Optimismo se busca
Es difícil confesarse optimista en suelo argentino. La reacción inmediata de muchos es que para pocos es posible. En un país tan bello debería ser lo más natural del mundo, porque hay motivos de sobra que inspiran esperanza. No vamos a hablar de la política, naturalmente. Opto por pensar que mis compatriotas se sienten optimistas dado que siguen luchando. El cínico responde: no tienen más remedio. Es cierto, muchas veces es tan fugaz el sentimiento favorable que se reduce a una expresión de deseos, a la que acompaña una prevención fatalista. Otras veces, el optimismo es equiparable al desprecio por el prójimo. Estamos bien porque hay terceros que ayudarán a superar los problemas, sacar la basura, limpiar el medio ambiente, proteger la vida ajena; en fin, aparecerá otro que proveerá (el Estado, las empresas, o un pariente que dará una manito) en tiempos de falta. Suena a "viveza criolla", pero se debe a estar acostumbrados a que las cosas tienen que ser así.
¿Por qué será que es tan difícil verles el lado bueno a las cosas? Esto no implica pretender que los que han sufrido serias pérdidas, la gente que siente miedo, o la familia que vive del cirujeo, pasen la vida mirando un horizonte dorado como el de los murales del Partido Comunista chino. Hay sectores a los que pedirles una visión positiva les suena como imprecación, o como fantasía de santón. La clase media, la que ha construido el país, que logra los cambios sociales y que, más allá de todos los contratiempos, se recupera y progresa, tendría que ser la que generara un buen grado de humor y de optimismo. Si son optimistas, lo esconden, no quieren que se sepa.
Si tomamos al filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), a quien se le atribuye la doctrina del optimismo (muchas veces satirizada cuando es citada fuera de contexto) al afirmar que este mundo es el mejor de los posibles, de él podríamos extraer aliento para intentar disfrutar de las circunstancias que nos tocan. Preferimos no verlo así.
Deberíamos confiar en que se puede construir el optimismo a partir de nuestra vitalidad y calidez, dos aspectos de los argentinos que mucha gente en el mundo nos atribuye, pero que aquí decidimos menospreciar. Enfatizamos nuestra propensión al pesimismo casi con orgullo.
Quizá tengamos muchas razones para sentirnos mal, y hemos sufrido muchas desilusiones. Viene a cuento la convocatoria, ahora tragicómica, el 19 de enero de 2001, del ex presidente Fernando de la Rúa a que los argentinos fuéramos más optimistas, luego del éxito en las negociaciones con las agencias de crédito internacionales. Once meses después tendrían razón los que habían desconfiado. El optimismo nunca tuvo buena prensa, pero hoy está depositado en un nuevo mandatario. Está bien, pero es indispensable reconocer que la recuperación corre por cuenta de todos, mucho más que por la del Presidente. Pero, ¿por qué no confiar en que podemos, trabajando todos, mejorar el nivel de la educación argentina? Eso para comenzar, nomás.