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“Hace más de 30 años que me lustro los zapatos acá. Solía trabajar por la zona y paso generalmente en el horario del mediodía. Ahora me mudé, pero siempre vuelvo”, confiesa Fernando, un señor cincuentón, sentado en una de las emblemáticas sillas de madera y cuero de “Casa Argento”, el salón de lustrado más antiguo de la ciudad de Buenos Aires. A su lado, Ernesto Argento, nieto del fundador de este clásico porteño lo confirma: “Él es uno de nuestros habitués. Venía desde la época de mi viejo”, dice y, con precisos movimientos, le coloca pomada a sus zapatos de color verde musgo. En un promedio entre 5 a 10 minutos el lustrado está terminado. “A veces, tardamos un poco más porque nos quedamos conversando”, afirma, entre risas. Fernando, asiente con una sonrisa: “Es muy agradable venir a charlar. Imaginate ya somos todos amigos”. Desde 1924 en este emblemático local le han sacado brillo a los zapatos y botas de transeúntes, políticos, empresarios, ejecutivos, agentes de bolsa, figuras del espectáculo y deportistas. A lo largo de su historia, ha sobrevivido a todas las crisis: incluso la de la Pandemia, que dejó al Microcentro desolado durante largos (y casi interminables) meses.
“Lustrada 200 pesos”
El cartel con el precio se lee en la vidriera del minúsculo local ubicado sobre 25 de Mayo al 328 (entre Av. Corrientes y Sarmiento) y enfrente de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires: “Lustrada 200 pesos”. Cuentan que “siempre costó un dólar lustrarse los zapatos”. En las paredes cuelgan más de siete relojes que marcan la hora exacta: las tres y media de la tarde. El más antiguo y preciado es uno de roble que data del año 1874 y que perteneció a Dardo Rocha, el fundador de La Plata. “Es una reliquia. En más de una oportunidad han intentado comprarlo, pero no se vende. A mi padre le gustaba coleccionarlos”, aclara Argento, de 55 años y quien está al frente de este negocio con su cuñado, Alejandro Scorzello. Además, hay recortes de diarios y revistas con artículos sobre su trayectoria; varias poesías que les dedicó exclusivamente Alberto Mosquera Montaña (cliente de toda la vida); un espejo de estilo francés, cuadros pintados al óleo y fotografías con recuerdos de la familia. Entre ellas, una enmarcada con el equipo de San Lorenzo firmada por todos los jugadores de 1946, año en el que salió campeón. En el fondo del salón se halla una Lotería y Quiniela. Otro de los rubros del negocio familiar.
Un inmigrante calabrés
“Casa Argento”, abrió sus puertas un 11 de septiembre de 1924. Se llama así por el apellido de su fundador: José Argento, un inmigrante italiano de la región de Calabria. “Su primer empleo en Buenos Aires fue empedrando calles. Luego, con mucho esfuerzo y con los ahorros que había logrado obtener se compró un cajoncito de madera con cepillos y pomadas y montó el negocio que siempre soñó”, rememora Ernesto, su nieto. El primer local estaba ubicado en la calle Florida y tenía en la entrada el salón de lustrado y, en el fondo, una peluquería para caballeros. Como el negocio iba viento en popa, al tiempo, los dueños del inmueble quisieron aumentarle el alquiler. El tano optó por mudarse. Pateando la calle, descubrió sobre Av. de Mayo un diminuto local (de 2, 25 metros de ancho y 13 de largo) e instaló allí su emprendimiento. Desde entonces, se mantiene en la misma dirección.
Don José Argento tuvo once hijos. Tres de ellos, Luis, Alfredo y Ernesto, desde temprana edad acompañaron a su padre en el salón de lustrado. Con los años, aprendieron el oficio y la importancia de la atención con cada cliente. Eran épocas doradas: por jornada laboral llegaban a lustrar más de 200 pares de zapatos. Y todos los días se formaba fila en la puerta del local. “Mi padre Ernesto y mi tío Luis, arrancaron a laburar a los quince años. Dedicaron toda su vida a esto. Ellos siempre decían que después de la familia este negocio era su segundo hogar”, confiesa, la tercera generación. Ernesto falleció en el 2006, pero muchos aún lo recuerdan en la puerta del local o parado frente a su escritorio recibiendo al próximo cliente. Al ingresar, les ofrecía café o el diario. “Era el relacionista público. Cuando había mucho movimiento, él estaba firme en la puerta y decía: “¿Al doctor o al escribano, quien lo lustra?”, recuerda, orgulloso. Ernesto (hijo) aprendió los secretos y el arte del lustrabotas observando la labor de su familia. Desde los 17 años comenzó a interiorizarse en la técnica. “Antes estuve trabajando en una corredora de cereales acá a la vuelta. Y como este era el único local de la zona donde sacaban fotocopias, siempre pasaba a saludar a papá y a mi tío. Al tiempo, arranqué a dar una mano y me quedé. ¿La vida, no?”, dice.
Un espacio muy particular
En el medio del salón, que parece que se detuvo en el tiempo, se encuentran las emblemáticas sillas de madera de estilo Luis XV y cuero (algo desgastado por el paso de los años). Allí, siempre trabajaron cuatro lustrabotas. Entre ellos, Mario Sanseverino, de 81 años, que ejerce su oficio hace casi 4 décadas. Aún no pudo regresar por la pandemia. Un nuevo habitué, con calzado de color suela, ingresó al local y se sentó en su lugar predilecto. El lustrabotas, Santiago Alberto Lemermeier, mejor conocido en el barrio como “Beto”, se arrodilla, coloca el zapato en el apoya pies y comienza a quitarle, con un alargado cepillo, el polvo.
Primero, le pone pomada líquida (incolora) y luego la crema (el color es según el calzado). Con movimientos precisos de muñeca los deja brillosos. “De un costado, el taco, del otro lado. Más o menos unas 10 veces”, detalla sobre la acción. Por último, les pasa un trapo de tela de jean. En menos de diez minutos quedan relucientes. Si el cliente los prefiera más opacos, sus deseos serán concedidos. ”Todo es a su gusto”, afirma el experto y muestra los distintos tarros de las cremas: negra, marrones, mostaza, rojo, verde oscuro, azul, entre otras. Las que más utilizadas son las primeras mencionadas. En invierno, la gamuza es la gran estrella de la calle. Se limpia con un cepillo con hilo de bronce y un revividor marrón o negro. “Gracias Beto, que sigas bien”, le dice el hombre previo a retirarse. “Me gusta charlar con la gente, uno se encariña. Algunos desean estar en silencio o leyendo su celular. Hay que tener tacto e interpretar qué está buscando cada uno en ese momento”, asegura Lemermeier. Por su parte, Argento suma: “Para que el cliente se vaya satisfecho siempre hay tener gran dedicación y esmero. Al pasar el cepillo son muy importantes los movimientos de muñeca. Como decía mi padre: “Es similar a tocar el violín”.
Un punto de encuentro del barrio
Los parroquianos afirman que el salón de lustrado es “un punto de encuentro en el barrio”. Todo aquel que pasa por la puerta del histórico local los saluda. “Con varios clientes somos amigos e incluso organizamos cenas de fin de Año. Acá la gente viene a relajarse por unos minutos y a olvidarse de los problemas, del dólar, la bolsa... Hablamos de fútbol, de carreras de caballos, gastronomía y viajes. De todo, menos de política”, expresa Ernesto y señala los cuatro banderines de distintos clubes de fútbol que se encuentran en el fondo del local. “Mirá, está el de San Lorenzo, Huracán, River y Boca. Acá todos los clientes son bienvenidos”, ejemplifica. En las últimas décadas también se acercan mujeres. “Vienen un montón de jovencitas y señoras con botas y bucaneras (que actualmente están de moda). En la época de mi abuelo no entraba ninguna. Antes estos lugares eran medio tabú”, opina.
“Miles de tarros lustraron”, dice una de las estrofas de un ameno poema enmarcado en un cuadrito y colgado en una de las paredes. Se los dedicó un parroquiano en 1993. Es que por aquel minúsculo reducto porteño, le han embellecido y sacado brillo los zapatos de varias generaciones. Rubén Salerno, el piloto argentino de automovilismo, era un habitué. Al igual que el futbolista Beto Alonso y el polista, Francisco Dorignac. La lista continúa: desde Guillermo Cóppola, Daniel Scioli, Martín Redrado, hasta Adrián Ventura, por tan solo mencionar a algunos. También fue locación de una escena de la película “La Señal” protagonizada por Ricardo Darín, Diego Peretti y Julieta Díaz. “Filmaron durante una Semana Santa y el local se ambientó para la ocasión”. recuerda Ernesto. En otro rincón atesoran una placa conmemorativa del “Museo de la Ciudad”, que reconoce al local como “testimonio vivo de la memoria ciudadana”.
“Una de las crisis más duras”
Durante la pandemia el negocio estuvo cerrado varios meses. Cuentan que de todas las crisis económicas que atravesaron, la del Covid-19 fue una de las más duras. “Hubo muchísimos días sin clientes. ¿Quién iba a venir a lustrarse los zapatos?”, expresa Ernesto. De a poco, van repuntando, pero el Microcentro ya no es el mismo. Actualmente abren a las 9 de la mañana y cierran a las 16.30hs. “Después de ese horario no queda ni un alma en la zona. No te voy a negar que es difícil, pero gracias a Dios sobrevivimos. Siempre tratamos de ser positivos”, agrega. Lejos quedaron las épocas en las que se formaba cola en la puerta del local. También cambiaron las modas: muchos andan en zapatillas. El horario del mediodía es el más concurrido.
Ernesto anhela que el local cumpla un siglo y también que alguno de sus hijos o sobrinos continúe con el legado familiar. “Ya falta poco, vamos a llegar al centenario”, afirma Sergio, otro vecino del barrio que se acercó unos minutos antes del cierre. Beto, toma el cepillo y en minutos los deja impecables. “¿Quedaron brillosos, no?”, consulta.
Detrás del escritorio, un cuadro pintado al óleo con el rostro de Don José Argento custodia el salón de lustrado con más historia de Buenos Aires.
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