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2018 se sintió como un momento para morir y renacer. Fueron muchos los aspectos sobre la manera en la que había elegido vivir que se replanteó. Despedirse de sus alumnos, bajarse de su querida bicicleta de spinning, dar por finalizada la etapa de clases y vender su gimnasio -que estaba entonces en pleno crecimiento- no fue fácil pero marcó el comienzo de lo que vendría después. “Necesitaba darle una vuelta de tuerca a mi vida”.
Hasta ese momento, las ocho horas diarias de clases interminables y extenuantes que ofrecía se habían convertido en sinónimo de éxito y felicidad. Si bien el movimiento la apasionaba, estaba en una etapa de su vida en la que, además, vivía de ello. Estaba empleada en diferentes gimnasios - las de step y aeróbica eran furor pero también enseñaba spinning y así otras disciplinas-, separada y con un hijo.
“¡Pasaba ocho horas diarias dando clases! Creo que ni los deportistas de alto rendimiento tienen esa carga horaria. De más está decir que no necesitaba de tantas horas de actividad, las tenía por trabajo. Por ese entonces el spinning se puso de moda y mis clases eran muy requeridas. Por otro lado, cualquier problema que tuviera lo solucionaba saliendo a correr 10 km. Volvía tan agotada que no quedaba lugar para hacerme problema, era una vía de escape al entorno. Y nunca me parecía suficiente”.
“Se dispersa con facilidad”
Nacida en Puerto Madryn, en la provincia de Chubut, Elizabeth Sanz (51), pasó sus primeros años de vida en el campo de sus padres. “Mi jardín era natural. Crecí libre, rodeada de quilimbay, piquillin, molle, jarilla, coirones, algunos de ellos eran usados como medicinas naturales, llegar al médico no era algo que se podía hacer en poco tiempo como ahora. Ovejas, caballos, guanacos, zorros, zorrinos, martinetas y gallinas y perros ovejeros fueron mis grandes compañeros en la infancia”.
Despertar al amanecer, o antes, con el sol naciendo, entre pájaros y el resoplar del viento; ir a dormir al anochecer con el olor a leña y humedad eran parte de la vida cotidiana. La naturaleza, junto a la soledad del campo, moldearon su imaginación y su personalidad. La escolaridad la vivió entre el campo -donde se sentía un ser libre, inquieto y extrovertido- y el pueblo, que cambió sus horarios, sus espacios. Pasó de jugar en un lugar sin límites a un cuadrado en el pupitre. Se dispersaba fácilmente y solo quería que llegara la hora del recreo para poder estar fuera, correr y saltar.
“Se dispersa con facilidad”, fue la frase recurrente con la cual la describieron sus maestros. Canalizó su energía entonces en la danza, la gimnasia artística, y la expresión corporal. Más tarde llegarían el squash, el tenis, el pádel y el running. “Correr me hacía sentir poderosa, lograba equilibrar mi cuerpo y mi mente”.
Atípica por naturaleza
Desde su infancia ya era bastante “atípica por naturaleza”. No necesitó llegar a la adolescencia para notarlo o que se lo hicieran notar. Cuestionaba todo. Le costaba permanecer quieta, o establecerse en un grupo fijo de amistades. Cuando finalizó la etapa escolar, montó un local comercial de venta de indumentaria. Luego tuvo una inmobiliaria, pero no encontraba su pasión en ello.
Se orientó de lleno a seguir estudiando y formándose en la actividad física. Obtuvo títulos como Instructora de Fitness, Personal Trainer, profesora de ciclismo indoor y de entrenamiento Funcional. Hizo prácticas de Yoga, de meditación, de Reiki. Hasta que se sintió segura de dar un paso más, y se convirtió, también, en Instructora de Ashtanga Vinyasa Yoga y Yoga Chikitsa.
Hasta que en 2010 no solo llego a su vida su esposo y compañero de vida, sino que también nació el proyecto de su propio gimnasio, Megagym o El mega, como se hizo más tarde conocido. A su marido lo conoció en el invierno de ese año. El destino o quizás la tragedia había cruzado sus caminos. “Perdimos nuestras parejas en un accidente de oficina (mi ex y su ex eran compañeros de trabajo). Nosotros nos conocimos por esa situación. Nos ayudamos a atravesar el duelo y nos encontramos siendo muy buenos amigos. Con el tiempo descubrimos que nuestra relación avanzaba más allá de la amistad”.
“Clases interminables y extenuantes”
Siguieron las carreras de running y el trabajo de sol a sol en el gimnasio, con horas diarias de clases interminables y extenuantes. “Para mí eso era el éxito y la felicidad”. En 2013, con una miopía avanzada y una cirugía programada, aunque casi no veía, participó en una carrera de 10k. “Hice el recorrido porque conocía de memoria el lugar, ya que casi no veía”.
Poco después llegaría la media maratón de Buenos Aires (21k) y más adelante, la maratón completa (42k). En 2015 junto a su pareja se animó a dar todavía un paso más y corrió los 100k de El Cruce Columbia. Al año siguiente, hizo los 67k del Raid de los Andes. Luego de semejantes hazañas, y lejos de pretender descansar, siguió sumando más carreras, más horas de clase, más certificaciones. “Sentía que nunca era suficiente”.
“Mi autoexigencia hizo estragos”
Hasta que en 2018 una situación familiar la obligó a dar por finalizado el show que había montado. Junto a su esposo, viajó a España a visitar a sus parientes y sanar sus heridas. “Mi característica, de siempre ir por la excelencia en lo que hago, en estar para todos, causó estragos. Lo peor de la situación es que no era consciente. Sentía que tenía que exigirme más allá de mis propias fuerzas, porque siempre creí que podía con todo y más. Esa autoexigencia me quitó la capacidad de disfrute porque siempre pensaba en lo que vendría. Era como un espiral que giraba siempre hacia afuera cuando en realidad la salida era hacia adentro. No es un trabajo fácil ir hacia el interior, ahí donde se esconden nuestros miedos”.
Sin embargo, todavía no había tocado fondo. Dos años más tarde, recibió un baldazo de agua fría cuando la diagnosticaron con fibromialgia. “El encierro y la imposibilidad de salir me generó un dolor imposible de soportar. Tenía todos los síntomas y más. Frenar y preguntarme el para qué fue el principio de todo. Claro que antes lloré, negué mi situación, me pareció injusto. Pasado el tiempo, comencé a perdonarme, aceptarme, exigirme menos, amigarme y aceptarme en mi nuevo estado”.
Alquimia del dolor para una vida en movimiento
Elizabeth asegura que, en su caso, la fibromialgia la llevó a frenar y volverse más consciente, a cambiar el rumbo que llevaba su vida. Convive con etapas de picos de dolor y exacerbación de los síntomas: dolor articular y muscular generalizado, alteraciones del humor y del sueño, reacciones sensoriales a la luz y los ruidos, los olores, entre muchos otros. El deporte le dio las herramientas para no rendirse fácilmente.
Desde su lugar pretende conectar su vida profesional con lo que siente su propósito espiritual y de vida actual. Por eso, a través de Bodhi bienestar ofrece los recursos que aprendió a lo largo de su vida para que otros puedan también enfrentar las propias adversidades. Sigue practicando deporte, yoga, corre y medita a diario. Además lleva un estilo de vida saludable general.
“Me toco subir la montaña más alta y dura de mi vida. Estoy dando una batalla pacífica a este diagnóstico que no me define, pero que me recuerda hasta dónde, y de qué manera gestionar mis emociones cada día. Casi que lo veo como un regulador de velocidad. Hago lo que di en llamar mi alquimia del dolor. Mis entrenamientos se han vuelto más livianos, mis rodajes de menos km, mis carreras más espaciadas. Puse el cuidado personal en primer plano así puedo disfrutar lo que tanto me apasiona hacer, ya no como un trabajo, sino como parte de mi vida en movimiento”.
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