Verse flaca era su obsesión. Hasta que tocó fondo y decidió tomar las riendas de su vida.
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Estaba encerrada en lo que había dado en llamar un “loop dietante”. Sin su hermano cerca -que además era su amigo, confidente y compañero pero se había mudado a la capital del país- se había refugiado en la comida para no sentir tanta ansiedad ni extrañarlo. Comía, subía de peso, iba a la nutricionista, hacía dieta dos semanas y adelgazaba. Luego volvían los atracones. Sin embargo, en algún momento de ese círculo vicioso, todo lo que hacía la aburrió. “La nutricionista solo me daba dietas y no herramientas para lidiar con la ansiedad. Una tarde, después de comerme una docena de facturas y un cuarto de bizcochos de grasa, me provoqué el vómito. Sentí un desahogo que era nuevo: de ahí en adelante la situación se me fue de control”.
Una infancia tranquila
Genovena Tenaillon había tenido una infancia tranquila. Nacida en la ciudad de Buenos Aires, a los siete años se mudó con su familia a Ushuaia, en Tierra del Fuego. El cambio tuvo de positivo que conoció lo que era jugar en la calle sin miedo, aunque extrañaba a sus abuelos, que habían quedado lejos y con quienes tenía una relación muy cercana. Con la adolescencia llegaron también algunos episodios que marcaron los años siguientes. Cuando tenía 14 años solía pasar todo el verano en Necochea con sus tíos, ese verano bajó de peso y, cuando volvió, mucha gente le decía que estaba más linda. “Luego a los 15 me enamoré de un chico un par de años mayor que yo y fue la típica locura de amor adolescente; él estaba conmigo pero me trataba bastante mal. Y siempre hacía chistes sobre mi cola grande. Empecé a comer menos y un día este chico me dijo estás más flaquita, me encanta. Otro detonante”.
Ciclo bulímico y el temor de las vacaciones de verano
A los 16 comenzó el ciclo bulímico, es decir, vomitaba voluntariamente cada vez que hacía alguna ingesta. Sin embargo, llegó un punto en que se sintió agobiada del atracón y la subsiguiente purga (se dice purga al acto de limpiar el cuerpo, a través del uso y abuso de laxantes, lo que conlleva al vómito post-atracón). De modo que optó por dejar de comer. Habían sido tantas sus visitas a diferentes nutricionistas, que ya había aprendido cómo comer unas 500 calorías al día y mantenerse -según ella creía- nutrida. “Mis días transcurrían entre ayunos -desayunaba una pera con mate cocido antes de ir al colegio, luego tomaba un jugo de soja durante el día y eso era todo. Algunos días lograba comer alimentos sólidos, pero de bajas calorías, como frutas y lácteos”. En esos momentos sentía que tenía el control.
Pero otras veces la dominaba el descontrol: eran los días de bulimia. Durante ellos, solía, por ejemplo, cocinar una torta y comerla entera. Había días en que no llegaba a tener la paciencia de esperar un horneado, así que directamente se tomaba un taxi e iba a una panadería y gastaba cualquier cantidad de dinero en comida. Es decir, podía comer 10 mil calorías en tan solo un rato. Alternaba con bebidas -normalmente leche- para que, al terminar el atracón, el vómito saliera más fácil debido al líquido en el estómago. “Luego de vomitar venía la toma de laxantes, ya que en el tiempo que demoraba en consumir tales cantidades de comida, el cuerpo llegaba a digerir algo y cuando el atracón había terminado necesitaba asegurarme de quedar limpia de toda esa basura”.
Las vacaciones de verano eran un capítulo aparte. Como durante el año Genovena estaba la mayor parte del día sola en su casa, no tenía nadie que controlara sus conductas. Sin embargo, durante las vacaciones, toda la familia cercana más los primos y los tíos se reunían en su casa. ”No era sostenible no comer. Un día mi familia insistió tanto para que comiese, que lo hice. Comí muchísimo. Y luego, como no podía purgarme porque éramos muchos usando un baño, me encerré en la habitación y me provoque el vómito en una bolsa de basura. Años más tarde vi esa misma escena en la película Hasta el hueso y por primera vez le conté a alguien que yo también había llegado a esos extremos. Luego llevé en medio de la noche la bolsa a un terreno baldío. Pienso a menudo sobre aquel episodio y me choca cómo el intento de mi familia de ayudarme, terminaba por hacerme peor”.
Su vida era una mentira atrás de otra
En su peor momento, la balanza marcó 38 y aunque ella se daba cuenta de que estaba muy flaca, no podía salir de su enfermedad. “Usaba varios jeans arriba de otro, para que las piernas se vieran más normales”.
Y fue un martes que todo se vino abajo para ella. Había almorzado en la casa de su novio y luego se fue caminando a la casa de una amiga. “El mal humor que me daba comer era tan grande que en plena avenida me detuve a decirle todo a mi novio; le conté absolutamente todo, fuimos a buscar a mi amiga y de ahí directo los tres a ALUBA (Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia) para una consulta urgente. Cuando empecé el tratamiento me di cuenta que salir iba a ser más difícil que los años que había estado mintiendo. Tenía internación solo de día. Entonces iba y volvía a mi casa, cambiaba de centro y en esa época también mi carrera (estudiaba psicología). Un viernes a la tarde era tal el cansancio que tenía porque sentía que no podía con la vida, que me llené de pastillas diuréticas y casi me muero de una arritmia, producto de la pérdida de minerales causada por diuréticos. Me estabilizaron y decidí que no podía seguir siendo una carga para mi entorno. Me auto-interné en una clínica psiquiátrica. Por primera vez sentí contención, pasé casi un mes internada allí y aprendí que yo podía recuperarme y podía tener una vida. Tenía 22 años y sentía que había sido suficiente tiempo perdido”.
Desde aquella internación el proceso fue bastante fácil para Genovena. Se enfocó en tener proyectos, en disfrutar los momentos en familia. El peso pasó a último plano y su plan de vida era lo principal. En forma simultánea empezó a estudiar cocina y cocinar fue una gran terapia. Entendió que en realidad amaba la comida y que podía tener una relación sana y armónica con ella.
Su novio y actual marido, a quien había conocido en la adolescencia, fue su compañero, su mejor amigo y el que constantemente la hizo sentir que ella merecía quererse y cuidarse. “Para él fue muy duro, su familia se había ido a vivir a México cuando yo comencé el tratamiento y la mía vivía en Ushuaia, los únicos apoyos que tuvo fueron mis amigas y sus amigos. Hoy pienso que fue muy fuerte, muy valiente y lo admiro muchísimo. Cualquier hombre a esa edad hubiera salido corriendo ante tal escenario”.
Una noticia inesperada
En diciembre de 2012 Genovena tenía un negocio de ropa y trabajaba muchísimo. Además, había comenzado a conversar con su marido sobre la posibilidad de instalarse fuera del país. Ese verano acompañó a su esposo a un viaje laboral a Chile y se tomó unas semanas de vacaciones en Santiago.
“Al regreso noté que tenia un atraso pero se lo atribuí al cambio de rutina. En el viaje había tenido náuseas matutinas pero culpé al cambio de alimentación típico de los viajes. Cuando ya iba por el día diez de atraso, mi marido me trajo un test y me pidió que lo hiciera por él. A la madrugada cuando me desperté a hacer pis, lo hice. Antes de volver a la cama me fui a servir un vaso de leche y agarré el test para dejárselo a mi esposo en la mesa de luz (convencida que sería negativo). Veo el test con las dos líneas, lo despierto y le dije que el test estaba mal, que fuera a la farmacia (eran las 5 de la madrugada) a buscar otro. Trajo cuatro, todos positivos. Rompí en llanto. Era real: había una vida creciendo dentro mío y me costaba aceptarlo”.
En ese contexto, a su marido le ofrecieron la oportunidad de instalarse en Chile y trabajar en la misma empresa desde ese país. “Yo estaba feliz, había amado Chile y un poco sentía que mi hija había salido de ese viaje. Pero ser mamá y vivir lejos de la familia fue un tremendo aprendizaje. Cuando llegué a Chile no podía trabajar por la visa y además mi hija tenía pocos meses, así que me puse a hacer un curso de personal trainer (yo era cero deporte, pero quería ser mas activa para tener más energía para mi hija). En ese curso aprendí mucho sobre la funcionalidad de la alimentación en el organismo y empecé a cocinar más sano. Abrí una cuenta de Instagram -que estaba de moda- y compartía “los experimentos” que hacía. De a poco me empezó a seguir gente que buscaba ideas de comidas más sanas y al poco tiempo empecé a trabajar en medios”.
Luego de un año de haber compartido recetas sanas y consejos de entrenamiento, Genovena advirtió que la mayoría de las mujeres que la seguían tenían una fijación: bajar de peso. No importaba cómo, lo importante era bajar. “Empecé a hacer parodias de consejos para bajar de peso (ridículos), y algunas personas me hacían caso. Así que, una mañana me grabe contando mi historia y llamando a la gente a fijarse cuánta salud estaban dispuestos a perder por bajar de peso. Fue un shock, recibí miles y miles de testimonios, muchos hombres y mujeres mayores de 30, para mi sorpresa porque yo creía que era un tema de la adolescencia”.
La popularidad no tardó en llegar. La invitaron a contar su historia en muchos medios, institutos, colegios y centros médicos. Además escribió un libro y sigue concientizando sobre el tema porque sueña con que que su hija crezca en un mundo donde ser buena persona, ser inteligente, amar la naturaleza sea más importante que ser flaca. “La pandemia me movilizó, como a todos. Puse una pausa en mi vida en Chile y decidí volver por tiempo indefinido al nido: Ushuaia. Empecé a estudiar periodismo ya que me encanta la comunicación. Hoy tengo un podcast sobre terapia de la alimentación, junto a una psiconutricionista y me dedico a disfrutar de mi hija, de mis padres, mis hermanos y la magia de Ushuaia que me perdí durante tantos años encerrada en mi propio infierno”.
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