El arquitecto brasileño, una de las mentes más brillantes del siglo XX, falleció a finales de 2012. Un homenaje visual a dos meses de su muerte
Niemeyer no hace arquitectura, toma las herramientas que la arquitectura nos ofrece y las usa en el extremo de sus posibilidades para mostrarnos un mundo ideal. Nos habla de belleza, de la dimensión de lo público y lo colectivo, de cómo relacionarnos con la naturaleza, del hombre y, sobre todo, de la mujer.
Este viejo comunista –que paradójicamente devino en inspiración para el capitalismo más crudo, en las joyas de Stern, en afiches de aeropuertos, en la línea homenaje de zapatillas Converse– supone el desafío de llevar las ideas a su máxima expresión, sin perder, en esos caminos tan mercantiles que deben transitar los proyectos, el destino final de la arquitectura.
El legado de Oscar excede los libros de la disciplina, y se instala en el imaginario colectivo sobre lo que suponemos que es el futuro. La utopía moderna europea, en su emergencia, encuentra en la obra de este candango una versión inédita, cruzada por un profundo vínculo con la sensualidad y exuberancia de Brasil y con la libertad del territorio sudamericano.
Esto le permite jugar con todos los límites, formales, ingenieriles y materiales, y así genera un repertorio de escalas, situaciones y formas que lejos de volverse genéricas, parecieran entender la exacta dimensión de la relación entre cultura y naturaleza y, desde una inconfundible pertinencia a un lugar y una época –el Brasil contemporáneo–, vuelve su obra universal y atemporal.
Escaleras como huellas en el aire, cielorrasos como universos titilantes, columnas que levitan edificios, recorridos fluidos como mares, formas excepcionales, el blanco más colorido de todos...
La obra de Niemeyer activa fibras colectivas y alinea sentimientos como las grandes piezas musicales, o las obras de arte, en esa dimensión de lo oceánico: sin cabida para el análisis racional, aun para el más lego, transitarlas es trasladarse a otra dimensión, que nos eleva y nos enfrenta a nuevos límites.
Mientras los centros cultos de producción de ideas, desde sus cómodos palacios venecianos, pregonan a través de imágenes latinoamericanas el fin de la arquitectura de los arquitectos, la muerte de Niemeyer devuelve, desde los tórridos morros cariocas, una versión más real de lo que la arquitectura aún tiene para decir y hacer por un mundo más igualitario, más colectivo, más equilibrado y más hermoso.
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