DARJEELING, India.– Los monzones están al acecho. En Varanasi hacen 46 grados. Tolero mejor el calor que el frío, pero mi cadencia no puede ser la misma que si estuviera en un invierno finlandés. Me muevo como una tortuga y por eso salgo con previsión hacia Mughal Sarai. Son las 2 de la tarde y el tren a Darjeeling parte a las 6. En India reina, entre otras majestades invisibles, la imprevisibilidad.
El tuctuc da vueltas porque hay cortes. Policías de fachas impecables nos apuran con sus cachiporras entre bocinazos, vacas, linyeras, cabras, bicicletas, carros. El conductor maneja junto a un amigo. Cruzando el Ganges, a los tumbos noto que mascan gutka, escupen manchas rojas y se toman de la mano o se abrazan. Detrás, voy envuelto en un turbante porque la polvareda es cruel.
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Desfilan trenes con viajantes que cuelgan de los estribos y el mío termina saliendo a la medianoche. Despabilo al joven que ocupa mi cucheta, pegada al techo y a un ventilador afónico, y enfrente de mí un occidental hace lo propio. Se llama Cale, es australiano y mochilea desde Sri Lanka con Sarah, su novia, que debería sentarse abajo, pero las butacas están colmadas. Ellos también van a Darjeeling, aunque no atraídos, como yo, por la industria del té.
Duermo dando mil vueltas sobre el sólido material de la… cama. Nos rodean secuencias dignas de Bollywood, desde exitosos vendedores de huevos duros, hasta un roncador olímpico en su tórax de pájaro, pasando por chicos apiñados en el pasillo que ven un videoclip al mango. Dormir, lo que se dice dormir, es prácticamente imposible.
Arribando a New Jalpaiguri, me siento en la puerta del vagón, abierta de par en par. Miro irse arrozales, señoras arando en ropajes chillones, sembradíos de ananás, un trío de señores prensados en una moto esperando que la barrera se levante, algún buey obediente. Voy contagiado de la bondad de los indios, que sonríen pase lo que pase.
En la estación se nos vienen al humo conductores de jeeps Tata o Mahindra. Con Sarah y Cale analizamos las ofertas hasta juzgar que lo mejor será, tras 15 horas de bamboleos, que piquemos algo. De postre trepamos a una catramina y nos apeamos en Siliguri, ya distrito de Bengala Occidental, entre Nepal y Bután, al Noreste de esta nación de 1300 millones de habitantes. Transas mediante, un jeep compartido nos deposita, luego de un sinfín de curvas por un paisaje escarpado y brumoso, en el destino final, que nunca es destino y menos aun, final.
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En el homestay me esperan Bobi, Bisú y su hija Vipassana, en cuyo cuarto dormiré. El dato no es menor ya que acabo de terminar mi segundo Vipassana, un retiro de meditación de diez días en silencio. La coincidencia –si convenimos llamarle así al loco encuentro de la vida con el vivir– me deja patitieso. En esta provincia de montaña la temperatura cayó a marcas otoñales y en un living kitsch, Bobi me ofrece un merecido Darjeeling. Siempre me gustó el té bueno en hebras sin leche ni azúcar, pero nada como esto que pruebo: sensual, salvaje, sedoso, el té negro que tomo es first flush, dos hojitas y su yema terminal, primera cosecha del año que cobra un tinte verde pálido en la taza.
En vano traté de escribir este relato en pasado. Todo lo que me pasó me sigue pasando, por eso el presente expansivo, sin certezas y aniquilador de mi yo exterior y vanidoso. Vuelvo a casa por las vías del trocha angosta, un toy train del siglo 19 que trajina las colinas a golpes de carbón. En el camino veo una tienda que está por cerrar. Me meto. Entre bolsas de papel madera repletas de té y una foto del Dalai Lama atiende el afable Vijay. El mayor de los hermanos Sarda acusa 68 años y lidera la tercera generación de Nathmulls, el sello que desde 1931 vende los mejores tés de la comarca. Conversamos como si fuéramos tío y sobrino. Ahora me hago a un lado y habla él, ¿ok?
El negocio lo empezó mi abuelo y lo siguió mi padre. Él murió precozmente y yo me hice cargo de la compañía cuando cumplí 18. La primera palabra que se me viene a la mente cuando pienso en un Darjeeling es "aroma". Único, natural, puro, no se compara con otras variedades porque nuestro clima resulta perfecto para su cultivo, que iniciaron colonos ingleses hace más de 150 años. Ahora bien, el 95% del té que consumen los indios es chai, de modo que el paladar local se acostumbró a ese brebaje hecho a base de polvo de té negro, leche y un enigma de especias.
El Darjeeling se exporta porque casi no cuenta con marketing en su tierra, pero hay un problema: en el mundo se vende cinco veces más de lo que se produce, unas 10 mil toneladas que provienen de 87 tea gardens que le licitan sus hectáreas al Estado y las explotan pagando sueldos muy bajos. Para protegernos de ese fraude, se creó una Indicación Geográfica, la primera del país.
Negro, oolong, verde y blanco son las variedades que se producen acá, con la misma planta (Camellia sinensis) y distintos clones, a lo largo de varias cosechas durante ocho meses. Esas variedades tienen cuatro niveles de calidad: hoja entera, hoja rota, hoja machacada y polvo. En cuanto a su elaboración, artesanal y delicada, luego de la cosecha manual se suceden el aireado, el enrollamiento, la fermentación –en algunos casos–, el secado y la clasificación.
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Retomo yo, gracias Vijay. Comparto desayuno con Bisú, que preparó un caldo picante y una tetera de first flush. Una nube se mete por una de las dos ventanas de la cocina y sale por la otra. Parece una mascota. Cautivo del fenómeno digo, no sé por qué, "la concha del pato", y ella cree haber oído "Kanchenjunga". Sin parpadear asegura que, con cielo diáfano, saludaríamos desde acá las cumbres níveas de la tercera montaña más alta del planeta.
Antes de mi recorrido teístico inaugural, Bisú me adoctrina con paciencia: que los trayectos en la región son lentos y tediosos a pesar de lo que indican los mapas, que los jeeps surcan rutas súper específicas, que en general debo volver al punto de partida para partir de nuevo y que hay jardines a los que sólo se llega en transporte privado. Ah, y que tengo suerte porque estamos en plena cosecha del second flush o moscatel.
Para calentar motores husmeo la plantación Happy Valley, ahí nomás de la ciudad de Darjeeling y vigilada por longevos cipreses. Son un par de horas de paseo. A 2000 metros de altura una niebla terca y licorosa cubre los arbustos y los descubre en un tris creando una atmósfera hipnótica. A la tarde cambio de planes por una corazonada y, en lugar de remontar hacia Sikkim, cuyo periplo exige más tiempo del que dispongo, me embarco a Sukhiapokhri.
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Bajo del jeep, piso el asfalto y me aborda Deepesh, un joven angélico que en su inglés remador me pregunta lo habitual: de dónde vengo. Me acompaña a buscar un homestay y él negocia el precio. No hay wifi en todo el pueblo. Le sugiero que almorcemos y en un pispás estamos sentados en un típico restaurante de por acá, tabla perpendicular a la pared, banco en vez de sillas y cortinita para encerrarse. Lo invito a que elija un plato, pero ya comió. Pido una wai wai que sale mediocre y la irrigo con una Sprite tibia.
Deepesh insiste en pagar. No puedo convencerlo de que no lo haga. Su gesto me conmueve. Me confiesa que su madre murió de anemia y que su padre sufre un cáncer de garganta y que pese al dolor, él le sonríe a la existencia. Debo subirme urgente al jeep que me acercará al garden Mim. Esperamos a más pasajeros para saturar la Mahindra y zarpar. Este país me enseñó a esperar. ¿Qué? Posiblemente nada, esa es la gracia.
Apelmazado en los asientos traseros robados al baúl hago migas con Aditya, un adolescente que me convida nuez de betel. Vierte un polvo ceniza sobre mi mano ahuecada. Siento un leve subidón mentolado. Aprieto los pedazos duros en un buche, los mastico y les extraigo el jugo agrio. Enérgico, bajo en mitad del camino de piedras desiguales, cruzo el bosque al trote y aparezco en Mim frente a un tipo que lleva puesta la casaca argentina, evidencia del furor mundialista.
Paddam, el supervisor, me muestra la fábrica de madera y techos de chapa, intacta desde el período británico. Me presenta a Roni, el manager, al que convenzo de que me dejen fotografiar en la garganta del valle a las pickers. Cuando la niebla se despista, florecen las colinas tapizadas de té y construcciones que son tanto un templo Sai Baba como viviendas de operarios o una escuela.
Me emocionan las recogedoras de todas las edades flotando entre parcelas, aferradas como cabras a los tallos bajos de los arbustos. Visten un trapo multicolor en la cabeza, una pollera cubierta por una tela plástica y botas de lluvia. Cabizbajas, depilan con dedos veloces los flamantes brotes –el resto no se toca– y llenan los canastos de paja que cargan en la espalda, endosados a la frente con una soga.
Presencio el momento justo en que terminan la jornada. En una carpa de bambú entregan lo recolectado, que un empleado pesa y registra en un cuaderno. Necesitan cosechar ocho kilos por día para lograr los incentivos y cobrar dos dólares. Entre ellas veo cada tanto a un hombre con un machete desmalezador que está ahí, según Paddam, para cuidarlas. En India, el té lo recogen las mujeres por una usanza que, para mí, es machismo recalcitrante: son más cuidadosas, argumentan.
Atardece y no quedan transportes disponibles. Le cuento a Roni que vuelvo a pie y me advierte de los peligros del bosque: panteras, chitas, pitones. No tengo opción, así que arranco antes de que anochezca. Al principio avanzo entre ranchos humildes cuyos ocupantes salen a saludarme. Corto camino por un sendero verdinoso y sucio. A ojos de un burgués, que los indios no cuiden el medio ambiente suena sacrílego, pero este viaje me desaburguesa.
A Sukhiapokhri llego agotado y con hambre. Entro en una taberna copada por obreros que fuman y brindan con cerveza frente a un partido del Mundial. Se corre la bola de que apareció un extranjero y los curiosos se asoman, me miran, sonríen y se van. Elijo un guiso especiado de pata de cerdo y bajo la persiana del día, que se cansó de mí. Sin saberlo era esto lo que quería, exactamente esto y así.
Ya en la calle, me llama la atención un concierto como de cacerolas. Tres músicos golpetean unos instrumentos de percusión bien originales. Fisgoneo la escena. Los acompaña Swaraj, un petisón macizo de unos 50 años. Me dice que vienen de un casamiento nepalés, que si quiero ir. Andamos unas cuadras hasta un salón adornado con listones amarillos, naranjas, lilas. Si bien la fiesta no decayó del todo, quedan las sobras y soy, me da la impresión, el regalo sorpresa.
Swaraj me estruja la mano y en su precario inglés describe que están todos borrachos, que le haga saber si me molestan, que él es mi amigo. Declino un whisky, acepto una cerveza. Una mujer me trae una bandeja descartable con pescado frito. Les explico que vengo de darme un festín. No hay caso. A pesar de los ardides de mi anfitrión, los ebrios me abrazan, claman selfies, me charlan a centímetros de la boca.
Las adolescentes que se mueven al ritmo de un trap nepalí sobre una tarima me invitan a subir. El momento del baile roza lo bizarro. Los borrachos me toman del cuello, ansían de alguna forma apropiarse de mí. La cosa se va desmadrando. No sólo les gustaría saber de dónde vengo, sino qué opino de su cultura y si les enseñaría algún baile de mi país. Aunque la idea de zapatear un malambo se me antoja pintoresca, desisto.
Vuelvo a la mesa con Swaraj. Me presenta a su hijo y a su sobrino, el recién casado, que despachó a la esposa y se calzó un jogging. Ensayo una huida elegante, pero mi amigo me deja claro que podré hacerlo cuando termine la cerveza (caliente) y el pescado (incomible). No logro zafar. Los muchachos me dedican sus afeminados quiebres de cintura y yo solo tengo ojos para una danzarina formidable que uso de fuga visual. Decidido a partir, me incorporo y salgo por donde entré como un ilustre desconocido, que es lo que soy para toda esta gente.
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En pleno distrito de Kurseong, mi próxima escala es el garden Makaibari, que contacté por mail. En un relámpago me contestó su gerente, Sanjay. Solícito, me invitó a pasar el día y quedarme a dormir. Todo marcha sobre rieles. Vuelve la cantinela del jeep atestado para regresar al punto de partida, un segundo jeep y, por último, una minivan achacosa en una ruta que excitaría a cualquier piloto de rally.
Acomodo mis petates en la casa de Sila, una empleada de la fábrica, y conozco, té mediante, a Sanjay en su oficina. Uñas de guitarrista, medias tres cuartos, bermudas de boy scout, zapatillas impolutas y gorra de golfista, se parece a Eddie Murphy. Da órdenes por la ventana, escupe, le entrega unos billetes a un operario, habla por teléfono, bendice a Ganesha, ríe a carcajadas, se rasca la cabeza.
Sanjay decreta que Makaibari, fundada en 1859, es la primera fábrica de té ¡del universo! Y agrega, al galope: que sus productos son biodinámicos, que venden las hebras más caras de India (cosechadas en luna llena, las toman el emperador de Japón y la reina de Inglaterra en pijamas, antes de dormir), que la industria es muy compleja, que sólo el 0,1% de la producción mundial de té viene de Darjeeling, que lo más importante son sus 700 trabajadores, que su esfuerzo va a parar a una taza que ojalá alegre al consumidor. Y que sus empleados me cuidarán –cuarta o quinta generación de "teteros", muchos viven en tierras de la empresa, equipadas con dispensario y escuela– para que, librados de él, me transmitan sus impresiones.
Con el baqueano Kumar penetramos la húmeda selva virgen, con énfasis en las 245 hectáreas de té alojadas en climas y alturas cambiantes. Bajamos atravesando riachos y descubriendo a tropas aisladas de pickers charlatanas y alegres. De pronto, me alerta: please sir, listen to the music. El anfiteatro de la naturaleza es majestuoso. "Viú súr" canta un ave y él me revela que en ese tarareo sus antepasados le mandan buenas energías. Y le creo, porque luce transformado.
Cae la noche cuando, mandado por Sanjay, Satya me busca por el cuarto de huéspedes. Vamos a la garita de una vecina que vende cerveza de arroz caliente, maní y whisky en petacas. Entran y salen los trabajadores, que se conocen de memoria. Nos saludamos con el tradicional namasté, uniendo las palmas frente al pecho. Deduzco que los hombres de machete que vi en las plantaciones son los maridos de las recogedoras. Ellos beben y fuman sin freno; ellas ni siquiera se muestran. "Esta es nuestra vida", me dice Satya.
Tras haberme despertado al alba para ver cómo procesaban artesanalmente el té en la fábrica, finalmente toca la degustación. Pruebo seis variedades, entre las que destaco el adictivo Silver Tips, aquel codiciado por monarcas. Tengo la sensación de haber pasado un mes en Makaibari, así que esta instancia comandada por el inolvidable Sanjay oficia de cálida despedida.
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Además de Kurseong, Vijay me avisó que recorriera Mirik. Casualmente en esa localidad está situado el monasterio al que mi tía Consuelo –conocida como Rinchen Kandro y la única Lama argentina– viaja todos los años. Ella me conectó con Thinley, uno de los maestros de la escuela del lugar donde se profesa el budismo tibetano, linaje Kagyu. El plan es quedarme unos días, familiarizarme con las actividades del monasterio, visitar unos gardens y luego cruzar a Nepal, cuya frontera está cerca.
Thinley nació hace 30 años en Bután, tiene la cabeza rapada y viste la túnica bordó y azafrán. Se ríe sin cesar y le quita solemnidad a su tarea repitiendo con ironía "I’m a holy man!" Resulta agradable estar a su lado. Su habitación de tres por tres es, según él, tan simple como su vida. Tomamos té verde taiwanés y en un periquete tocamos temas profundos: a los 17 decidió ser monje, no le interesan las mujeres, vive de la caridad y sí, de vez en cuando lo asaltan dudas respecto de su vocación.
Salimos a dar unas vueltas. Me presenta a su superior, recorremos el impactante templo asediado por monos y me muestra la residencia en la que dormiré. Después de mi rápido desensille, nos encontramos con Dara, un voluntario irlandés que trabaja en la escuela y, antes de retirarme a mis aposentos, compartimos unos riquísimos aloo paratha con té tibetano (se prepara con manteca de yak y es salado) en la cantina, rodeados de jóvenes monjes.
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De nuevo en marcha y bajo la niebla, encaro a pie hacia Gopaldhara, una de las plantaciones más elevadas de Darjeeling. Promediando la dura subida, un obrero me pregunta a dónde voy. Me acerco y le contesto. Sugiere que cambie de rumbo y me desvíe a Okayti, un jardín que no estaba en mi radar. Con un palito dibuja el camino en la tierra. Sigo sus instrucciones. Tengo un buen trecho por delante.
Voy por un sendero mal asfaltado que viborea entre arbustos de té, los compañeros más fieles de mi travesía. Y zás, me aborda otro "enviado". Se llama Hari. Enjuto, usa pantalones de traje arremangados, chanclas Nike, remera agujereada y topi, el bonete nepalés por excelencia. Insiste en enseñarme un atajo. Ahí vamos pues, en cómico tándem. Frente a un acantilado y señalando la montaña del otro lado del valle, escucho su voz: "Nepal, sir". Allá abajo, un hilo de agua –el río Mechi– divide a los dos países.
Llegamos a la fábrica, de chapa y madera, y él entra como pancho por su casa. Me muestra cada recoveco, cada máquina. Me percato de que quiere unas rupias. Se las doy y se pone intenso. Empieza a desvariar, a girar en redondo, a hablar en hindi. Caigo en la cuenta de que está borracho. El gerente de Okayti, al que jura conocer, salió a almorzar y no da señales. Tratando de perderlo, deambulo por el caserío y aparece Thapa, un veinteañero que trabaja de telemarketer en Escocia y está de vacaciones visitando a su familia.
Cruzamos a Nepal por un puente de bambú. Hace calor y no hay puestos fronterizos ni policías. Que mi espalda esté en India y mi nariz en Nepal demuele cualquier noción de frontera, que en el fondo es una construcción mental, una necesidad de patriotismos y libros de geografía, pero no de los pobladores. Veo bolsas de té nepalés recién cosechado cruzando el Mechi en lomos bengalíes; espectadores mansos, cuervos y perros no saben de pasaportes ni aduanas.
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