Notre Dame. Volver a verla para agradecer que aún existe
Cuando mi amiga Vicky se fue a vivir a París, ocho o nueve años antes que yo, con frecuencia me sintetizaba su vida en esa ciudad con una descripción bien precisa. "Levantas la vista y está Notre Dame", me decía, y se generaba una pausa en nuestra charla. Además de enseñarme una gran lección de gratitud, Vicky me anticipaba así algo que yo pronto entendería por experiencia propia: los meses de frío interminables que con amigos llegamos a apodar "el túnel", el estar lejos de la familia y de lo conocido, y los tropiezos en una ciudad que no siempre es suave se hacen mucho más fáciles al contemplar y gozar a diario del entorno histórico que París nos regala.
De chica, mi mamá, francesa y no religiosa, me llevó algunas veces a Notre Dame. Me enseñó a prender una vela en esta catedral y pedir un deseo. Al mudarme a París, la catedral de los deseos de mi infancia se convirtió en mi paisaje cotidiano. Al principio no le prestaba demasiada atención creyendo que, por haberla visto en libros y en vivo tantas veces, no tendría manera de seducirme. Con el tiempo constaté que, siempre que pasaba cerca, la miraba. A veces para buscarle una perspectiva diferente. Otras, simplemente para convencerme de que haberme mudado a 12.000 kilómetros estaba bueno.
Cuando vivís en París, Notre Dame forma parte de esos refugios históricos que se redescubren, que no te dejan indiferente. La belleza de estas piedras te acompaña, te da el oxígeno necesario para transitar a diario por una ciudad llena de estímulos y con poco tiempo para el descanso. Cruzar el Sena me mejoraba inevitablemente el humor, pasear por jardines impecablemente cuidados me inspiraba, y estar rodeada por un patrimonio urbano tan respetado me generaba admiración. Entendí que en esos monumentos se esconden oficios milenarios. Esa delicadeza excepcional de los parisinos por el paisaje que los rodea es algo que hoy extraño.
La imagen apocalíptica de la catedral invadida por las llamas me remitió a la escena del World Trade Center en 2001. Me quedé pegada a las transmisiones en vivo imaginando lo peor: el derrumbe completo de esa catedral gótica vinculada a los grandes episodios de la historia francesa… y de la mía, bastante más efímera y pequeña.
Mi grupo de chat con amigas argentinas que siguen viviendo en Paris se activó de inmediato. Juju y Pía me mandaban fotos y videos desde el lugar. Las dos volvían de sus actividades post trabajo de los lunes y Notre Dame forma parte de esos itinerarios. El tiempo parecía detenido, los parisinos se quedaban congelados donde estaban y nadie podía parar de mirar esa imagen desgarradora. Yo lo vivía a la distancia. Pensaba en qué haría si aún viviera ahí. Acercarme al lugar, sin dudas. En mi cabeza me imaginaba cómo sería esa noche en París: oscura, en silencio y triste, como tras un atentado, aunque sin el miedo que se siente luego de un ataque.
El impacto global que causaron estas imágenes reunió en una misma emoción, aunque por razones diferentes, a creyentes, amantes del patrimonio y turistas que comparten recuerdos de su paso por Notre Dame. Al mirar las redes sociales, entendí que muchos recordaron su paso por ahí, la vela que prendieron, la foto que se sacaron abrazados, el deseo que pidieron, el sueño que realizaron. A mí me remitió a una gran parte de mi vida.
Nunca acompañé a mis amigos a visitarla porque es de esos programas turísticos que cansan: filas, selfis, y un sinfín de negocios idénticos y pegados los unos a los otros que invaden las callecitas de la catedral ofreciendo souvenirs, paninis y crêpes. De hecho, esquivaba esa zona los domingos, porque sabía que estaba llena. Pero amaba pasar de noche en bicicleta y contemplarla casi para mi sola. Es la vista que tenía cuando nos sentábamos a tomar algo con una amiga después de clase, en Île Saint Louis. Es la bestia que quedaba a nuestras espaldas cuando organizábamos un picnic al borde del Sena. Es la referencia que usaba para indicar una dirección a un turista perdido o a un amigo de visita. Es una construcción que me hacía sentir diminuta cuando la caminaba por atrás, y es la que me recordaba la maravillosa ciudad en la que vivía cuando tenía un día difícil.
El alivio llegó cuando los bomberos dijeron que la estructura estaba salvada. Me di cuenta de que quiero volver a verla y, esta vez sí, olvidarme de los turistas que antes me molestaban, visitarla por dentro y agradecer que aún existe. ß