–Buen día, tenía turno para hoy.
Emilce Moler se precipita sobre la entrada con una enorme caja. La recepcionista la mira de reojo, mientras el radiólogo la invita a pasar. Emilce entonces empieza a hurgar el pesado bulto hasta que por fin se decide.
–Empecemos con este.
Adentro, la caja está llena de cráneos.
–¿Vos sabías que los senos frontales son únicos en cada persona? Funcionan igual que una huella.
Es martes. El cielo está por quebrarse en una tarde árida de otoño, casi 20 años después de aquel día en que Emilce llegó al centro de imágenes de Mar del Plata para llevar a cabo su pequeño experimento. El razonamiento era más o menos sencillo: la mayoría de los padres guarda alguna radiografía de sus hijos y, si la región de los orificios paranasales es única en cada persona, se podrían utilizar esas imágenes para identificar restos óseos. Así se lo comentó a Alejandro Incháurregui, uno de los fundadores del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), y así lo hicieron. Una por una tomaron una radiografía de los cráneos recuperados por el equipo en diversas excavaciones y una por una Emilce, a cargo, en ese entonces, del Departamento de Procesamiento Digital de Imágenes de la Universidad de Mar del Plata, las fue analizando.
No era la primera vez que colaboraba con la identificación de personas desaparecidas. Unos años antes, el EAAF la había convocado para trabajar en la restauración de unas huellas digitales provenientes de registros policiales y, en 1985, le habían tomado declaración como testigo. Porque además de ser doctora en Bioingeniería y, además de ser asesora en técnicas de restauración digital, Emilce es ex detenida desaparecida. Fue secuestrada el 17 de septiembre de 1976, cuando apenas tenía 17 años.
–La primera vez que tomé conciencia de esto de la memoria fue ahí, cuando tuve que declarar ante el Equipo de Antropología. Ellos me hacían todo tipo de preguntas que en ese entonces me parecían extrañas.
–¿Como por ejemplo?
–Todo el tiempo me preguntaban qué ropa tenían los detenidos.
Emilce cita entonces el caso de Ana Diego, una estudiante de Astronomía de La Plata, militante del PC. Estaban en Pozo de Quilmes. A ella la habían trasladado a una celda de castigo. Ana estaba al lado, llorando. Empezaron a hablar y se quitaron las vendas. En ese momento, Ana le dice la hora, un dato que en aquel agujero sin tiempo sin dudas adquiría otro valor. Había logrado calcularla gracias al sol que se proyectaba en la pared.
***
Fue la última vez que Emilce la vio. Sus restos fueron identificados por el EAAF en abril de 2012.
–Y claro, después los chicos del equipo me explicaron bien –retoma el relato–. La ropa para ellos es un dato fundamental.
–¿Por qué?
–Porque es una de las cosas que más tarda en degradarse.
Emilce lo recuerda bien. Ese día, Ana llevaba una camisa a cuadros.
***
Para calcular el tiempo que lleva muerta una persona hay que detenerse en el abdomen, es la última parte en perder el calor. La sangre es otra de las señales que hay que buscar.
Se calcula que un cuerpo tarda en adquirir aproximadamente la temperatura del ambiente 24 horas. Lo primero en enfriarse son las manos y los pies. Por eso, para calcular el tiempo que lleva muerta una persona hay que detenerse en el abdomen, es la última parte en perder el calor. La sangre es otra de las señales que hay que buscar. Como deja de circular, empieza a acumularse formando en la piel pequeñas manchas de color violáceo que permiten saber en qué posición ha permanecido el cadáver.
Son algunas de las primeras lecciones que recibe todo forense. Porque los cuerpos hablan, eso está claro. Pero lo cierto es que no solo ellos. Cualquier detalle en la escena de un crimen, hasta el más inverosímil, puede convertirse en una fuente inagotable de información o, simplemente, en un dato central para definir el rumbo de una investigación policial. Y ello es algo que la criminalística también ha sabido aprender con el tiempo. Por eso se vale cada vez más de científicos para colaborar en los casos. Lo curioso es que muchos de ellos terminan dejando sus trabajos e investigaciones para dedicarse por completo al mundo forense. Biólogos, químicos y matemáticos, que de pronto se vuelven en una suerte de Sherlock Holmes, destinando horas y horas de su tiempo para resolver un enigma. O, como ellos prefieren decir, para aportar un dato objetivo que les permita a los jueces y fiscales llegar a una conclusión, aunque sea con un grado mayor de certeza.
***
–Vengo de la física.
Rodolfo Willy Pregliasco se asoma con timidez. Un centenar de personas, en su mayoría estudiantes de abogacía y especialistas en derechos humanos, lo escucha atentamente.
–Sí, no se preocupen. Yo soy el primer sorprendido de que la física pueda servir al campo judicial.
Todos se ríen.
Willy, hoy a cargo del Departamento de Física Forense del Instituto Balseiro, ha sido invitado a una jornada sobre ciencia y derechos humanos organizada por un programa creado desde el Conicet especialmente para coordinar ambas áreas. Allí, sobre un enorme escenario de madera, empieza a relatar entonces uno de sus casos más difíciles, cuando en 2008 el juez federal de Rawson, Hugo Sastre, lo convocó para realizar un informe pericial en la causa que investigaba la masacre de Trelew. El objetivo era, básicamente, encontrar alguna evidencia que permitiera dar cuenta de que no se había tratado de un enfrentamiento, como insistía en sostener la defensa de los militares imputados.
–Era algo imposible. Habían pasado más de 30 años, realmente no esperaba que surgiera algo útil.
Pero Pregliasco aceptó. Tomó su auto, lo cargó con todo tipo de herramientas y atravesó la Ruta Nacional 40 hasta llegar a la Base Naval Almirante Zar, donde un martes de agosto de 1972, 16 militantes de organizaciones armadas fueron fusilados en manos de las fuerzas militares. Como no había planos del edificio, la primera tarea fue hacer un mapa. Luego, Pregliasco y su equipo se detuvieron en las paredes. ¿Qué huella les podían devolver tantos años después? Estudiaron la pintura, lo que les permitió saber cuántas reformas había tenido el lugar. A partir de esto, sumado a otras marcas, como la que pudieron encontrar en el piso de mármol indicando el viejo vaivén de una puerta que había sido sacada, hicieron un croquis con la descripción de la zona de celdas, que el juez utilizó para comparar con los testimonios reunidos en la causa.
Sin embargo, seguían sin poder echar luz sobre la principal pregunta. ¿Quién había disparado aquella madrugada? Pregliasco entonces se detuvo en la pared al final del pasillo. Si la cantidad de disparos que presuntamente hubo había sido de la magnitud que aseguraban los testigos, algunos de los proyectiles podrían haber rebotado en el piso e impactar en aquella superficie.
–Ya sé, ustedes se imaginan trabajando a un equipo de CSI… Pero no. Éramos siete personas que básicamente lo que hicimos fue rasquetear la pared con agua caliente.
Otra vez, el auditorio se ríe.
Pregliasco no disimula un interés casi obsesivo por lo que hace. "¿Puedo usar esa hoja? –dirá minutos más tarde, ya frente a su almuerzo, mientras intenta explicar con un dibujo una de las conclusiones más importantes a las que llegaron, tras estar internados casi un mes en aquel rincón de la Patagonia–. Primero hicimos un estudio con rayos gamma, pero el resultado fue negativo. No había ningún proyectil. Tampoco impactos de bala".
Entonces Pregliasco tuvo una idea. Se puso a estudiar los componentes de toda la pared. "De esa forma, nos podíamos dar cuenta si el revoque era de momentos distintos o no. Para eso, primero analizamos la proporción de arena y cemento. Pero había algo más preciso… ¿Vos sabés que no hay dos arenas iguales? Cada arena es una miríada de piedritas que vienen de distintos orígenes, con lo cual ninguna es igual a la otra". –Y entonces lo que Pregliasco hizo fue separar con un alfiler esas piedritas. Y entonces lo que Pregliasco encontró fue que en una parte había restos de polvo de ladrillo. No era la pared original, la habían construido nuevamente.
–Ninguna pericia resuelve el caso, eso lo hace el juez. Nosotros aportamos pruebas –concluye con una humildad que parece sincera. Pero lo cierto es que desde que Pregliasco, doctor en Física, decidió dejar la óptica y optó por la física forense –algo que en realidad para ese entonces no existía–, contribuyó con la conclusión de algunas de las causas socialmente más trascendentes de los últimos años, como la del asesinato de los dirigentes piqueteros, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, o la abierta por la desaparición del estudiante de La Plata, Miguel Bru. También intervino en la que investigó los incidentes de diciembre de 2001. Para ello diseñaron un software, lo llamaron "el panóptico". Allí cargaron los 160 videos que recibieron con imágenes de ese día.
–Lo que a todos nos quedó del 20 de diciembre es que fue un quilombo, pero cuando uno observa ese material empieza a ver algunos rasgos salientes. Por ejemplo, tres de las cinco muertes en la Capital se producen mientras [Fernando] De la Rúa está dando su discurso, justo cuando las cámaras no están mirando la calle.
Y así Pregliasco empieza a relatar ese día con datos y hechos que parecieran aportar un poco de lógica en medio del caos. Una pequeña muestra de lo que puede significar la mirada de un científico en una causa judicial, algo que Pregliasco resume con una sentencia muy simple: "Hallar la materialidad que deja todo crimen".
***
–¡¿Pero vos viste algo más hermoso?! –sin sacar el ojo de un enorme microscopio, Nora Maidana me invita a asomarme al lente para descubrir la magia. Sin embargo, solo logro distinguir una suerte de grupos de líneas con unos pequeños agujeros. "¿Las ves?", me pregunta. Intento nuevamente. Nada. Pero, pese a la falta de éxito, ensayo una exclamación, conmovida un poco ante su vehemencia por algo tan minúsculo con forma de gusano, a lo cual le viene dedicando más de 30 años de su vida.
Nora Maidana es bióloga, investigadora del Conicet y se especializa en diatomeas, un grupo de algas unicelulares. Se estima que existen unas 50.000 especies de este tipo en todo el mundo, aunque en Argentina solo se conocen unas 7.000. Y Maidana y su equipo se dedican a estudiarlas desde un pequeño pero acogedor laboratorio en un cuarto piso de Ciudad Universitaria. Pasan horas y horas sobre el lente, para ver aquello que no se ve y conocer aquello que no se conoce. Porque de eso se trata, explica Nora, de producir conocimiento. Aunque desde hace algunos años, 20 para ser más precisos, su trabajo se ha podido aplicar a la ciencia forense.
Como suele pasar con estas cosas, llegó de casualidad. Un día estaba dando una clase en la facultad de Ciencias Exactas y contó que en Europa las diatomeas eran utilizadas para realizar diagnósticos de muerte por ahogamiento. Una alumna se interesó y le comentó el asunto a su suegro, por entonces jefe en el Cuerpo Médico Forense. La convocaron, armaron un proyecto y, de a poco, la técnica comenzó a ser utilizada en las investigaciones judiciales. En pocas palabras, Nora y su microscopio pueden determinar si una persona murió ahogada a partir del hallazgo de esas pequeñas intrusas en un cuerpo.
En el país hay unos 10 "diatomólogos", pero solo Nora ha profundizado sobre este enfoque. Ha participado en más de 70 causas y se convirtió en una referencia a nivel regional. Tal vez por eso su teléfono sonó una tarde de octubre del año pasado. Habían identificado el cuerpo de Santiago Maldonado y querían que estuviera a cargo de la pericia para determinar si había muerto ahogado. Nora aceptó, pero impuso algunas condiciones. Entre ellas, solicitó estar presente en la autopsia y gestionó con las autoridades de la facultad un lugar específico para mantener la muestra del tejido bajo doble llave. Trabajó ella sola. En total, la pericia le llevó 30 días. Finalmente, en el informe que elevó a la Justicia, se identificaron unas 53 especies de diatomeas.
–¿Esta técnica permite saber si esa muerte por ahogamiento ha sido violenta?
–Nosotros buscamos diatomeas en el tejido e informamos si las hay o no las hay. El médico forense es el que puede determinar cómo fueron las circunstancias. Si él interpreta que lo que yo encontré justifica diagnosticar el ahogamiento, el resto de las evidencias pueden ayudar a entender el contexto. Pero lo que se va a buscar es la respuesta más probable. La certeza absoluta no existe.
–¿A ustedes les llega información sobre el resto de las evidencias en cada caso? ¿Tienen acceso al expediente para conocer las historias?
Yo prefiero no saber... Es difícil para quien no está preparado para esto… Yo me formé para estudiar algas, no para trabajar con muertos...
Y entonces pienso en los muertos…Y en ese muerto, involuntariamente convertido en un conjunto de probabilidades, reducido, mientras el país habla de él, a una muestra de tejido en un cristal, encerrado entre esos pasillos de vidrio destinados al estudio de hongos tóxicos o insectos sociales. Nora prefiere no hablar. Pero da una pista de la presión que todo el tema parece haberle significado.
–Hay otras veces donde es menos terrible tener la muestra fuera del alcance de la vista –suspira.
Y es todo lo que dirá.
–¿Podrías haberte negado? –pregunto entonces.
–Podría… –se queda pensando. Tras unos segundos concluye–: Podría haberlo hecho, pero no lo hice.
***
–Había algo que no me podía sacar de la cabeza.
–¿Qué?
–En una revista de la época aparecía un balazo en una bisagra. Pero buscamos en todo el edificio y no pudimos encontrar la bisagra. Hasta que por fin me di cuenta. Por la dirección que pudo haber tenido el disparo, era la puerta de un baño que ya no estaba más. Eso explicaba por qué no la hallamos…
–Hicieron la pericia en la Base Almirante Zar en 2008. ¿Cuándo llegaste a esta conclusión?
Pregliasco hace un silencio y se sonríe.
–El año pasado.
***
El 30 de junio de 1892, la casa de los Caraballo amaneció llena de sangre. La policía de Necochea no tuvo ninguna duda. Un vecino había matado a doña Francisca y sus dos hijos con un corte fulminante en el cuello. Sin embargo, cuando el inspector Eduardo Álvarez llegó unos días más tarde a la escena del crimen encontró varios cabos sueltos. En primer lugar, el informe describía que la puerta se encontraba cerrada por dentro. Pero no solo eso. Sobre el marco había unas manchas de sangre. Álvarez se acercó. Eran las huellas del asesino, y por el tamaño no parecían de la mano de un hombre. Mandó entonces las muestras a un croata de 34 años, que para ese entonces trabajaba desde la Oficina de Identificaciones de La Plata en la creación de un sistema dactiloscópico. Inspirado en el artículo de un científico francés, Juan Vucetich había empezado a analizar los dibujos que forman los pliegues de las manos y había llegado, por lo pronto, a dos conclusiones. Por un lado, que todos responden a ciertos patrones que el joven policía identificó en una serie de formas. El Delta, por ejemplo, es el triángulo que a veces dibujan las líneas hacia el centro de los dedos. Pero también llegó a otra premisa igual de irrefutable: ninguna de esas formas era igual a la otra.
Nadie sabe con certeza cuánto tardó Vucetich, posiblemente haya pasado horas observando las pequeñas grietas circulares. Posiblemente también haya pensado durante varios días en el surco de los cuellos de Ponciano, de 6 años, y Teresa, de 4, hasta que llegó a una hipótesis que conmocionó a todo el pueblo. No había sido el vecino. Los había matado la madre. Francisca Rojas se convertiría así en la primera condenada por la prueba de una huella dactilar, y en el testimonio de todo lo que se puede descubrir interpretando simplemente las delgadas líneas de nuestras manos.
***
¿Qué ver? Emilce Moler mira detenidamente la mancha de tinta. Alejandro Incháurregui había obtenido la huella de un expediente policial como parte de una investigación iniciada a raíz de la denuncia de los familiares de Gastón Gonçalves, secuestrado el 24 de marzo de 1976. Los padres de Gastón sabían que su mujer había dado a luz y estaban seguros de que el niño vivía en algún sitio. El primer paso entonces era determinar qué había pasado con la madre. Solo sabían que había huido tras el secuestro de Gastón.
Fue así como Incháurregui llegó al expediente y fue así como el expediente llegó a manos de Emilce, que debía determinar si la huella en esos papeles administrativos, tomada de una joven abatida durante un tiroteo en la localidad bonaerense de San Nicolás, era la de Ana María Granada. Primero la había trabajado digitalmente, logrando aumentar varias veces su tamaño gracias a ecuaciones imposibles de entender. Sin embargo, una vez realizada esa tarea, apareció la pregunta. ¿Y ahora qué ver, cómo leer esas líneas para llegar a una conclusión tan certera? Y ahí pasó de vuelta. En esta historia que se puede contar como una suerte de trama borgeana, donde cada desenlace parece estar anticipado, el padre de Emilce resultó ser un policía retirado que había trabajado gran parte de su vida en el Departamento de Dactiloscopia.
–Y ahí vino mi viejo a la oficina de la facultad. Claro, con sus 70 años no podía ver bien la pantalla de la computadora. Él tenía el ojo acostumbrado a ver chiquito. "Esto no se entiende nada, nena, es una porquería", me decía delante de todos los becarios –Emilce suelta una carcajada.
La huella recorrió entonces el camino exactamente inverso, y volvió a su tamaño, para que, con una imagen más definida, pudiera analizarla la mirada entrenada del padre.
El primer resultado, sin embargo, fue negativo. Pero la mamá de Gastón insistió. Las huellas eran de Any, aseguraba. "¿Y si las invertimos", se preguntaron entonces Emilce y su equipo. Y así lo hicieron, compararon las huellas izquierdas con la mano derecha de Ana María y la coincidencia fue exacta. Fue el primer paso para que Claudio, abandonado en un hospital tras el tiroteo de San Nicolás y entregado en adopción a los ocho meses, se reencontrara con su familia biológica en 1995.
Emilce lo recuerda, y sonríe.
–Qué paradoja, ¿no?
–¿Por qué?
Y entonces con la sonrisa, que ya le cubre toda la cara, dice:
–Me metí con la matemática para estar con los números, porque no quería saber nada de la realidad, y mirá dónde terminé.
Ilustración apertura Maro Margulis
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