Odisea. El hombre que caminó desde Santa Cruz hasta Buenos Aires
En el año 1753, Domingo de Basavilbaso envió su barco San Martín a San Julián, en la actual provincia de Santa Cruz, con el fin de cargar una buena cantidad de sal, tan necesaria para conservar carnes, entre otras cosas.
San Julián había sido el sitio elegido por Magallanes para desembarcar en la Patagonia, en el año 1520, antes de cruzar el Estrecho que lleva su apellido. Allí fue donde tuvo lugar la primera misa celebrada en territorio argentino. Y también ahorcó a algunos amotinados. San Julián fue la escala previa del pirata Francis Drake, antes de encarar el estrecho. Y fue la sepultura de algunos que osaron rebelarse al pirata. En la inexplorada Patagonia, el mencionado puerto era punto obligado de detención.
Una vez que arribaron a San Julián los hombres enviados por Basavilbaso, el capitán del barco, Jorge Barne, inició la recolección de la sal y la construcción de una casucha donde guardar las herramientas. Cuando por fin completaron la carga, decidió dejar tres jornaleros en la casita, para que cuidaran los instrumentos y fueran organizando el lugar, a la espera del próximo barco.
Una larga distancia: 2.265 Kilómetros
La elección recayó sobre un chino, un español y un paraguayo. Pero además, el día que seleccionó al trío, se escapó un criado nativo de Angola que no se molestaron en recuperar. Como dijo Bartolomé Mitre, al narrar este episodio, representantes de cuatro continentes quedaron en aquel inhóspito lugar, a 2.265 kilómetros de Buenos Aires. Los tres empleados que designó el capitán fueron José Gombó (el chino), Santiago Blanco (el español) e Hilario Tapary (el paraguayo). A la dotación se agregaron dos perros cuzcos, cuyos nombres -si los tuvieron- no han sido guardados para la posteridad.
Partió el barco el 14 de marzo. Luego de dos semanas, el español Blanco, atacado de una crisis por el acecho de doscientos nativos cuya sociabilidad estaba en duda, huyó de la casucha, abandonando a los compañeros y los perros. Los patagones saquearon el lugar. Se llevaron la ropa, la comida, las armas, el tabaco, la yerba y destruyeron los barriles de agua y tocino, sólo para quedarse con los hierros. El chino y el paraguayo quedaron petrificados. En medio del saqueo, los nativos abrazaban a ambos como si fueran amigos. Una vez que los desvalijaron, partieron sin dañarlos.
El temor de ser atacados no los dejaba dormir. No hacía falta pensarlo un minuto más. Esa noche, perros y humanos iniciaron su fuga al norte, dispuestos a caminar los 2.265 kilómetros hasta Buenos Aires, si hacía falta.
Bordeando la orilla del mar, Hilario, el chino Gombó y los dos canes, se encontraron con el problema de la falta de agua dulce, la única que podían beber. Debían hacer pozos profundos para hallar agua con menos salitre y mojarse los labios, al menos. Pero el chino, muerto de sed, ingería muy pequeños sorbos de agua salada y al poco tiempo tuvo el estómago tan duro, que se tendió en el piso y no quiso dar un paso más. Hilario trató de convencerlo de que se pusiera de pie, pero fue inútil. Pasó dos días buscándole agua e intentando reanimarlo, hasta que lo abrazó, lloró con él, y lo abandonó.
Hilario y los perros
Continuó la marcha con los cuzcos, alejándose un poco de la costa. Divisó unos guanacos en una pequeña laguna y corrió hacia ellos. Los guanacos se le escaparon y la laguna estaba seca, pero al menos pudo mojar sus labios en el barro húmedo y sintió un fuerte alivio.
La próxima novedad del derrotero fue cuando avistó un grupo de lobos marinos en la orilla del mar. Se acercó sigiloso y se trabó en lucha con uno, armado de un palo. Lo mató a golpes. Él y los perros se tomaron toda la sangre del lobo marino y, una vez que saciaron la sed, comieron. Hilario conservó un trozo de la piel del animal que podría usar como cantimplora si alguna vez se encontraba con agua en cantidad. Dos días después del banquete halló un manantial y pasó la noche más feliz de todas las que le habían tocado.
Hilario y los perros ya habían desarrollado una estrategia: zigzagueando, pasaban a la costa en busca de lobos marinos y se internaban en el terreno para encontrar manantiales. El sistema no era del todo efectivo, pero lo poco que logró, bastó para salvarles la vida en ese tramo. Hasta que llegó uno de los momentos más penosos de la odisea. El perrito preferido de Hilario divisó una bandada de ñandúes y se lanzó a cazarlos. Como era de esperar, las aves y el perro desaparecieron en el horizonte para nunca volver. Lloró la pérdida de su compañero. Al pichicho, según consta en el relato que hizo el propio Hilario, "lo contemplaba como un compañero", ya que con él, "remediaba algunas de mis necesidades".
Pasaron semanas de hambre, desfallecimientos y odiosa rutina. Los lobos marinos ya no aparecían. Una tarde se topó con un riachuelo en donde se tomó unas mini vacaciones de un par de días, con agua dulce infinita. Para cruzarlo, necesitó proveerse de algunas ramas secas de sauce: Hilario no sabía nadar.
Mientras tanto, el San Martín de Basavilbaso había regresado a San Julián, donde esperaban encontrar hombres que habían dejado. Fue entonces que se enteraron, por relatos de nativos, que habían huido.
El paraguayo y el perro comían todo lo que encontraban: plantas, almejas y algún pescado muerto lanzado en la playa. De todas maneras, la oferta no era abundante y llegaban a pasar varios días sin probar bocado.
La trágica monotonía sufrió un cambio abrupto cuando el pobre hombre divisó un caudaloso río. Avanzó decidido y, de repente, surgieron dos indios que galopaban con lanzas hacia él. Podía ser el final del infortunado Hilario Tapary. Sin embargo, a los nativos que atajaron sus caballos frente al hombre, les dio tanta lástima su estado deplorable, que le hicieron señas de que los siguiera. El paraguayo y su perro arribaron a una toldería, escoltados por los dos indios cazadores. Con ellos pasó el invierno, en ese precario paraíso, comiendo ñandúes, caballos y venados. Luego de varias semanas, un poco más repuesto, acompañó a los cazadores en sus salidas, montado en un caballo que le entregaron. Ya formaba parte del grupo. Y llegó el tiempo en que esta tribu nómada debía cruzar el río. Levantaron los veinte toldos y, con unas grandes pelotas de cuero de caballo, pasaron a la otra orilla. El paraguayo continuó viviendo con ellos. Una noche tomó su caballo y partió sin despedirse, abandonando incluso a su fiel perrito.
El tramo final
A caballo era otra cosa. Bordeó el mar y siguió avanzando hacia Buenos Aires, convencido de que completar el tramo era solo una cuestión de tiempo.
Cierta vez dormía una siesta muy relajado debajo de un árbol cuando fue despertado por un extraño. Se trataba del cacique Cacapol, quien lo llevó a sus tolderías. Era hijo del pampa más importante que gobernó estas tierras: el insuperable Cangapol, quien muchas veces confió en los blancos y muchas veces lo defraudaron. No bien llegó Tapary al campamento, los indios se abalanzaron sobre su caballo y lo mataron. Al caballo. El paraguayo volvió a mirar al cielo, imaginándose que iba en camino. Pero no. Esa noche, Hilario y los indios de Cacapol comieron el caballo muerto.
Una semana más tarde, el cacique lo acompañó hasta las puertas de Buenos Aires. El 6 de enero de 1755, luego de casi tres años de odisea, Hilario Tapary entraba en la ciudad. El relato conmovió a don Domingo Basavilbaso, quien decidió escribir la historia, para que no se perdiera. El caminante regresó a su actividad en los barcos.
En 1807 llegó el invasor inglés, pero encontró una defensa inexpugnable. Entre los muertos en combate no ilustres, aquellos a los cuales el Gobierno no dedicó una calle en 1808, figuraba el veterano Hilario Tapary.
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