo?”. Ahí mi hermano empezó a buscarme. Llamó a mis amigos, pero nadie sabía nada. Después empezó a llamar a hospitales y comisarías. Incluso llamó al COP (Centro de Operaciones Policiales), pero no figuraba en ningún lado. A las 8 de la noche no había registro mío, en ningún lugar. Mientras tanto, yo estaba guardado en una comisaría desde las 7 u 8 de la mañana, y nadie había avisado nada. Los policías actuaron con una impunidad terrible. Mi familia recién se enteró cuando mi hermano llegó tipo madrugada. Yo no tenía noción de la hora, porque solo veía cómo cambiaba el día desde una ventanita. Escuché la reja y lo vi entrar con un policía. Me dijo: “Hace cinco minutos nos avisaron y ya estamos acá. Te buscamos todo el día y no figurabas en ningún lado”. Yo le dije: “Boludo, estoy acá atado de pies y manos. Me trajeron por averiguación de antecedentes y ahora dicen que es por violación. Hacé algo”. Uno de los policías le había dicho: “Tu hermano parece que hizo algo que no debía”. Mi hermano pensó que me había cagado a piñas con alguien... El policía después le dijo: “Quedate tranquilo, mañana lo tenés comiendo fideos en casa”. Pero al otro día, en vez de estar en mi casa, me trasladaron esposado a Tribunales.
-¿Qué pasó en Tribunales?
-El lunes a la mañana, me llevaron solo en una camioneta, con un policía vigilándome. Cuando llegué, me metieron en los buzones. En menos de 24 horas desde que me detuvieron, ya estaba en Tribunales con un montón de carpetas. Después entendí que eran las causas que me estaban vinculando. Todo fue súper veloz. Ese lunes declaré frente a la secretaria del juez, y enseguida me mandaron a los buzones otra vez. En dos o tres horas, ya estaba participando en ruedas de reconocimiento. Habían llamado a las chicas de las causas que me atribuyeron para que vinieran a identificarme. Todo se hizo ahí mismo, en Tribunales, de forma casi automática. Participé en 17 ruedas de reconocimiento. En cinco dijeron que era yo. Una de ellas estaba completamente segura: “Ese hijo de puta lo tuve cara a cara media hora y no me lo olvido nunca más”. Con el tiempo, mi abogado pudo empezar a leer las causas y armar mi defensa. Aparecieron pruebas que demostraban que era imposible que yo estuviera involucrado en algunas de esas situaciones. Por ejemplo, los registros de hospitales públicos, como el Santojanni, que certificaban que yo había salido de Cromañón con la mano fracturada y enyesada. En algunas de las fechas de esas causas, yo estaba con el yeso. Las causas hablaban de un tipo que siempre usaba moto, que tenía reflejos en el pelo o lo tenía teñido, aritos, piercings y tatuajes. Yo nunca me había teñido el pelo, ni tenía tatuajes ni piercings. Les dije: “Háganme una pericia en el pelo, nunca usé químicos”. Pero no hicieron nada. El verdadero culpable era Maximiliano Di Consoli, a quien atraparon ocho meses después mientras yo seguía preso. Todas las causas estaban vinculadas a él.
-¿Pero te llevaron al penal de Marcos Paz?
-Claro, después de las ruedas de reconocimiento, ya estaba jugado. El panorama era: las pibas te eligieron, fuiste vos. Pero no había pruebas contundentes, ni ADN, nada. Una de las chicas había entregado su ropa como evidencia, y se suponía que debían cotejar el ADN enseguida. Sin embargo, no lo hicieron. Casi siete meses después, cuando atraparon al verdadero culpable, hicieron la prueba y dio positivo para él. A mí nunca me hicieron el cotejo cuando debieron hacerlo, al entrar. Mi abogado descubrió esa irregularidad después de meses, mientras intentaba defenderme de tantas causas.
-¿Y en qué fecha entrás al penal?
-Fue después de los tribunales, tras las ruedas de reconocimiento. El lunes declaré y esa misma noche me trasladaron a Marcos Paz. Llegamos de madrugada, tipo dos o tres de la mañana. Hay cosas que no me olvido: cuando entramos al penal, estaba todo apagado, pero al llegar se encendieron las luces.
-¿Estabas asustado?
-Sí. Durante el traslado, hablé con otro detenido que iba en el traslado también y le conté por qué estaba ahí: “Me acusan de una violación”. El tipo me respondió: “Callate, no digas eso. Decí que estás por robo de auto o algo así, pero no digas violación porque te van a matar”. Pero yo pensaba: “¿Cómo les voy a mentir a los policías? Ellos ya saben por qué estoy acá”.
-¿Cómo fue el ingreso?
-Nos recibieron mal. Estaban enojados porque los despertamos a las dos de la mañana. Nos recontracagaron a palos. Lo primero fue la revisión médica. Tienen que registrar cómo llegás, si entraste herido o golpeado para que después no digas que te pegaron ahí adentro. Me hicieron desnudarme completamente, mientras me golpeaban. Había un médico sentado tomando notas, como si nada. Cuando terminaron, me dijeron: “Agarrá tus cosas y andate”. Tenía que correr desnudo unos diez metros hasta otro lugar, con mi ropa en la mano, mientras me pegaban en la pasada. Ahí escuché a alguien del servicio decir: “A este mandalo con el ‘Oso Peralta’; ayer violó a uno”. Eso fue lo más duro. Ahí sentí que me iban a mandar a una celda donde no saldría con vida. Mi cabeza hizo crack. Fue el momento en que tomé plena conciencia de dónde estaba y del peligro en el que me encontraba. Por suerte, me llevaron a un pabellón de celdas individuales.
-¿Cómo era la rutina estando preso? ¿Cambiaba mucho día a día? ¿Qué tipo de actividades se hacían? ¿Cómo la transitaste los primeros días?
-Al principio no quería salir de la celda. El primer día que salí, me senté solo bajo una ventana, sin hablar con nadie. Pero se me acercaron dos pibes y me dijeron: “Vení, quieren hablar con vos”. Me llevaron a una celda donde había dos tipos parados a cada lado de la puerta y otro sentado en la mesa armando un porro. El que estaba en la mesa me preguntó por qué estaba ahí. Le respondí: “Por un robo”. Me miró y dijo: “Ah, porque me enteré que entraron un par de violines”. Le repetí que estaba por robo. Después me preguntó si era “primario”, algo que no entendía en ese momento. Me explicó que significaba no haber caído preso antes. Le dije que sí, que era primario. Me respondió: “Entonces ya te vas. Dame las zapatillas, la bermuda, la remera”. Le dije: “Pero qué, ¿me vas a dejar en bolas?”. Me contestó que esas cosas se las repartía a los que no tenían, porque yo me iba en unos días. Y me dio otra ropa para ponerme. Cuando terminó esa charla, me advirtió: “Acá tenés que pedir permiso para todo: para comer, para cagar, para bañarte”. Yo lo entendí y decidí seguir solo. Volví a sentarme bajo la ventana y, aunque algunos intentaron hablarme, respondía lo mínimo. Los primeros días fueron horribles. Los fines de semana eran diferentes, especialmente los domingos, porque las celdas quedaban abiertas todo el día. También había visitas, y mientras llamaban a algunos por un parlante, los demás podíamos estar en el patio, en el playón del pabellón. A veces hacían actividades, como cine. Te llevaban a un lugar con un proyector gigante para ver una película, pero no iban todos, solo los que el jefe del pabellón elegía. En mi experiencia, el jefe del pabellón manejaba todo con la aprobación de los policías. Él era quien realmente movía el lugar, tenía el respeto de todos y controlaba la dinámica interna.
-¿La cárcel te pareció más violenta de lo que imaginabas?
-La cárcel es un lugar súper violento y oscuro. Ahí todo se maneja con la ley del más fuerte, con violencia. Yo tenía “calle”. Iba a ver a Los Redondos desde los 17 años, iba solo a la cancha... Pero la cárcel es otra cosa. Es como si te tiraran a la selva. Al principio te volvés loco, pero después aprendés a sobrevivir. Me fui adaptando, pero eso tiene un precio. Cuando salí, noté que algo en mí había cambiado. Mi abuela me abrazó y yo no sentí nada. En otra época habría llorado, me habría emocionado. Pero estaba frío, como si me hubieran bajado las térmicas. La cárcel te construye una psicología dura, te cerrás emocionalmente.
-¿Hubo un reclamo popular por tu libertad?
-Sí, hubo muchas marchas. El primer mes se hizo en Villa Celina. El segundo, en Tribunales. El tercero, un festival en el Parque Avellaneda, con bandas de música de gente que me conocía. Todos los 21 de cada mes hacían algo por mí.
-Vos llegás a tener un cara a cara con el verdadero culpable. ¿Cómo fue eso?
-Sí, eso es algo que no sé cuántas veces puede pasar en la vida: estar preso por otro, y que ese otro caiga preso y lo lleven al mismo lugar donde estás vos. Cuando Maximiliano llegó, lo primero que hicieron las personas con las que paraba fue venir a hablarme en uno de los recreos. Me dijeron: “Agarraron al pibe que tiene todas tus causas”. Mirando por la mirilla de mi celda, veía en la tele informes sobre las violaciones, un mapa de la Capital Federal que marcaba en rojo zonas como Liniers, Mataderos, Parque Avellaneda, Flores. Yo pensaba: “Pará, loco, están diciendo que agarraron al violador de todas esas zonas. ¡Son mis causas!”. Los pibes del rancho ya sabían el nombre: Maximiliano Di Consoli. Cuando me crucé con él, le pregunté: “¿Por qué estás acá?”. Me dijo: “Por un robo de auto. Es una boludez, no tienen pruebas. Me voy al toque”. Yo le dije: “Mirá, porque a mí me están diciendo que vos tenés mis causas. Estoy acá hace ocho meses por esto, esto y esto”. Pero él insistió: “Nada que ver”. Me di media vuelta y me fui. Al lunes siguiente, me sacan una causa. Y eso abre la posibilidad de que me saquen las otras. En ese momento se me vino toda la película encima: los ocho meses que perdí sin ver a mi hijo, los momentos familiares que no viví, la muerte de mi tío mientras estaba preso -y ni siquiera pude ir al velorio-. Todo lo que sufrí ahí adentro se me cruzó por la cabeza en segundos. Tuve una bronca enorme. Pensaba: “Yo lo hago mierda. Perdí ocho meses por su culpa”. Pero con el tiempo entendí que no era él el verdadero culpable. El culpable fue quien me encanó, quien me empapeló con causas que no tenían sentido, y también el juez y el fiscal que nunca se detuvieron a pensar: “Pará, este pibe no tiene moto, ni tatuajes, ni piercings. No coincide con nada”. Cuando Maximiliano cayó, la situación tomó repercusión en los medios: “Sobreviviente de Cromañón, preso por error”. Ahí el juez y el fiscal empezaron a moverse. Una semana, diez días como mucho después de que lo agarraron a Maximiliano, me sacaron.
-¿Cómo fue volver a la vida normal después de esto?
-El estrés al principio era terrible. Tenía pesadillas en las que sentía que la cama se incendiaba mientras dormía. Cromañón fue algo que me dolió mucho, que me dejó la culpa de sobrevivir, de pensar: “¿Por qué yo?”. Fue una conexión conmigo mismo, un proceso de mirar hacia adentro y darle un sentido a mi vida. Pero esto, estar preso, fue diferente. Todos los días era caer un poco más, encerrarme más en la oscuridad. Era sentarme solo en un cuarto y preguntarme: “¿Qué hago acá? ¿Por qué terminé acá?”. Esto me marcó de por vida. Me cambió la forma de ser. Antes era más amoroso, más sensible. Cuando salí, me di cuenta de que algo se había roto. Como lo que no sentí con el abrazo con mi abuela. Hoy, con todo el tiempo que pasó, creo que esto es algo que nunca se olvida. Es una experiencia extrema que me voy a llevar al otro lado. No se lo deseo a nadie.
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