Octavio, el invasor
Estaba preparado para la aterradora violencia de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y la angustia del pasaje esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación caía sobre él.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a la experiencia que acababa de atravesar. Pero después de la transmigración había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegaban muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.
Ahora, en cambio, sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado al otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno pero, ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se escapó de su boca y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
–Varón dijo la partera –dijo el obstetra–. Un varoncito sano y hermoso, señora. ¿Cómo lo va a llamar?
–Octavio –contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la brusca interrupción del dolor.
Octavio descubrió, como un elemento más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: con toda probabilidad debían estar sonando en ese momento voces humanas, pero no conseguía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonido que lo asfixiaba.
Otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo. La luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre un cuerpo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había es≠cuchado durante su convaleciente espera, en los meses que siguieron a la transmigración. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba, por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre, se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.
Despertó un tiempo después, imposible calcular cuánto. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna preparación previa hubiera sido suficiente para responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era razonable que la transmigración no se hubiera intentado jamás en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la tierra o, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se ha constituido. La palabra “cabeza”, por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o al menos, uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo (que latía aún dolorosamente, deformada) como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas espacio temporales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas que obtuvieron inmediata respuesta: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar mucho más de lo previsto antes de empezar a organizarse para proseguir con los planes. Su extraño cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente, y Octavio lanzó un largo aullido al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
–Qué cosa –dijo la más joven–. Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, enseguida se arma el coro.
–Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones– dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de escuchar siempre los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
–Toc toc, buenos días mamita –dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquellas que se repetían y supo, entonces, que la mujer que creía ser su madre lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De acuerdo con sus instrucciones, Octavio debía conseguir que se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.
–Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.
–Acordarte que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre –dijo la abuela de Octavio.
En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba, a veces, alguna remota vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado en el aire y llevado hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran. Desesperado, frenéticamente, buscó alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su “madre”. Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras “dulce” y “tibio” que, en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia le habían parecido términos simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran toda≠vía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacer sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga eléctrica había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa; era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso. Aulló de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los pobres resultados de su acción, que podía tener, por otra parte, terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso de él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo.
Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría, en cambio, para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y vigilado de cerca por la mujer, el Traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. En dos oportunidades sus abrazos le produjeron un principio de asfixia: cada vez volvía a rescatarlo la intervención de la mujer.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios.
–¡Qué divino! –decían casi todos. Y la palabra “divino”, que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, le parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.
–¡Qué divino! –decía la gente–. ¡Cómo levanta la cabecita!–. Y cuando Octavio sonreía, insistían complacidos– ¡Este sí que no tiene problemas!
Octavio conocía ya las costumbres de la casa, y la repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumergirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, le gustaba que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba más que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacia dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.
Octavio ni siquiera tenía pruebas de que subsistieran en toda su fuerza los poderes con los que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros como él y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus vibraciones. No siempre, sin embargo, obtenía contestación. Una tarde de sol, en la plaza, se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación mental.
En la casa había también un hombre pero (afortunadamente) Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y, aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, emanaba de él un halo de hostilidad que Octavio percibía como se percibe un olor ácido, punzante, y que por momentos se le hacia intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
–¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener un bebé en brazos!
Un día, cuando Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos, él y el hombre quedaron solos en la casa. Por primera vez, torpemente, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivos de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de lo que se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que cuando se completaran los planes de invasión esa mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecía gozar de algún tipo de privilegio especial. No habría perdón, en cambio, para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro. Hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aun para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.
–¿Viste qué mirada que tiene? A veces me parece que entiende todo –decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.
–Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina –contestaba el doctor, sonriendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era solamente una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar una pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé rechazaba la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho y aun agradecido de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso. Pronto llegaría el momento en que lograría pronunciar su primera palabra y se contentaba con soñar con el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos. A veces su vida anterior le resultaba dificil de recordar o la recordaba brumosa y caótica como un sueño.
La presencia física de la mujer ya no le era imprescindible, porque su alimentación no dependía directamente de ella, de su cuerpo. Imposible explicarse, entonces, por qué su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería le provocaba un dolor casi físico que se expresaba en gritos agudos. Ella solía jugar a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: “¡No ta mama, no ta!”. Se destapaba después y volvía a gritar: “¡Acá ta mamá!”. Octavio disimulaba con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, sin embargo, tan próximo.
En forma inesperada y al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada nuevo humano que se acercaba a él podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía esa tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor. Ale, a su vez, parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba algunas veces sin utilizar sus muestras de cariño para disimular un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él.
Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otras personas, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio llegó al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos.
Y llegó, por fin, la palabra. La primera palabra. La utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer, que estaba en ese momento fuera de la habitación. Octavio había dicho claramente “mama”. Ya era, para entonces, completamente humano. Una vez más la milenaria, infinita invasión había fracasado.
Por qué elegí este cuento
Es obvio que los bebés vienen de otro planeta. Cualquiera se da cuenta por el tamaño de la cabeza y la expresión de la cara.
Yo lo noté inmediatamente en cuanto nació mi primera hija y las otras lo fueron confirmando. Ser madre de un extraterrestre es una circunstancia traumática.
De esa experiencia nació este cuento, rigurosamente autobiográfico.
Biografía de Ana María Shua
Nació en Buenos Aires en 1951. Sus primeros poemas fueron reunidos en El sol y yo (1967). En 1980 ganó con su novela Soy paciente el premio de la editorial Losada. Otras novelas son Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim), ambas reeditadas por Emecé, y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Municipal). Escribió cuatro libros de minicuentos: La sueñera, Casa de Geishas, Botánica del Caos y Temporada de fantasmas. Y los libros de cuentos Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Recibió el Premio Municipal y el Diploma al Mérito Konex en cuento, y tiene varios premios internacionales por sus libros infantiles. Algunos de sus libros han sido editados en Brasil, España, Italia, Alemania y los Estados Unidos. En 2007 publicó su última novela, El peso de la tentación.
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